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Las moralidades del arte (y II)

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Nos ocupabámos aquí la semana pasada de la moralidad del artista y de su recepción pública, advirtiendo contra la tentación de exigir a los creadores un certificado de buena conducta como condición para el estudio o la celebración de su obra; abogábamos más bien por un acercamiento a esta última que se haga cargo, para bien y para mal, de la humanidad del autor. Pero quedó un cabo suelto, que ahora toca recoger. Y es la sorprendente exigencia, habitual en nuestra época, de que la obra misma de ficción —como algo distinto de la vida de los autores— sea moralmente irreprochable. En particular, y con distinto grado de elaboración según quién sea el reclamante, se formula la proposición de que una obra de arte debe renunciar a la glorificación estética de la inmoralidad y/o tiene que educarnos en alguna de las virtudes morales. Si no lo hace, serán inmorales ella misma y por extensión su autor, ¡incluso si no ha roto un plato en toda su vida!

Un conocido ejemplo de esta tendencia es la renovada condena de Lolita de Nabokov como obra categóricamente inmoral, que por lo visto hace cómplice a los lectores del secuestro y la violación de una niña de doce años. Desde este punto de vista, la lectura de Lolita solo puede realizarse una vez que el lector sea advertido de que no se debe secuestrar a niñas de doce años: ni siquiera en la ficción. Solo media un paso hasta la afirmación de que escribir novelas en las que se secuestra a niñas de doce años es moralmente inaceptable, sobre todo si tienen éxito y para colmo prestigio crítico; no es, para entendernos, literatura pulp de quiosco. Naturalmente, ya el tercer párrafo de la prodigiosa novela de Nabokov contiene una advertencia explícita acerca de la dudosa credibilidad del narrador: «You can always count on a murderer for a fancy prose style». Todo lo que se nos cuenta, como es norma en las ficciones del autor ruso, ha de ser leído con cautela; no podemos confiar en la palabra de quien nos lo está contando. Afirmar que Nabokov es un esteta del abuso sexual supone, pues, acabar de un plumazo con la ambigüedad significativa de una novela narrada por un loco.

Nabokov, 1973.

Tomar ese camino, sin embargo, es un error: supone asumir la tarea de justificar la validez moral de la obra. O lo que es igual, aceptar que la idoneidad moral de la obra sea el único criterio con arreglo al cual deba enjuiciársela. Lo cual, dicho sea de paso, exige que tengamos claro desde el principio cuáles son los criterios morales universalmente aplicables. Y algo más: que concibamos el arte como instrumento del perfeccionismo moral: un medio para lograr que la gente sea de una manera, pero no de otra. De aquí se sigue que habrá de restringirse de alguna manera la libertad de consumo, no sea que los consumidores manifiesten preferencias equivocadas; el único arte digno de consumo sería entonces aquel que los consumidores deberían preferir de acuerdo con los guardianes de la moralidad obligatoria.

El asunto no es precisamente nuevo. En uno de los pasajes del Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche lanzaba una de sus advertencias: «La lucha contra la finalidad en el arte es siempre una lucha contra la tendencia moralizante en el arte, contra su subordinación a la moral». No es que el arte carezca por completo de finalidad; para el filósofo alemán, es el gran estimulante para vivir. Pero Nietzsche se opone al condicionamiento exógeno del arte, a la idea de que éste deba servir a un propósito diferente a la propia creación estética. Naturalmente, la referencia a la finalidad ha de entenderse a la luz de la célebre definición que hiciera Kant del arte como «finalidad sin fin», o sea como una actividad que no está subordinada a ninguna utilidad. Se diferencian así las artes liberales de las artes útiles, que sirven para producir o adquirir bienes distintos a ellas mismas: aquí reside el significado más directo de la expresión «arte por el arte».

Kant podría equivocarse, claro. De hecho, muchos creadores buscan ganar dinero o reputación; otros quieren contribuir a la difusión de valores morales o doctrinas políticas. Y ello no tiene por qué resultar en un arte de mala calidad: incluso en géneros tan dudosos como la novela de tesis o el cine de propaganda pueden encontrarse obras excelentes, y no podrá reprocharse falta de interés al teatro didáctico de un Brecht. Sería ocioso pedir a todos los artistas que renunciasen por principio a realizar esas finalidades extrínsecas. El artista puede perseguirlas y es posible que el arte produzca en el receptor efectos que vayan más allá de la emoción estética: puede hacernos lamentar una infidelidad o conducirnos hacia el socialismo. Pero eso no significa que ahí radique su finalidad, y eso es justamente lo que denunciaba Nietzsche: su subordinación previa a un proyecto moral y político que para colmo consiste en decir a los demás cómo tienen que vivir o qué deben sentir.

En una obra que aborda justamente las relaciones entre la imaginación artística y los juicios morales, el ensayista barcelonés Pau Luque ha sostenido que resulta disparatado calificar de inmoral aquel arte narrativo que no sea moralmente perfecto. Y ello, por al menos dos razones: una, que la moral no admite las categorías simplistas o unívocas y es más intrincada de lo que parece; otra, que una obra narrativa «puede tener virtudes morales sin pretender encumbrar la justicia». Dicho de otro modo, el contenido moral de una obra no se agota en la exaltación de los buenos valores; incluso un vertedero tiene algo que enseñarnos. Ahora bien: Luque no aboga por separar el juicio moral del juicio estético, sino que defiende una postura «imperfeccionista» que enriquezca el juicio moral mediante la incorporación de las «virtudes imperfectas». Más que liberar a la imaginación de sus obligaciones morales, defiende una interpretación más laxa de estas últimas. En particular, apuesta por un «arte himenóptero» que no entiende la imaginación moral como una facultad orientada a la comprensión de problemas morales concretos, sino como una manera de acceder a la estructura emotiva de los seres humanos. William Shakespeare o Iris Murdoch, a la que dedica páginas estimulantes, serían ejemplos de de esa aproximación. La distinción tiene un punto sofístico, ya que los problemas morales concretos pueden servirnos para acceder a la estructura emotiva de los seres humanos. Pero me interesa más esta otra conclusión del autor: «Si el arte imaginativo cumple una función, es la de estimular la imaginación moral de los lectores».

¿Seguro? A mi juicio, eso que Luque llama con tino arte imaginativo puede estimular nuestra imaginación moral y de hecho suele hacerlo; deducir de ahí que ésa sea su función es asunto distinto. Luque es astuto: afirma que esa es la función que cumple el arte imaginativo si es que cumple alguna, dejando abierta la puerta a que no cumpla ninguna en absoluto. En todo caso, la clave del asunto es que una cosa son los efectos que el consumo de obras artísticas pueda producir y otra la función que ellas mismas deban cumplir. O sea: la consecuencia (enseñanzas morales) no está implícita en la causa (producto estético). Que una narración posea resonancias morales no es razón para que ella misma sea vista como un artefacto moral.

Esta confusión se encuentra ya seguramente en la obra de Rorty. Recordemos que el filósofo norteamericano concibe una «utopía liberal» donde la solidaridad resulta de la imaginación en lugar de derivar la justicia contractual; los sentimientos morales son más relevantes que los juicios racionales. El pragmatista que fue Rorty habla así de «la capacidad imaginativa para ver a los extraños como compañeros de sufrimiento», enfatizando que esa cualidad compartida no se descubre a través de la reflexión, sino que se crea mediante el aumento de nuestra sensibilidad. Pero la tarea de describir los detalles del dolor humano no corresponde a la teoría, sino a géneros como la etnografía, el reportaje perodístico, el cómic, el docudrama y, en especial, la novela. Rorty descree de la argumentación como instrumento de transformación moral, antesala del cambio político; la tarea corresponderá a los relatos que nos contamos. En esa misma línea, la historiadora Lynn Hunt ha sugerido que la lectura de la novela epistolar por entregas del siglo XVIII abonó el terreno para el reconocimiento de los derechos universales al ensanchar la imaginación moral de sus lectores: el otro dejó de ser una abstracción lejana para ser miembro de una misma comunidad de sentimientos.

Sin embargo, no queda claro si Rorty estima que ésa es la tarea de los géneros narrativos o si estos producen indirectamente ese efecto aun cuando no lo estén buscando. Y se trata de una distinción fundamental. Entre otras cosas porque, como he sugerido antes, la asignación de semejante tarea operaría como un condicionante exógeno de carácter previo: aquellas obras que no nos familiaricen con los detalles del dolor ajeno, de acuerdo con este criterio, no servirían para nada. ¡Por no hablar de aquellas que producen el efecto contrario! Por ejemplo, aquellas que no parecen tomarse en serio el dolor humano: de Leni Riefensthal a Quentin Tarantino, pasando por la Lolita de Nabokov o las 1280 almas de Jim Thompson.

Sin duda, es posible que una ficción tenga efectos morales, contribuyendo así a dar forma a nuestra visión de la realidad. Pero no seamos ingenuos: ni la moralidad en abstracto ni nuestras decisiones morales particulares dependen de los libros que leemos o de las películas que vemos. De hecho, el contenido de sus enseñanzas morales será cambiante, dinámico antes que estático; salvo que uno solamente consuma literatura feminista, o marxista, o católica. Si uno hace tal cosa, estará buscando la ratificación de sus posturas morales o políticas o, alternativamente, disfrutará de la identificación con unos personajes a los que siente cercanos por razones biográficas o ideológicas. Pero que la ficción pueda tener efectos morales no significa que hayamos de evaluarla solamente o principalmente bajo esa óptica; tampoco que haya sido creada con ese objetivo o que la transformación moral de sus receptores suceda todos los días. La interpretación moral del arte solo es una de las posibilidades que el arte nos ofrece.

Más aún: el arte servirá más fructíferamente al propósito de la discusión moral cuanto menos pretenda hacerlo. Si las artes narrativas solamente nos ofrecieran lecciones morales simplistas en las que quedase claro quiénes son los buenos y quiénes los malos, estarían dando una visión distorsionada —parcial— de la realidad humana. ¡Eso sí que sería inmoral! La representación de una realidad plural, incluyendo la realidad interior del artista, se vería entonces cercenada en nombre del perfeccionismo moral. El arte se convertiría entonces en el instrumento de un proyecto moral particular; hay que suponer que eso haría feliz a los moralistas. Pero, ¿no será el arte más útil a los intérpretes de la moralidad si sus creadores se liberan de toda responsabilidad moral? Será entonces cuando el espectáculo de la diversidad humana se nos muestre en toda su plenitud, ofreciendo innumerables oportunidades para la discusión. En otras palabras, el arte debe ser protegido como un territorio donde se hace posible la experimentación moral indirecta, que nos ayuda sin pretenderlo a aclarar nuestras ideas. Pero insisto: esto no es lo único que hace el arte. Cargado como está de formas y significados, puede ampliar nuestra percepción de la realidad e incluso arrojar luz sobre algunos debates conceptuales. Los contenidos artísticos son como el interior de una pecera a la que nos asomamos con la libertad de fijarnos en aquello que más nos interese.

Para entender a dónde podría conducirnos la moralización del arte basta con repasar el famoso viaje a la URSS que hizo André Gide en una fecha tan temprana como 1936. Antes de su visita, el sexagenario Gide pensaba que el valor de un escritor estaba ligado a «la fuerza revolucionaria que lo anima (…) a su fuerza de oposición». Y de hecho se preguntaba «qué pasará si el Estado social transformado deja al artista sin ningún motivo de protesta». ¡Asombrosa ingenuidad! Testimonio impagable, también, de la delirante fuerza que poseía la esperanza en el nuevo mundo que traería la revolución: ¡una sociedad donde nadie tiene nada de lo que quejarse! Pero cuando Gide llega a la URSS, se queda perplejo cuando alguien le explica que Shostakovich hace una música ininteligible que el pueblo ruso no puede disfrutar. Y eso no puede ser: «Lo que nos hace falta ahora son obras que todo el mundo pueda entender, y a la primera». Quien no cumpla será acusado de formalista; es formalista quien presta más atención a la forma que al fondo, tal y como está prescrito por las autoridades con vistas a la educación de los buenos comunistas. En consecuencia, solo se tolera el contenido artístico que está «orientado en un sentido determinado». ¡El sentido del perfeccionismo moral! Gide concluye que la mayoría solo aplaude «lo que de entrada puede reconocer», que no será sino la banalidad. En suma: «Así como había banalidades burguesas, hay banalidades revolucionarias; es importante llegar a tal convencimiento». Cuando triunfa la revolución, el arte se somete a la ortodoxia y naufraga en el conformismo; por este camino, la moralidad oficial desemboca en la inmoralidad.

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