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Leyendas e ilusiones sobre España

La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española

Henry Kamen

Espasa Calpe, Barcelona, 2021, pp. 517

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En el año 2006 publicó el autor una obra que llevaba por título Del imperio a la decadencia. Los mitos que forjaron la España Moderna, traducida al inglés y editada dos años después como Imagining Spain: Historical Myth and National Identity. El pasado octubre apareció en formato de bolsillo esta Invención de España, en buena medida versión aumentada del primero. De tales títulos se infiere que todos ellos tratan de mito, invención, leyenda e ilusión. El mito es la etiqueta que con mayor frecuencia se endosa a los acontecimientos escrutados, serie que arranca en Numancia, pasa por la Reconquista, los siglos del imperio de los Austria, la Ilustración, llegando a la Constitución de 1812, la República y la Guerra Civil. La secuencia se enriquece en páginas finales con la fantasía (en referencia a la Constitución de Cádiz) y el sueño, capítulo en el que se incluye el epígrafe «La monarquía española: una institución siempre en entredicho» (cursiva mía).

No es esta Invención, desde luego, lectura fácil de digerir. El texto se articula en diecinueve capítulos que a su vez contienen entre tres y ocho epígrafes, lo que provoca no pocas reiteraciones, por lo demás incluidas ya en otras obras del autor. Con todo, es el carácter hosco del discurso, de principio a fin, lo que acaso mayor sorpresa causará al lector, como de facto sorprendió a quienes leyeron la edición de 2008. Advirtió uno de ellos en la escritura tono de «ira», de «enfado», de «furia», resueltamente «encendido» Véase la reseña de Mauricio Tenorio en The Journal of Modern History, 82 (2), 2010, pp. 487-488. Donde se incluye la referencia al «constante ninguneo» (sic) con el que Kamen trata a los historiadores españoles.. Anotó otro la propensión del autor a fustigar a los «historiadores profesionales», sostener interpretaciones del pasado «deliberadamente polémicas» Id. de Sara T. Nalle, The Americas, 66 (2), 2009, pp. 269-271., tanto como para que un tercero comprendiese que Imagining Spain hubiese puesto de los nervios a gente «todavía muy sensible» hacia los mitos que el autor somete a escrutinio Id., de Enrique A. Sanabria, Journal of World History, 21 (3), 2010, pp. 509-512.. Éstos, los mitos, eran siete entonces; pero habiéndose ampliado la cronología de esta Invención por ambos extremos resulta inevitable que la lista haya adquirido dimensiones desproporcionadas.

No queda nada claro, sin embargo, qué sea para el autor esto del mito. «La realidad es lo que aparentemente sucedió, mientras que el mito es lo que debería haber sucedido (el pasado) o lo que esperamos que suceda (el futuro)», escribe Kamen. Se definiría, pues, el objeto por oposición a la realidad, aunque habrá de reconocerse que tan mítico es el salto que realmente dio Bob Beamon en 1968, como los Fueros de Sobrarbe, fabricados por el jurista Jerónimo de Blancas en 1588. Reconozcamos, en todo caso, que el concepto no es fácil de aprehender Manuel García-Pelayo, Los mitos políticos, Madrid, 1981, pp. 11-37., y prueba de ello es que en La invención de la tradición de Hobsbawm y Ranger pasan estos como sobre ascuas por el asunto Barcelona, 2002, p. XX. La edición original es de 1983.  Tampoco ayuda gran cosa la brevísima introducción que Hugh Trevor-Roper redactó para The Invention of Scotland. Myth and History New Haven-Londres, 2008. , obra, por lo demás, tan deliciosa y divertida de lectura como erudita en su confección. Cuenta su biógrafo Adam Sisman, Hugh Trevor-Roper. The Biography, Londres, 2010. que el autor comenzó a interesarse por la historia de Escocia desde el previo acercamiento a la Ilustración escocesa. Al impulso académico se añadió el político, urgido por el resultado de las elecciones de 1974 que otorgaron al Scottish National Party el suficiente número de escaños como para despertar la inquietud en más de uno. Las escasas tres páginas que Trevor-Roper dedicó a presentar su Invention soslayan la definición o conceptualización del mito, salvo para postular que éste, en el caso de Escocia, «nunca ha sido marginado por la realidad, o por la razón, sino que permanece hasta que se ha descubierto otro, o fabricado, a fin de reemplazarlo». La intención de T.-R. no resulta, pues, muy lejana de la que anima a Kamen, convencido éste como está de que «muchos españoles» vivimos todavía en el siglo XVI Del Prefacio a la ed. de 2008.. A T.-R. le bastaron tres ejemplos para dar cuenta de su potencia en la historia de Escocia y en su proyección política hasta hoy. Fueron éstos: el mito de una «ancient constitution», el mito de una supuesta y no menos vieja creación poética, y -lo más divertido- el desentrañamiento de que la célebre sinfonía de cuadros y colores con la que se adorna el tradicional kilt no es sino el lucrativo invento (éste sí) de un par de astutos entrepreneurs cuando despertaba el siglo XIX Es este epígrafe el que puede leerse, resumido, en la edición española de la edición de La invención de la tradición.. Kamen multiplica los ejemplos hasta lo inimaginable, si bien caben dudas de que buena parte de ellos puedan etiquetarse de mitos, y que acaso lo más sensato hubiera sido mantenerlos recluidos en el desván de las leyendas. Sorprende asimismo que el autor proponga más de uno inédito, por ejemplo, el de la limpieza de sangre. Semejante atracón no carece de riesgos. A fuerza de tanto mitificar, podría el lector llegar a la conclusión que La invención de España es precisamente eso, un tinglado de materiales de dudosa calidad presto a desmoronarse al mínimo soplo de realidad.

Mito por mito, qué mejor que comenzar por el de «La pérdida de España». Se lee en estas páginas que «es posible» que el «más fundamental para la invención de la España cristiana medieval sea la idea de su pérdida y su posterior recuperación»; y poco más adelante consta que, para la explicación de esta «pérdida», circula entre los españoles «una leyenda tradicional que se ha convertido en la versión clásica de los acontecimientos». Esa leyenda no sería otra que la de Florinda la Cava. ¿De veras? Tengo todas las dudas de que, salvo en los manuales de historia de la literatura, la leyenda en cuestión forme parte de los de historia, tanto universitarios como del bachillerato. Por ello es fácil estar de acuerdo con el autor cuando escribe que «hace tiempo que los expertos dudan de la verosimilitud de numerosos elementos de esta versión». ¡Y tanto que hace tiempo! Uno de tales fue don Ramón Menéndez Pidal, quien en 1925-1927 ya incluyó la leyenda en su Floresta Floresta de leyendas heroicas españolas, 3 vols., Madrid. .

Y es que no se mueve con soltura el autor por el Medioevo, poco cercano al modus operandi de los medievalistas. Las dudas que exhiben proceden, según él, de que «quienes redactaron las crónicas fueron escritores musulmanes y cristianos que las escribieron mucho después y sin ningún conocimiento directo de los acontecimientos» (cursiva mía). A propósito del reino de Asturias, en su condición de origen del de España, y del tránsito en cuestión, argumenta que de ello «no hay pruebas documentales aceptables de los pormenores» (cursivas mías). Otorgando a Pelayo el título de «figura mítica» y acto seguido el de personaje de «ficción», dado que «no hay forma de documentar con precisión su existencia ni sus hazañas» (cursiva mía), me pregunto a qué categoría pertenece entonces de las enunciadas páginas atrás; a saber, la real («lo que aparentemente sucedió») o la mítica («lo que debería haber sucedido […] o lo que esperamos que suceda»). Tanto las crónicas musulmanas como las cristianas hablan de él, aunque en ellas «no hay nada totalmente fiable». Aunque a la postre parece importar poco «si [Pelayo] existió como si no», y otro tanto acontece respecto al enfrentamiento (evitaré lo de batalla) de Covadonga. «De ninguno de estos detalles hay pruebas fiables»; «es posible que la falta de pruebas directas invalide todo intento de identificar a Pelayo con Covadonga, pero, evidentemente, no descarta la posibilidad de que se produjera en aquella región algún incidente militar que frenara el avance de los musulmanes».

En la siguiente página se aludirá ya sin duda al «revés que sufrieron los musulmanes en Asturias». Cualquier salida se antoja válida Recomendable la lectura de Alexander Pierre Bronisch, Reconquista y guerra santa. La concepción de la guerra en la España cristiana desde los visigodos hasta comienzos del siglo XII, Granada, 2006. .

Algo similar ocurre al afrontar la presencia islámica en España, por la que sobrevuela el mito de la convivencia entre las tres religiones, el florecimiento cultural, etcétera. Para empezar, se postula que «no se trató de una conquista al uso»; «los musulmanes no llegaron necesariamente para establecerse de forma permanente, sino que hubo una larga serie de llegadas y partidas, en las que un sector de los invasores sustituía a otro» (luego cabe deducir que musulmanes los hubo siempre…). Cierto es que la Hispania resultante de la invasión «no se creó sólo por la fuerza; también dependió de medidas a largo plazo para estabilizar el régimen». Tales medidas (fiscales, religiosas, sociales), sin embargo, fueron exactamente las mismas allí donde el Islam impuso su presencia, tanto hacia el este como hacia el oesteGabriel Martínez-Gros, L’Empire islamique. VIIe-XIe siècle, Paris, 2019. La toma de Bujará y Samarcanda (712) tuvo su réplica en la de Hispania (711). Las poblaciones conquistadas (dhimmis) eran sometidas al pago de un tributo (jiziya) a cambio de protección; los fieles musulmanes por su parte pagaban la sadaqa (limosna). «L’État, c’est en effet l’impôt»Ibid., p. 68. . Y por lo que se refiere al ejercicio de la religión, las llamadas “Gentes del Libro” (ahl al-kitāb) (judíos, cristianos) no plantearon al Islam particulares problemas siempre y cuando éstas aceptaran su autoridad Dictionnaire de L’Islam. Histoire, idées, grandes figures, Adel Theodor Khoury, Ludwig Hagemann, Petre Heine y Christian Cannuyer (eds.), Turnhout, 1995, sub voce Tolérance..

«Expulsión de los moriscos», Gabriel Puig Roda (1894).

 El autor tampoco participa de la leyenda dorada de al-Andalus; apuesta por un escenario de «enfrentamiento profundo entre la sociedad cristiana y la islámica», y a propósito de la convivencia añade que, de haber existido, tal cosa debió de ser «a la fuerza». Concurro en que la leyenda en cuestión ha llevado a exageraciones difícilmente asumibles. La edición inglesa del libro de María Rosa Menocal que el autor cita se abre con un prólogo de Harold Bloom que constituye un buen ejemplo de estos excesos. Según Bloom, la expulsión de musulmanes y judíos de España en 1492 (sic) constituyó un «brutal disaster» cuyos efectos se perciben en Cervantes; desde entonces -agrega- España murió para no resucitar hasta la muerte de Franco, momento a partir del cual se ha vuelto otra cosa «todavía no por entero definible» The Ornament of The World. How Muslims, Jews, and Christians Created a Culture of Tolerance in Medieval Spain, Nueva York-Boston-Londres, 2002, pp. xi-xii. Versión española: La joya del mundo: musulmanes, judíos y cristianos, y la cultura de la tolerancia en al-Ándalus, Barcelona, 2003.. Temo al respecto que tanto Kamen como Menocal se valen de herramientas conceptuales que de poco sirven para encarar el asunto («pluralismo», «tolerancia», «secularismo», «libertad religiosa», «progresismo»). El párrafo de Menocal que el autor transcribe («Sólo en ocasiones, esta tolerancia incluyó garantías de libertad religiosa comparables a las que esperamos de un Estado moderno tolerante») da buena cuenta de la fina percepción del tiempo histórico que exhibe la autora…   

Observo también que Kamen, apelando al «sentido común», acaba por recular de su propia posición aceptando que «ha habido lugares y épocas en los cuales, a pesar de los conflictos periódicos, las comunidades sabían llevarse bien entre ellas», practicaban «cierto nivel de convivencia», siendo, paradójicamente, los propios musulmanes quienes entre sí habrían usado de la violencia más cruenta. El recurso al sentido común suele, en efecto, proporcionar salida a embrollos como éste. Un buen conocedor de estas cuestiones señaló hace tiempo que lo que funcionó en aquella España fue «un status quo de tregua o desarme que permitía la existencia continuada de las tres religiones, siendo de tener en cuenta que la libertad de creencia era entonces mucho más importante a este nivel colectivo o de grupo que no (como a la moderna) en el terreno individual. La medida en que una situación de esta clase pueda ser calificada de “tolerancia” queda desde luego como cuestión de puntos de vista o de un simple escarceo semántico». Y a continuación añadía:

«Del otro lado la necesidad de la economía, el trabajo y la cultura de moros y judíos fuerza a una claudicación en materia de libertad religiosa similar a la de estos otros pueblos cuando, también contra sus principios, se doblegan de facto y de jure al poder cristiano» Francisco Márquez Villanueva, «Moros y judíos», El concepto cultural Alfonsí, Madrid, 1995, pp. 95-105.. Dicho de otro modo: ambas partes, en especial cristianos y musulmanes, acabarían percatándose de que los beneficios de la convivencia superaban con creces los inconvenientes de hacer las maletas de forma voluntaria o forzosa. No les habría movido una actitud tolerante, sino lo que Brian A. Catlos ha llamado «principio de conveniencia» Muslims of Medieval Latin Christendom, c. 1050-1614, Cambridge, 2014, pp. 522 y ss.. El fenómeno es perceptible no sólo en España sino también allí donde cristianos y musulmanes han convivido (Palestina, Sicilia…), dependiendo los avatares de la relación tanto de la magnitud de las poblaciones respectivas o del grado de dependencia de una comunidad respecto a otra. En este sentido, el caso hispano pasa por ser el «cisne negro” de la historia». En fin, por lo que hace al territorio del «conocimiento humano», resulta innegable que, en su transferencia de Grecia a Occidente, la conexión islámica Bagdad-Córdoba-Toledo proporcionó a Europa un caudal de sabiduría de valor capital Violet Moller, The Map of Knowledge. How Classical Ideas Were Lost and Found. A History in Seven Cities, Londres, 2020. . En la Andalucía del 951, «un monje bizantino, un judío español y ciertos médicos musulmanes depuran» la traducción del célebre tratado de Dioscórides que Hunayn Ibn Ishaq había vertido al árabe en Bagdad un siglo antes.      

No podía el autor dejar de tocar el «más fundamental» y también «más ficticio» concepto de la historia hispana: la Reconquista. «Se trataba», y desde luego todavía se trata, de «definir un lapso enorme y complejo de Historia medieval con una etiqueta compuesta por una sola palabra» (sic). Pero argumentar en contrario que «ninguna campaña militar en la historia de la humanidad ha durado tanto» se me antoja un recurso bien pobre; y reducir los enfrentamientos habidos a lo largo de casi ocho siglos a la batalla de Las Navas, por mucho que haya sido «decisiva», no ayuda gran cosa, especialmente si a continuación se admite que «de forma esporádica durante todos esos siglos se produjeron  innumerables choques, ataques y asedios significativos», a la vez que estos mismos enfrentamientos vuelven a limitarse dos páginas más allá a «muy pocas batallas». Por cierto: el calificativo de «decisiva» que se le endosa en la pág. 80 desaparece en la 97: «no fue una batalla decisiva para la historia de los reinos peninsulares ni alteró el equilibrio de poder entre cristianos y musulmanes». Poco después la misma batalla comparece de nuevo para reencarnarse como el fin de la Reconquista, dando paso a un «contexto» irreconocible tres siglos más tarde. Por lo demás, convendría hacer ver que enfrentamientos como éste hubo unos cuantos, saldados con victoria cristiana (Simancas, 939; El Salado, 1340) y otros con derrota (Alarcos, 1195; Zalaca, 1086). Pero produce hasta sonrojo tener que advertir que la actividad militar no fue lo único que ocupó a los hispanos durante ocho siglos. Hubo, primero, re-conquista y tras ésta re-población, y ni siquiera ésta fue en algunos casos definitiva, como aconteció en León, repoblado en 856 y arrasado en 986. Acaso convenga reparar también en que la lucha no fue siempre de cristianos contra musulmanes, y que la conveniencia dio lugar a pactos y alianzas inverosímiles entre unos y otros. En las Memorias del rey de Granada, destronado en 1090 por los almorávides, se relatan las cuitas de Ibn Ammar, muñidor de una alianza entre Alfonso VI y él para hacerse con la ciudad en estos términos:

«Si la ganase, no podría conservarla más que contando con la fidelidad de sus pobladores, que no habrían de prestármela, como tampoco sería hacedero que yo matase a todos los habitantes de la ciudad para poblarla con gentes de mi religión. Por consiguiente, no hay en absoluto otra línea de conducta que encizañar unos contra otros a los príncipes musulmanes y sacarles continuamente dinero, para que se queden sin recursos y se debiliten. Cuando a eso lleguemos, Granada, incapaz de resistir, se me entregará espontáneamente y se someterá de grado, como está pasando con Toledo, que, a causa de la miseria y desmigamiento de su población y de la huida de su rey, se me viene a las manos sin el menor esfuerzo» El siglo XI en primera persona. Las Memorias de ‘Abd Allāh, último rey Zirí de Granada, destronado por los Almorávides (1090), traducción del árabe, introducción y notas de É. Lévi-Provençal (ob. 1956) y Emilio García Gómez, Madrid, 2018, p. 175. .

Mito particular de la Reconquista lo es también para el autor la toma de Granada, que, «en la mayor parte de la bibliografía», se «atribuye» (sic) a los Reyes Católicos. Carece no obstante de sentido, según él, incluir dicha campaña en el proceso, pues, siempre según su opinión, este último eslabón constituyó «una etapa muy diferente», si bien, «como no podía ser de otra manera, algunas de las referencias siguieron siendo medievales». No se aclara, sin embargo, qué hubo de diferente en la campaña de Granada, y si lo que se sugiere novedoso residió en su presentación como una cruzada, lo que cabe decir al respecto es que esto venía de lejos.

Es sabido que el discurso de Urbano II en Clermont el año 1095 que dio curso a la primera cruzada culminó en la caída de Jerusalén en manos cristianas cuatro años después. No es aventurado postular que desde fines de la década de los 1080 el papa venía prestando atención a la situación de España Peter Frankopan, La première croisade. L’appel de l’Orient, París, 2019, pp. 44 y 184. , y recuérdese que Toledo cayó en 1085. Tiene sentido asimismo que para entonces la reconquista del territorio hispano dispusiese ya de un armazón ideológico que Urbano encontraría útil para elaborar el «cocktail rhétorique» del célebre discurso. Así había sido en efecto. Desde el momento en que se hizo necesario, la clerecía del reino de Asturias se puso a la tarea de construir un relato cuyo hilo conductor tomaba materiales de época visigoda y se enriquecía con el paso del tiempo. Sus principales ingredientes: Guerra Santa y Cruzada.  ¿Hasta cuándo? Un cronista musulmán se atrevió a dar respuesta mediante las palabras que puso en boca de Fernando I poco antes de la caída de Toledo: «Solamente pedimos nuestro país, que nos lo arrebatasteis antiguamente al principio de vuestro poder y lo habitasteis el tiempo que os fue decretado. Ahora os hemos vencido por vuestra maldad. ¡Emigrad, pues, a vuestra orilla y dejadnos nuestro país!, pues no será bueno para vosotros habitar en nuestra compañía después de hoy, pues no nos apartaremos de vosotros a menos que Dios dirima el litigio entre vosotros y nosotros» En Alexander Pierre Bronisch, Reconquista y guerra santa. La concepción de la guerra en la España cristiana desde los visigodos hasta comienzos del siglo XII, Granada, 2006. El texto en cuestión, p. 500. .   

Detalle de «Julián Romero y su santo patrono», El Greco (1612)

Por lo demás, siglos de presencia musulmana y hebrea en España hubieron de dejar huella. Kamen etiqueta sin embargo el resultante prejuicio de la limpieza de sangre como «supuesta obsesión», «ficción fascinante», carente «base real», y aduce el ejemplo del maestre de campo Julián Romero, al cual Felipe II hizo caballero de la orden de Santiago ordenando al tiempo que no se investigara su limpieza. Las cosas no fueron exactamente así. En 1558 el rey transmitió su voluntad al Consejo de Órdenes, pero difirió la merced hasta tanto «se reciba la información que se acostumbra para saber si en su persona concurren las calidades» de rigor. En su caso no era la limpieza lo que estaba en juego, sino su condición hidalga, la cual, pese a todo, fue sometida a escrutinio Antonio Marichalar, Julián Romero, Madrid, 1952, cap. III. Más información en Raymond Fagel, Protagonists of War. Spanish Army Commanders and the Revolt in the Low Countries, Lovaina, 2021, cap. I . Hubo que esperar a la dispensa papal (1561) para que Julián pudiera lucir su hábito en el retrato que El Greco pintó. Que las concesiones de hábitos no eran tan fáciles de obtener lo prueban los casos de otros militares insignes, Sancho Dávila y Cristóbal de Mondragón. A Dávila había prometido el rey un hábito (1570). En su caso era una bisabuela la piedra en el camino. El duque de Alba salió en su defensa sugiriendo se pidiera dispensa al papa, a lo que se negó el presidente del Consejo de las Órdenes; conceder un hábito a un converso, y en persona de tal relieve, sería una puñalada y el fin de las órdenes, advirtió; intervino directamente el marqués de Aguilar ante Felipe II, quien asimismo recibió carta del interesado, que puso sobre la mesa su dimisión de todo cargo. Murió en 1583 sin haber logrado su recompensa. Lo de Mondragón fue si cabe todavía más triste Ambos casos en caps. II y III de la segunda de las obras incluidas supra .

Los archivos de los colegios mayores salmantinos albergan centenares de interrogatorios hechos en el lugar de origen de los presuntos candidatos; incluso los pasaportes para el viaje a Indias requerían de la deposición de testigos que declarasen su sangre limpia. Refresco los datos del calvario sufrido por Diego Velázquez para obtener el hábito de Santiago: i) 1636: primera noticia de que el pintor aspira a ello «a ejemplo de Tiziano»; ii) 1650: desde Roma se insta al Nuncio a que apoye la concesión, a la que sigue la probable oposición del Consejo de Órdenes; iii) 1658 el rey otorga la merced previa «información que se acostumbra para saber si concurren en él las calidades que se requieren»; iv) primera ronda de testigos: 75 interrogados; v) segunda ronda: 24 más; vi) 1659 tercera y última: otros 50; vii) ese mismo año el Consejo de Órdenes rechaza la pretensión, bien es cierto que en cuanto a la hidalguía del aspirante, no a su limpieza. La dispensa papal se hacía necesaria. Una vez concedida, el rey procedió a otorgar la merced «no obstante las no probadas noblezas» de dos abuelas y un abuelo. Hubo de ser ahora, y a instancia del Consejo, que Felipe IV, «de propio motu, cierta ciencia y poderío real absoluto», añadió a la dispensa de Roma la condición hidalga de don Diego Jaime Salazar, «Velázquez, caballero de Santiago», en Velázquez en la corte de Felipe IV, Carmen Iglesias (ed.), Madrid, 2003, pp. 95-126. .  

Los procedimientos, pues, no eran ninguna broma, dado que tanto el asunto de la hidalguía como el de la limpieza de sangre tampoco lo eran. Jean-Frédéric Schaub ha llamado la atención sobre el hecho de que «el éxito de unos cuantos» (los conversos que consiguieron «colarse» (sic) en ayuntamientos, órdenes militares o cofradías) no evitó que ni cristianos viejos ni conversos de antiguo siguieran manteniendo o incluso reforzando el «rechazo moral» que les merecían los advenedizos«La mácula como recurso político en las sociedades ibéricas de la época moderna», en La Inmaculada Concepción y la Monarquía Hispánica, J. J. Ruiz Ibáñez, G. Sabatini y B. Vincent (eds.), Madrid, 2019, pp. 59-81..

Sería tarea para nunca acabar el repaso a otros epígrafes de esta Invención. Por salir de lo propiamente histórico comentaré el titulado «Dudas y mitos sobre La rendición de Breda». La cosa empieza mal, dado que el autor ejecuta a Justino de Nassau desde el principio, dándolo por muerto «poco antes de la rendición» (falleció en 1631). La entrega de las llaves que hace el difunto Justino es, se dice, asimismo «ficticia». Luego, precedida por un  «sin embargo» y un «tal vez», aparece lo que sigue: acaso ocurra que «nos estemos engañando sobre lo que en realidad se aprecia en la pintura de Velázquez» (cursiva mía). Las vacilaciones se suceden: «sabemos que Spínola era un hombre justo, pero, como demuestra [¿?] el sitio de Ostende, no era comprensivo en absoluto»; «es posible que su gesto […] -si eso fue lo que ocurrió- no fuera típico de él». El crescendo prosigue cuando se afirma que la pintura en cuestión «contiene errores reconocidos», frase de la cual no es fácil saber qué resulta más sorprendente, si lo de los errores o lo del reconocimiento. «Es posible que el artista se esforzara en verificar la información, pero también tuvo libertad para expresar sus propias ideas». La serie continua por la afirmación de que no hubo ninguna batalla y sí un asedio, a mayores de que, «por supuesto», no hubo tal victoria. Dicho de otro modo: el asedio anula la batalla. Sentenciando que «la pintura de Velázquez carece de fundamento histórico» el autor se pregunta «¿qué motivos tuvo para pintarla?», y la respuesta es que se trataba de «mostrar una imagen que fuera aceptable en España».

Conozco un par de interpretaciones sobre el cuadro en cuestión; ambas se interesan por el mensaje político que pudo haber inducido al artista a elegir la iconografía que finalmente resultó. Ninguna de ellas ha interesado a Kamen. En 1978 Luis Díez del Corral sugería que Velázquez ideó la composición de la obra con anterioridad al 28 de abril de 1635, cuando el embajador de Toscana la vio colgada. Añadió que el cuadro «no está imbuido, ciertamente, de espíritu triunfalista», sino del de reconciliación, en línea con el papel jugado por Spínola en la conclusión de la Tregua de 1609 y en las abortadas conversaciones al mismo efecto de 1627-1628. El ilustre politólogo estaba, por tanto, persuadido de que la obra traducía un «estado de ánimo» que preludiaba «el espíritu de Westfalia» Velázquez, la Monarquía e Italia, Madrid, 1979, pp. 194-200. y no tanto un éxito militar pasado. La publicación en 1981 del libro de Brown y Elliott sobre el palacio del Buen Retiro puso el acento, a mi modesto entender, más en la composición e iconografía del cuadro que en la coyuntura política del momento en que fue pintado Un palacio para el rey: el Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Madrid, 1981. . Su propuesta, en todo caso, insistía en la voluntad del artista en presentar el hecho de la rendición huyendo de la humillación del vencido mediante el rescate de una iconografía de los usos de la guerra que en la de Flandes estaban a la orden del día The Principles of the Art Militarie Practiced in the Warres of the Vnited Netherlands, Londres, 1637. Citado por Geoffrey Parker en «The Etiquette of Atrocity: The Laws of War in Early Modern Europe», Empire, War and Faith in Early Modern Europe, Londres, 2003, pp. 143-168. Véase asimismo . Escuela de soldados, al fin y al cabo.

Kamen apuesta por una cronología tardía, 1638, con la guerra contra Francia en curso, sumada a la de Flandes que seguía corriendo. Acepta el mensaje de reconciliación, pero cree que el cuadro constituye un lamento ante «el final de la grandeza», habida cuenta de que por entonces (1637) Breda había sido re-conquistada por la República. La gestualidad, lo que el autor llama «el apretón de manos» (¿?) de los respectivos comandantes, no sería, de este modo, sino réplica del que en 1637 habían practicado Federico Enrique y Gomar de Fourdin. Así sucedió, en efecto. Una «verdadera y breve» relación del sitio de Breda cuenta que el gobernador de la plaza llegó al encuentro en carroza aquejado de fiebre, si bien, a la vista de vencedor, pidió un caballo y lo montó para descender luego, actitud que imitó Federico Enrique. Tras un breve intercambio de «saludos y cortesías» se despidieron «de la manera más amigable» A Trve and Briefe Relation of the Famovs Seige of Breda: Beseiged, and Taken in Vnder the Able and Victorious Conduct of his Highnesse the Prince of Orange, Captaine Generall of the States Armie, and Admirall of the Seas, &c., Delf, 1637, p. 14. Copio el enlace: . La escena no era «la contraria» a la de 1625, sino la misma, salvo que los papeles se habían invertido. La guerra, las treguas, los asedios, etcétera se desenvolvían de acuerdo con unos códigos de conducta que las partes conocían. Incluso la masacre de las poblaciones urbanas obedecía a circunstancias precisas tras las cuales era posible prever lo que pudiera ocurrir o no Jean-Léon Charles, «Le sac des villes dans les Pays-Bas au XVIe siècle. Étude critique des règles de guerre», Revue Internationale d’Histoire Militaire, 24 (1965), pp. 288-301. Elena Benzoni, «Les sacs de ville à l’époque des guerres d’Italie (1494-1530): les contemporains fase au massacre» David El Kenz (ed.), París, 2005, pp. 157-170. Añádase: D. Alan Orr, «Communis Hostis Omnium: The Smerwick Massacre (1580) and the Law of Nations», Journal of British Studies, 58 (2019), pp. 473-493. >. Velázquez se valió de la imaginación (¡era un artista!) e introduce en la escena la entrega de las llaves porque, sencillamente, tal gesto formaba parte de aquellos códigos. Imágenes al respecto las hay ya para la Edad Media (tapiz Bayeux, siglo XI), testimonio escrito en 1492 (guerra de Granada) o en un hermoso dibujo de Juan Bautista Tiépolo (1596-1770) en el que lucen llaves, lanzas, caballos, vencedores, vencidos y de fondo el asedio de rigor. Todavía al filo del siglo XX el ilustrador portugués Rafael Bordallo Pinheiro presentó al rey Sancho I en actitud de impedir a los cruzados que en 1189 habían pactado la rendición de Silves la masacre de la población. Una fuente coetánea describe la salida del gobernador musulmán «solus in equo», como de costumbre C. W. David, «Narratio de itinera navali peregrinorum Hyerosoliman tendentium et Silviam capientum A. D. 1189», Proceedings of the American Philosophical Society, 91 (1939), pp. 591-676, en concreto p. 628. . No le falta aquí razón a Kamen: «no era nada excepcional» lo ocurrido 1625, como tampoco en el siglo XI o más tarde. Dicho de otro modo: Velázquez no precisaba del ejemplo de 1637.

En fin, si algo hemos aprendido en las últimas décadas es que las singularidades nacionales parecen estar condenadas a ceder ante enfoques de carácter más global, y el que de éstos nos concierne, como más próximo, es el constituido por los países de la cristiandad latina, diversa de la oriental y ortodoxa Heinz Schilling, Early Modern European Civilization and its Political and Cultural Dynamism, Hanover-Londres, 2008, introducción. En ella primaron las similitudes sobre las diferencias, incluso en ciertos aspectos de la doctrina y práctica de la religión; de modo que tan «profundos defectos» aquejaban a los españoles en materia de fe como al pastor inglés que preguntado si sabía quién era el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo contestó: «Al padre y al hijo los conozco bien pues cuido sus ovejas, pero no conozco a ese tercer paisano; no hay nadie de ese nombre en nuestra aldea» Keith Thomas, Religion and the Decline of Magic, Hardmonsworth, 1984, p. 196. . Y también pudiera ser que la desafección que se predica de la monarquía española, afirmación sostenida en cuatro páginas, revele no tanto una hercúlea capacidad de síntesis como una ligereza difícilmente demostrable. Los españoles, se dice, «nunca prestaron un apoyo incondicional a la institución de la monarquía», lo cual es cierto, pues condiciones las hubo; tal como Olivares escribió al infante don Fernando: «Acá, Señor, aunque no tenemos fueros, es menester cumplir con el pueblo». Ruth Mackay comprobó en su día que en los momentos más críticos del siglo XVII la relación entre gobernantes y gobernados (aquiescence) nunca fue inconditional, sino dependiente de que el monarca cumpliera su parte del pact The Limits of Royal Authority. Resistance and Obedience in Seventeenth-Century Castile, Cambridge, 1999. . Leo asimismo que el «caso» (sic) español presenta características «mucho más graves que en cualquier sitio de Europa», en referencia a la escasa simpatía hacia la institución. Sin ir más lejos, «los españoles no creían en el derecho sagrado de la monarquía», proposición que, así formulada, ignoro si era así; lo que sí sé es que disponían de un amplio abanico de opciones, desde que el rey era «Dios en la tierra» (fray Juan de Santa María), su vicario e incluso el mercenario de su pueblo. Personalmente me hubiera sentido mucho más tranquilo con un rey mercenario que con el modelo que el clero de Inglaterra auspiciaba en 1640 John Neville Figgis, The Divine Right of Kings, 2ª ed., Cambridge, 1992, pp. 142-143.. De aquellos polvos… Antes, pues, Vitoria, Mariana o Suárez que Bossuet. Respecto al hecho de que aceptaran «un nivel normal» (¿?) de reverencia hacia su rey, al cual «no trataban […] como si tuviera un papel político especial, como hacían los ingleses y otras naciones», también es cierto, a falta de alguna precisión. Por ejemplo: en 1586 Felipe II hizo publicar una Pragmática de las cortesías. Para sí mismo quiso que en la correspondencia a él dirigida se le tratara únicamente de «Señor», y que en la despedida la cosa no fuera más allá de «Dios guarde la Cathólica Persona de Vuestra Magestad». No era muy diferente al trato usado con el rey de Francia David Lagomarsino, «Furió Ceriol y la “Pragmática de las Cortesías” de 1586», Estudis. Revista de Historia Moderna, 8 ( 1979-1980), pp. . Éste y el de Inglaterra curaban las escrófulas, no siendo hasta el reinado de Jorge I que éste puso fin al «royal touch» por considerarlo práctica de tufo católico y estuardiano. El resultado no estaba desde luego garantizado. Samuel Johnson fue sometido a la operación cuando niño «without any effect». Aquí se había abandonado la ceremonia cuatro siglos antes. Tampoco desplegaron los reyes de España un ritual de coronación homologable con la de sus pares europeos; sabemos desde hace tiempo que «en los reinos hispánicos los atributos de la realeza juegan un papel menos importante que en el resto de Occidente» Percy E. Schramm, Las insignias de la realeza en la edad media española, Madrid, 1960, p. 63. . Ahogado por las deudas, en 1561 Felipe II puso en venta «el ornato imperial» de su padre y de su bisabuelo. El medieval alzamiento del pendón real bastó durante siglos para escenificar el tránsito de un reinado a otro. En este sentido se afirma también que los hispanos no respetaban los principios del derecho hereditario, “«o que estaba bien», pues de vez en cuando existían discontinuidades en la sucesión al trono. Menos mal que la especificidad se acaba con el párrafo: «en el resto de Europa hubo problemas similares, sobre todo en el siglo XIX». Los hubo, claro; pero si se califica de «espectáculo poco edificante» que durante la Guerra de Sucesión hubiese en España dos reyes, conozco el caso de un país (Francia) en el que hubo tres…; cayeron asesinados todos ellos entre 1588 y 1610. (El diablo está en los pequeños detalles). Lo cierto es que estas cosas ocurrían en todas partes, porque, como recuerda Edgar Faure, lo más patético que le ocurre al rey absoluto es la dificultad que puede tener para garantizar la transmisión de su propio poder La banqueroute de Law. 17 Juillet 1720, París, 1977, p. 68. .  Lo experimentó Francia entre Valois y Borbón, y con anterioridad había sido también un problema dinástico el que diera lugar a una guerra que duró cien años. Las alternancias de dinastía formaban parte de un sistema de estados que por eso mismo se ha dado en llamar dinástico. Las hubo suaves (de Tudor a Estuardo), y por supuesto sangrientas. Rodaron cabezas coronadas tanto en Francia como en Inglaterra, y en la última, en particular, el establecimiento de una república que se llevó por delante la de Carlos I. Ya he aludido al «espectáculo poco edificante» de los dos reyes. Lo fue también la conocida como farsa de Ávila, la revuelta nobiliaria contra Enrique IV en la que, según dice la crónica, el arzobispo de Toledo remató la ceremonia «quitándole la corona de la cabeza».  A Carlos Estuardo le habían privado ya de la corona cuando una fría mañana de enero de 1649, frente a Banqueting House, perdió también la cabeza. «De un modo u otro, la mayoría de los monarcas de la España posmedieval tuvieron que sufrir una suerte similar». Ahí queda eso.  

La guinda de estos párrafos la proporciona el recordatorio de la frase de Ortega (1930) «¡Delenda est Monarchia!», el entusiasmo republicano de Azorín y el de «los literatos» en general. Un repaso a Las armas y las letras de Trapiello hubiera tal vez desinflado la apreciación hacia el republicanismo tanto de Ortega como de buena parte de los «literatos» coetáneos Cito por la ed. de 2017. . El encantamiento les duró bien poco. Las cosas empezaron a torcerse en 1934, y en 1936 comenzó la huida. La nómina de los que entonces abandonaron su país es tan extensa como trágica. Todos ellos comparecen en el índice onomástico: Azorín, Baroja, Américo Castro, Marañón, Menéndez Pidal, Ortega, Sánchez-Albornoz. Maeztu sería ejecutado en octubre. El trato dispensado por Kamen a la tarea de los nombrados va más allá del ninguneo; y la institución que cobijó la investigación sobre el pasado su país, el Centro de Estudios Históricos (1910-1939), se pinta como la fábrica donde tomaron cuerpo los mitos. Pero hay aquí algo que no funciona. Al pasar por alto el autor el trauma de la Guerra Civil, el resultado viene a ser que el mismo discurso mítico parece haber servido durante la Dictadura, la República y el franquismo. Uno de los personajes más citados -y fustigados- por el autor, don Ramón Menéndez Pidal, publicó La España del Cid en 1929, razón por la cual resulta harto dudosa la afirmación de que su libro empezara a circular «justo» cuando el régimen nacionalista de Franco «estaba buscando un sostén ideológico en la experiencia histórica de España». La utilización de los hechos históricos por toda clase de regímenes políticos ha estado en todo momento a la orden del día, y de forma especial con ocasión de guerras o momentos especialmente críticos en la historia de los pueblos. El «Unus Deus, unus Papa, unus imperator» que Ernst Kantorowicz empleó en su Federico II (1927) fue traducido por el nazismo como «Ein Reich, eine Volk, eine Führer Pierre Boureau, Histoires d’un historien: Kantorowicz, París, 1990. . Otro tanto ocurrió con la noción de Grossraum de Carl Schmitt, prostituida en Lebensraum Matthew Specter, «Grossraum and Geopolitics: Resituating Schmitt in a Atlantic Context», History and Theory, 56 (2017), pp. 398-406.- . Pero la talla intelectual tanto de los unos como de los otros, españoles y no españoles, sometidos ambos a experiencias dolorosamente similares, no torció en modo alguno la trayectoria de sus respectivas investigaciones. Lo que dijeron o escribieron en los ’20 aguantó firme en los ’30 y los ’40, al margen de la evolución de sus posiciones políticas. Quienes corearon el lema de Ortega serían también testigos de sus azarosos días del verano de 1936, y de un más o menos explícito volte-face antes o después por parte de todos ellos. Trapiello lo ha contado con pelos y señales.

Marañón fue uno de tantos. Formó parte de la Agrupación al Servicio de la República, pero en el momento que estalló la guerra huyó a Francia con su familia y la de Menéndez Pidal. No es desconocida su simpatía por el nuevo régimen, como tampoco que, si en su día había propugnado una «rectificación» al curso de la República, en 1943 volvería a hacerlo a propósito del de Franco, de quien por entonces echaba pestes. El embajador inglés Samuel Hoare confeccionó entonces una lista de «españoles representativos» en la que el doctor formaba equipo con Azorín, el cardenal Segura y el general Matallana Jimmy Burns, Papa Spy. Love, Faith, and Betrayal in Wartime Spain, Nueva York, 2010, p. 266-286. . Menéndez Pidal, por su parte, esperó a 1947 para hacer público su ideal, bajo presupuestos tales como que «suprimir al disidente, sofocar propósitos de vida creída mejor por otros, es un atentado contra el acierto»; o bien condenar «la enervante y desmoralizadora situación de vivir sin un contrario, pues no hay peor enemigo que no tenerlos», y rematar el párrafo con este dardo: «No es una de las semiespañas enfrentadas la que habrá de prevalecer en partido único poniendo epitafio a la otra» «Los españoles en la historia», prólogo a la Historia de España por él dirigida, incluido en Los españoles en la historia y en la literatura. Dos ensayos, Buenos Aires, 1951, pp. 150-152. .

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