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Las ensoñaciones de un gourmet solitario: de paseo con Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi

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Nunca había pensado en mis primeros veinticinco años de vida desde el punto de vista de la gastronomía. Pasé ese tiempo en el barrio de Argüelles, una zona de Madrid bendecida por el Parque del Oeste y con vistas a la Casa de Campo. Miguel Delibes decía que era «un hombre de fidelidades». Yo podría decir que soy «un hombre de manías». Una de mis manías es la nostalgia. Miro constantemente hacia atrás. No aborrezco el presente, pero nada me produce más satisfacción que recordar. Vuelvo una y otra vez a los escenarios de mi niñez y adolescencia. En el barrio de Argüelles, acontecieron algunas de mis experiencias más queridas: mis primeros tebeos, mis primeros indios de plástico, mis primeros helados, mis primeros libros de Jules Verne y Enid Blyton, mis primeros álbumes de Tintín. En la esquina de Rosales y Marqués de Urquijo se hallaba la heladería Bruin, donde preparaban helados de todos los sabores acompañados de crujientes barquillos. Yo sentía debilidad por los helados de fresa, chocolate y yogur. Sin embargo, no soportaba los helados de coco. A veces pedía uno de vainilla, pero siempre me arrepentía. El sabor a fresa me recordaba el mundo de Disney, con sus delicias y sus perversiones. El chocolate me hacía pensar en Moulinsart, con Tintín y Haddock contemplando el jardín desde un salón salpicado de adornos marineros, como anclas, catalejos, brújulas, sextantes y veleros en miniatura. El yogurt me traía a la mente las aventuras de los Cinco, siempre en busca de tesoros escondidos. La lectura de El gourmet solitario, del ilustrador Jir? Taniguchi y el guionista Masayuki Kusumi, ha desencadenado en mi memoria un efecto parecido al de la magdalena de Proust, si bien el proceso ha sido distinto, pues algo desconocido ha rescatado viejos recuerdos adormecidos. Por primera vez, me he asomado a mi juventud desde la perspectiva de los sabores, comprendiendo que hay una conexión directa entre el cerebro, taller de las ideas, y el estómago, inesperado laboratorio de recuerdos.

Publicado en Tokio en 1997, El gourmet solitario narra las peripecias del joven comerciante Goro Inokashira en distintos restaurantes, bares y comedores de Japón. El «manga gastronómico» es un género consolidado en el ámbito nipón. Aunque su exportación parece complicada, la obra de Jir? Taniguchi y Masayuki Kusumi triunfó en Occidente, lo cual propició una segunda parte, Paseos de un gourmet solitario, aparecida en 2015. Joven y atlético, Goro muestra un apetito casi insaciable y una curiosidad sin límites. Entre una venta y otra, busca lugares donde comer en solitario. Cada plato es un motivo de alegría. Casi nunca se siente decepcionado. Su trabajo le lleva a toda clase de locales y restaurantes. Vende productos para clientes con cierto poder adquisitivo, pero en ningún momento sabemos qué tipo de género maneja. Siempre vestido de traje, parece un ejecutivo. Tímido y reservado, cultiva la cortesía, pero no tolera los abusos. En dos ocasiones se cruza con jefes que maltratan y humillan a sus empleados. Les recrimina su actitud sin adoptar un comportamiento desafiante, pero en ambos casos provoca sin buscarlo una reacción violenta. Sus conocimientos de artes marciales, adquiridos con su abuelo, le sacarán del apuro, revelando su maestría como luchador. De rostro agraciado y cuerpo musculoso, Goro no es un intelectual ni un poeta, pero posee una enorme sensibilidad para captar atmósferas y sabores, comprendiendo que no son meras notas de color, sino el reflejo de una determinada concepción de la existencia. Se siente cómodo en cualquier ambiente. Le resulta indiferente que ocupen las mesas obreros, estudiantes, hombres de negocios o familias con niños. Solo le causan malestar los gritos y los malos modales. Con debilidad por los dulces, no tolera el alcohol, si bien se plantea que el sabor de una cerveza podría ser un buen complemento para algunos platos. Le agrada indistintamente lo tradicional y lo moderno, la cocina japonesa y la occidental. A veces experimenta la sensación de deambular por un sueño. Se entretiene, especulando sobre las vidas de los que comen cerca de él. En una ocasión pide yakimanju (bollos fritos) en la prefectura de Gunma. Poco antes ha recordado el final de una de sus relaciones sentimentales. Su negativa a instalarse en París frustró su idilio con una actriz. Todo insinúa que Goro no quiere comprometerse y que no le molesta pasear por la vida solo. Sin embargo, no es insensible. Advierte el dolor del hombre que le atiende en la prefectura de Gunma, obligado a ocuparse del negocio sin la ayuda de su mujer, gravemente enferma. Cuando se marcha, se pregunta qué será de su vida dentro de cinco o diez años. En esas fechas, su mujer habrá muerto y él se quedará solo.

Goro aprovecha un viaje en tren para comer shumai (bolitas de carne picada y otros ingredientes envueltas en una fina lámina de masa), pero la cosa se complica al extenderse el olor por todo el vagón. Su incomodidad se agudiza cuando una mujer le pide que apague el cigarrillo que había reservado para después del postre. Comer es una ceremonia que puede malograrse con facilidad. En la región industrial de Keihin, las fábricas crean un telón de fondo que no favorece los placeres del paladar. En cambio, en la isla de Enoshima el paisaje infunde serenidad, estimulando el apetito. Goro mira por la ventana del restaurante donde ha comido y se deja llevar por la nostalgia, mientras unos milanos negros sobrevuelan el mar.

Jir? Taniguchi y Masayuki Kusumi introducen lo extraordinario en lo ordinario y sencillo. Para Goro, comer en su apartamento frente al ordenador puede ser tan gratificante como observar el vuelo de una gaviota. La azotea de unos grandes almacenes, aparentemente impersonal, se convierte en un oasis para los sentidos gracias a los árboles plantados en gigantescas macetas. Sus hojas sombrean las mesas de los restaurantes y los bancos donde descansan los paseantes. Goro compra un pequeño cactus, recordando las palabras de un escritor: «Los cactus habitan desiertos donde no habita el hombre. Por eso, si contemplas en solitario un cactus bajo la fría luz de la Luna, sientes la tristeza del desierto y tus preocupaciones se disipan». Goro incorpora el cactus a su apartamento de soltero, cuyas luces fulguran a altas horas de la noche, indicando que permanece despierto mientras la ciudad duerme.

El gourmet solitario finaliza en un lugar insólito. Goro se cae de espaldas mientras mueve sus mercancías en un almacén, rompiéndose varias costillas. Hospitalizado, descubre el placer de una dieta austera. El menú es sencillo, pero no vulgar: arroz blanco, rodaballo cocido en salsa de soja, sopa y verduras. Las noches son particularmente tristes. Algunos pacientes gimen, incapaces de dormir. Otros, echan de menos algo de compañía. Aunque comparte habitación, Goro no habla con su compañero, oculto por una cortina de plástico. Su melancolía se difumina con el desayuno, cuando puede improvisar una combinación insólita: plátano y leche.

Paseos de un gourmet solitario, que saldría a la luz casi veinte años después, prolonga el deambular de Goro por restaurantes, bares y locales. Esta vez prueba suerte con las cocinas de otros países. Sin moverse de Japón, degusta platos de Perú, Corea, Italia, tomándose ciertas libertades, como echar tabasco en una pizza. Durante uno de sus viajes, camina por unas enormes dunas encajonadas entre el mar y el cielo. Esa noche sueña con su padre difunto, al que solo vemos de espaldas, con un sombrero y una cartera. Goro le observa con expresión de asombro. Solo es un niño que se siente muy afortunado por estar en compañía de su padre. Goro es feliz en «locales medio vacíos al atardecer». Discreto y atento, se adapta con facilidad a los menús, celebrando cada sabor. Los paseos gastronómicos finalizan en París. Gracias a los signos y un inglés rudimentario, pide un estofado, cuscús, kebab, sopa con fideos y un cuarto de limón. En el último capítulo no pasa nada extraordinario, quizás porque lo ordinario ya es suficiente acontecimiento. Al igual que la mayoría de sus semejantes, Goro se deja llevar por la vida. No intenta imponer un rumbo, pues tal vez sabe que el azar se encarga de alterar nuestras expectativas, cobrándose peajes inesperados.

La línea clara de Jir? Taniguchi y el guión minimalista de Masayuki Kusumi crean una atmósfera de ensueño donde la fantasía, lejos de ser una ruidosa irrupción, se infiltra poco a poco en la trama de lo real, alumbrando un universo de un lirismo sencillo y casi imperceptible.  Jiro Taniguchi combina el blanco, el negro y el gris. Su trazo, preciso y elegante, recrea el Japón moderno, con su mezcla de rascacielos y santuarios sintoístas. Las viñetas son pequeñas ventanas a una realidad bulliciosa y cambiante. Taniguchi nos transmite con eficacia olores y sabores. Comer nunca parece banal. Un restaurante no es un lugar de paso, sino un espacio para sentir el tacto del presente y la huella del pasado. Goro no es poeta ni filósofo, pero su forma de vagabundear por las calles alberga un latido lírico y una mirada profunda. El arte de Taniguchi revela una notable deuda con el lenguaje cinematográfico. Sus panorámicas parecen extraídas de un film de Yasujir? Ozu, donde se funden intuición, tiempo e imagen. Su forma de abordar a los personajes evidencia una asombrosa clarividencia visual. Taniguchi capta lo esencial con encuadres nada efectistas. No pretende asombrar, sino ahondar. Masayuki Kusumi se ajusta muy bien a esta estética, mostrando un Japón que se ha alejado del pathos del crisantemo y la espada. En cierto sentido, Jir? Taniguchi y Masayuki Kusumi despliegan un universo similar al de Murakami, donde la influencia occidental ha propagado los mismos conflictos que afligen a europeos y norteamericanos: aislamiento, anomia, desarraigo, nihilismo. Pero también el apego al instante, único absoluto asequible, y el amor por los placeres sencillos. 

Yo nunca recorrí el Barrio de Argüelles con una perspectiva gastronómica. Comí en sus restaurantes, sin utilizar otro criterio que la cercanía, el precio y la comodidad. Mi pasión por el cine me llevó muchas veces al VIPS de la Plaza de los Cubos. Un sándwich y un batido de yogur con arándanos colmaban las demandas de mi paladar. No me importa reconocer que aprecio los VIPS, pero he de señalar que mi estima ha disminuido desde que no venden libros, prensa y música. Destino final de algunas ediciones descatalogadas, sus expositores llegaron a incluir auténticas joyas por precios irrisorios, como la Historia de la Filosofía de François Chàtelet y los Clásicos Alfaguara (Pascal, Descartes, Maquiavelo, Jacob Böhme, Christopher Marlowe, Rousseau, Diderot, Kant). Durante mis años de estudiante universitario, pasé muchas horas en una cafetería que hacía esquina entre Princesa y Altamirano. Era un lugar austero con un mobiliario impersonal. Cuando llovía, los camareros arrojaban serrín al suelo. Aún recuerdo su mirada de consternación por nuestras raquíticas consumiciones. A veces, ocupábamos una mesa durante una tarde entera, sin hacer otro gasto que un triste café. Quizás debería volver al barrio de Argüelles, explorando esos restaurantes y cafeterías donde transcurrió buena parte de mi juventud. Por desgracia, algunos se han convertido en tiendas de moda, regalos o telefonía. Quizás una de las lecciones que te enseña la edad es que nada permanece, salvo los recuerdos. Gracias al gourmet solitario de Taniguchi y Kusumi he recuperado algunos fragmentos del ayer. Creo que todos los nostálgicos disfrutarán de esta novela gráfica, donde la comida no es mero tributo a la biología, sino una puerta abierta a los recuerdos.

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