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La última fuga de Jesús Díaz

Las cuatro fugas de Manuel

JESÚS DÍAZ

Espasa Calpe, Madrid, 248 págs.

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Jesús Díaz acaba de emprender su última fuga: la muerte. Su existencia, sin embargo, no lo predisponía a un destino de fugitivo. Al contrario. Durante décadas había sido uno de los mentores culturales del régimen castrista en todas sus vertientes: la de la literatura, la del cine, la de la dirección de revistas. Ese privilegio oficial implicaba su contrapartida: libros y películas de propaganda, sin contar alguna que otra diatriba o denuncia contra escritores exiliados y disidentes.

Pero, un día, le tocó el turno a él de caer en la disidencia. Una disidencia tardía y, por lo tanto, menos fácilmente justificable que otras, más tempranas. Parte del exilio, en efecto, tiende a juzgar la radicalidad y la sinceridad de una postura según los años de destierro. No que su trayectoria hubiera sido más limpia, más firme. Simplemente, era menos larga. Y, cuando uno vive en dictadura, se ve obligado, quiéralo o no, a todo tipo de compromisos con el poder, intelectual o real. De todas formas, Jesús Díaz nunca quiso ser un verdadero exiliado. Su objetivo era establecer un puente entre la isla y la diáspora. No lo logró, pero estableció sus cimientos a través de una revista que fue su creación y su niña mimada: Encuentro de la cultura cubana. Mientras tanto, el escritor siguió saldando cuentas consigo mismo y con los demás a través de numerosas ficciones. Parecía que tuviera conciencia de la urgencia con que había que decirlo todo de Cuba y de los cubanos.

Las novelas se fueron sucediendo a un ritmo sostenido, las primeras sobre la isla en sus adentros, las últimas sobre la nostalgia de la isla. Jesús Díaz siempre quiso explicar al mundo entero su Cuba, la de la revolución, con todos sus errores (u horrores), la de la ideologización a ultranza, la que pretendía abarcar una geografía planetaria completamente errática.

Las cuatro fugas de Manuel es un recorrido por esa geografía, desconocida en Occidente: la de los antiguos países comunistas. Antes de la caída del muro, recuerdo haber estado en el aeropuerto de Berlín Este, en una escala de un vuelo de Cubana de Aviación. Los letreros anunciaban aviones para Ciudad Ho-chi-minh, para Luanda, para La Habana, y ninguno para París o Londres o Nueva York. El mundo al revés. Yo había estado ya en Berlín Este muchos años antes, al salir de Cuba en un barco carguero entonces llamado Karl Marx Stadt, con destino a Rostock. Eran etapas casi normales en aquel mundo hoy día desaparecido, tan anacrónico en relación con los cánones occidentales y que, sin embargo, algún día fueron medianamente reales. Son las postrimerías de ese mundo lo que describe Jesús Díaz. El final de un universo exclusivamente basado en una ficción ideológica y en la mentira de la realidad cotidiana. Sus personajes, educados en el ideal de la revolución mundial, se enfrentan de golpe al desmoronamiento de todas sus certidumbres, por culpa (para ellos) de la perestroika de Mijaíl Gorbachov. ¿Qué les queda entonces sino la huida, para escapar a los restos de represión, de chivatazos, sino la fuga hacia un mundo diferente que les resulta incomprensible: el mundo occidental capitalista? Manuel, por su parte, tropieza con un ambiente en que se siente desprotegido, en que no resulta nada fácil conseguir el asilo político, sobre todo cuando uno es originario del paraíso socialista, es decir, Cuba. Ha tenido que huir de lo que es todavía (por poco tiempo) la Unión Soviética porque, siendo físico de alto nivel, es objeto de celos y, además, porque puede ser sospechoso de debilidades ideológicas adquiridas al contacto con los antiguos «países hermanos». En Cuba, en efecto, parece como si no hubiera pasado nada. La isla sigue siendo un baluarte de convicciones tan firmes como anacrónicas. Manuel, entonces, emprende fugas por donde puede, con los medios de que dispone, que son casi nulos. Llega una primera vez a Suiza, de donde lo devuelven a su punto de partida. Luego intenta atravesar la frontera con Finlandia sin lograrlo. Finalmente huye a través de Polonia hacia Alemania donde elige refugio y se encuentra con el hijo del que finalmente narrará sus aventuras, el mismo Jesús Díaz, en aquel entonces residente en Berlín.

Las aventuras de Manuel son, en realidad, un recorrido interior frente a la incomprensión de los de afuera, de los que habitan un mundo incapaz de imaginar que sigue existiendo un lugar parecido al de Orwell, aunque limitado a una isla del Caribe y a unos cuantos países carcelarios más. ¿A quién le importa, en efecto, ese pedazo de imperio derrumbado, perdido en un océano de donde emergen tierras ensimismadas en sus propias angustias y en su egoísmo de triunfadores sin armas y sin combate?

¿Cómo explicar, en cualquier país de Europa occidental, una demanda de asilo político cuando, en el cuerpo, no aparecen huellas de torturas físicas, cuando ni siquiera se ha sido condenado a la cárcel, cuando lo único que se puede explicar es el miedo y una sensación constante de adoctrinamiento político, de persecución que, a fuerza de ser cotidiana, se vuelve casi normal, parte de uno mismo? Hay que ver a los refugiados cubanos pidiendo asilo en Europa, cuando tienen que contar, con palabras comunes a todos los perseguidos de la tierra, el porqué de su huida. Casi nunca lo logran. A menudo, incluso, son devueltos a la isla, donde arriesgan la cárcel o la muerte, porque nadie quiso escucharlos como se debía, saliendo de ciertas categorías mentales propias del mundo civilizado.

Ese proceso es el que intenta describir Jesús Díaz en su última novela: la imposibilidad de ser testigo ante la cerrazón política e intelectual de las buenas conciencias (progresistas o no) de los países-refugio en que vivimos. Navegó entre dos aguas que nunca llegaron a juntarse. Tampoco logró hacernos partícipes de sus dudas, sus culpas o sus rencores. Por ello, su escritura se queda en cierta superficialidad, a mitad de camino entre el relato de aventuras picarescas y la indagadación en la tragedia interior de una diáspora que busca un lugar en la tierra, siendo (aún hoy) sistemáticamente condenada al rechazo, al desprecio o a la conmiseración.

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