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¿Qué es lo que te hace tanta gracia? (y II)

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No sé si han oído hablar de Sarah Silverman. En España creo que no es muy conocida, aunque he pescado algunas referencias en Internet, pero en Estados Unidos es, al parecer, relativamente popular por sus intervenciones en el mundo del espectáculo. Ya saben, ese espécimen típicamente norteamericano que combina improvisación, desenvoltura y comicidad, y que sirve tanto para escribir sketches o guiones como para actuar delante de las cámaras interpretando al modo convencional o simplemente haciendo de sí misma. Silverman ha jugado con frecuencia a transgredir lo políticamente correcto, por decirlo suavemente, con sus referencias, por ejemplo, a las minorías –chinos, negros o judíos–, aunque ella misma procede de familia semita. Juzguen ustedes su sentido del humor y, como suele decirse, echen unas risas: aludir a una vagina diminuta le lleva a citar a la Barbie aunque, aclara, no a Klaus Barbie, el carnicero nazi; y, bueno, hablando ya de nazis, «esos idiotas hijos de puta, llorones, malditos», hay que reconocer que de pequeños eran (¿o son?) adorables. De pequeños, ¡eh!… porque de mayores, como dice su sobrina, mataron a «sesenta millones de judíos». Pausa. ¿Sesenta millones? Sarah corrige: «Creo que fueron seis millones de judíos». Vale, dice la sobrina, «pero… ¿cuál es la diferencia?» «La diferencia es que sesenta millones es imperdonable, jovencita». Risas generalizadas del público. ¡Estas cosas del Holocausto! Sorry, corrige rápidamente, «supuesto Holocausto». Más risas incontenibles. Su abuela, «gracias a Dios, estuvo en uno de los mejores campos de concentración». Ja, ja, ja… Aunque, dejémonos de bobadas, «si los negros hubiesen estado en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto no habría ocurrido… O no a los judíos». He hecho una traducción aproximada. Si tiene interés, el vídeo con esa intervención –dura pocos minutos– está a disposición de cualquiera en Internet.

He empezado citando esta intervención de la comediante norteamericana casi al azar, como podría haber elegido otros cientos de casos y ejemplos casi intercambiables, extraídos de cualquier programa de entretenimiento de cualquier país o lugar del mundo, porque son innumerables los humoristas, actores, presentadores y demás fauna del mundo del espectáculo que se dedican diariamente en los más variados foros a desempeñar una labor parecida. (Por cierto, si no han valorado mucho a la tal Silverman, sepan al menos que, según Arcadi Espada, esta es, junto a Ricky Gervais, Bill Hicks o Lenny Bruce una representante del «humor negro gracioso sobre temas sensibles»). Aquí, en el fondo, la cuestión es muy simple: se hable de lo que se hable –política, sexo, religión, etc.– o, si se prefiere en términos más concretos, genocidios, estupros, profanaciones, etc., se juega con dos variables: provocación y límites. No hay humor o, por lo menos, humor del bueno, sin provocación. A su vez, no hay provocación si no se desafían los límites, sea de lo establecido culturalmente, sea de lo que antes se llamaba el «buen gusto», sea, en fin, de lo que ahora se denomina lo «políticamente correcto». Todo lo cual remite en última instancia a si debe o no haber límites. He leído por ahí a algunos abanderados de la libertad –por ejemplo, el antes citado Ricky Gervais – que dicen abiertamente que no, que el humor no admite límites. Todo límite impuesto o autoimpuesto es estigmatizado con la palabra talismán: «¡Censura!» ¡Vade retro, Satanás!

El punto de partida de mi reflexión, sin embargo, es bien distinto. Baste pensar, simplemente, en nosotros mismos, en cada uno de nosotros. Hay muchas cosas que, casi con plena seguridad, a ninguno de nosotros va a hacernos nunca mucha gracia, si estamos en nuestros cabales. Ponga cada cual los casos que prefiera: que se nos diagnostique una enfermedad dolorosa o incurable, o que eso mismo le pase a la persona o personas próximas, que nos ataquen violentamente, que destruyan nuestra casa o nos expulsen de ella, que violen a nuestra hija, que se mueran nuestros padres (y no digamos ya un hijo) o, en términos menos dramáticos, que debamos hacer frente a una deuda inmediata que no podemos saldar. En todas esas situaciones, como delata el lenguaje más cotidiano, «no estamos para bromas» y si alguien, pese a todo, se empeña en bromear, no va a hacernos ninguna gracia. Hasta el representante en la tierra del Dios del amor y la caridad, el papa Francisco, ha mantenido en un contexto muy discutible (el atentado contra Charlie Hebdo) que un insulto o una broma –que para esto tanto da– a alguien querido como una madre puede conllevar de forma natural un buen puñetazo al insolente o al desconsiderado.

Se dirá, sin que falte razón, que los casos aducidos se refieren a circunstancias personales, es decir, son cuestiones o problemas de contexto. Esto es precisamente lo que defiende el humorista Darío Adanti en «Ni puta gracia». Lo ilustra con unos ejemplos muy sabrosos. Así, dice, «follar es una cosa maravillosa que no sólo no tiene nada de malo sino que, además, tiene todo de bueno […] pero […] no está bonito ponerte a follar frente al ataúd de tu abuelo en pleno velorio…» Podría decirse también –argumenta– que «el humor es como el sadomasoquismo, un juego entre partes que aceptan jugar a ese juego». Por cierto, si hablamos de humor negro, «el sadomasoquismo también duele un poco», pero gusta precisamente por ello. En definitiva, adonde quiere llevarnos Adanti es al reconocimiento de que el humor es un género de ficción, una representación que exige un acuerdo o pacto implícito entre todos los que van a participar en él o de él: «Entonces puedo concluir que lo que debe tener límites no es el humor, sino el cuándo y el dónde de la representación del humor como acto. Es decir: lo que limita al humor es su contexto. Ese, amigas y amigos, es su límite».

Las razones de Adanti serían convincentes si el humor y, sobre todo, el humor bestia –dicho sea así también a lo bruto, para entendernos– se practicara en recintos cerrados con oficiantes y espectadores que asistiesen libremente al espectáculo, como pasa con los clubes de intercambio de parejas, las citas sexuales y la pornografía en general. En una sociedad libre, cada cual puede practicar sexo con quien desee y de la manera que desee, pero hay unos límites estrictos para que eso no afecte, dañe o simplemente moleste a otros. ¿Tiene límites la pornografía? Si es consentida y entre adultos, los límites serían muy difusos, pero si afecta a menores o a los espacios públicos de convivencia ciudadana, está claro que sí. ¿No podríamos decir lo mismo del humor agresivo o incluso del humor faltón cuando traspasa determinadas barreras y llega a sectores ajenos, hiriendo determinadas sensibilidades? Olvidémonos ahora de las caricaturas de Mahoma y el integrismo y pensemos simplemente en las sensibilidades de determinados colectivos de nuestra propia sociedad tolerante, descreída y de vuelta de todo. ¿Estamos dispuestos en serio a aceptar cualquier provocación, no en un museo, un espectáculo o incluso una pantalla de Internet o televisión (ámbitos relativamente acotados) sino en la plaza pública, en las iglesias, en sede parlamentaria?

Ya dije en la primera parte de esta reflexión que no entro ni quiero entrar en el terreno estrictamente legal. No estoy hablando de lo que deba o no permitirse –ni si tal asunto debe competer a instancias políticas o simplemente al Código Penal–,  sino de una cuestión anterior y más básica: nuestro umbral de permisividad, aceptación o tolerancia. En el humor, como bien decía antes Adanti, el contexto es fundamental. Pero entiéndase bien: eso significa que cuándo y cómo se dice algo puede ser más importante que el qué. Sin olvidar los quiénes: el emisor y el receptor. Para no andarme por las ramas, pondré un ejemplo un tanto zafio: ¿por qué no construimos un Auschwitz de bolsillo en la Plaza Mayor, ponemos en pelota picada a varios cientos de inmigrantes y les damos un susto duchándolos con gas inocuo? A ellos no les pasaría nada, al fin y al cabo, y nosotros… ¡lo que nos reiríamos! Ya lo decía Gila cuando hablaba de cómo se lo pasaba de bien la gente del pueblo: «Somos muy amigos de las bromas». Tanto, que cuando el Indalecio se electrocuta porque le dicen que los cables de alta tensión son los de tender, el propio padre, muerto de risa, confiesa: «Me habéis dejado sin hijo pero… ¡me he reído!» ¿Y la mujer del boticario, que se enfada porque han degollado al marido con un cepo de lobos? «Como le dijo mi madre…, si no sabes aguantar una broma, márchate del pueblo».

El humor negro de Gila no incomoda porque no ubica a sus protagonistas como seres reales en unas coordenadas identificables. En sus chistes, el parecido con una realidad reconocible debe quedar como pura coincidencia. Humor negro, pero absurdo. ¿Absurdo? ¿Seguro? Depende de cómo se mire. En nuestra Guerra Civil, como en general en casi todas las guerras, los soldados se han divertido mucho con fusilamientos simulados. Ya saben, se toman la molestia de preparar toda la parafernalia al amanecer, leer públicamente la lista de los elegidos, hacer la saca, transportar a los prisioneros, reír a mandíbula batiente cuando algunos de ellos se hacen encima sus necesidades menores y mayores, alinearlos ante el paredón así meados y cagados (¡ja, ja, ja, qué pestazo!), formar de inmediato el pelotón y luego… «Preparados, apunten, ¡fuego…!» Entonces suenan los clics de los fusiles, sólo eso, sin disparos ni pólvora ni balas. Aun así, algunos de los reos se desploman, como si de verdad hubiesen sido pasados por las armas. Las carcajadas del pelotón se expanden incontenibles… ¡Ja, ja, ja! ¡Desgraciados, os lo habéis creído! Dicho en los términos soeces que el jocoso acontecimiento se merece: ¡para mearse de risa!

La cuestión es que, nos guste o no reconocerlo, el humor negro se ubica en el contexto de situaciones que objetivamente son poco graciosas. (Si les parece excesivo el adverbio «objetivamente», no tengo reparo en cambiarlo por «a priori» o «aparentemente»). En esta ocasión, la definición que proporciona el Diccionario de la Real Academia es enormemente precisa: «Humorismo que se ejerce a propósito de cosas que suscitarían, contempladas desde otra perspectiva, piedad, terror, lástima o emociones parecidas». Tan solo falta un matiz: que esa «otra perspectiva» es la que primero nos asalta habitualmente, la más espontánea. La razón de ello es fácil de explicar. El combustible del humor negro es el mal (más ajeno que propio, digamos de paso) y el mal por antonomasia es la muerte, lo que conduce a ella o lo que se asocia con ella (dolor, enfermedad, pérdida). La empatía que funciona normalmente en los seres humanos mueve a una cierta compasión, lo que significa literalmente que, de algún modo, nos ponemos en lugar del otro, del que sufre, y le comprendemos y, hasta cierto punto, compartimos su aflicción.

Permítanme decir ahora lo que dejé incompleto en la entrega anterior. El humor no es tragedia más tiempo, como decía Woody Allen, porque el factor determinante no es exactamente este último, sino la distancia, el distanciamiento para ser más exactos, sea este espacial, temporal o figurado. Puedo hacer un chiste sobre una víctima del terrorismo al cabo de los años o incluso ahora mismo si el atentado se ha producido a mil kilómetros de distancia, pero seguro que no lo hago si el suceso se ha producido en la puerta de mi casa, y mucho menos si me ha afectado a mí o a alguien próximo. El humor negro se mueve en el filo de la navaja de ese distanciamiento, que es por esencia hiriente, pero sin apartar totalmente de su horizonte la empatía, aunque sea para provocar. Por eso no funciona como chiste negro la fumigación de insectos, pero sí el hecho de gasear a seres humanos.

Por todo ello, en definitiva, no llegaremos a puerto alguno, desde mi punto de vista, si nos empeñamos en circunscribir la cuestión del humor negro a una cuestión de límites. Porque pongamos donde pongamos dichos límites, el objetivo del humor negro será siempre ponerlos a prueba, desafiarlos. La provocación es consustancial al planteamiento jocoso, y más en este ámbito. El problema es que la provocación está al alcance de cualquiera. Para entendernos, ese es el nivel de los quizá cientos de miles de chistes que cualquiera puede ver en miles de páginas de Internet. Chistes del tipo «¿Qué hace un negro con cuatro bolsas de basura? Una foto familiar». «¿Cuál es la parte más dura de un vegetal? ¡La silla de ruedas!» Lo que falla aquí, simplemente, es el humor, sin más, sin adjetivos. No es una gracia: es una grosería, aunque concedo que es una grosería que a algunos puede hacerles gracia. Si están pensando en que pongo el listón muy bajo, les recuerdo que el gran Karlheinz Stockhausen reaccionó ante el 11-S diciendo que «lo que ocurrió allí fue la mayor obra de arte que jamás haya existido». Y el gran Jean Baudrillard apostilló: «Las Torres Gemelas fueron una performance absoluta, y su destrucción fue también una performance absoluta». Ambos testimonios los recoge Servando Rocha en un caótico libro que, a tono muy acorde con los pirados que pueblan sus páginas, lleva el título de La facción caníbal.

La provocación inteligente está al alcance de muy pocos. Tomando como referencia la anterior definición del Diccionario de la Real Academia, llamo provocación inteligente a la que nos fuerza a ver la realidad desde otra perspectiva, enriqueciendo nuestra percepción de la misma y poniéndonos cara a cara con nuestros dilemas y contradicciones. Eso, pero sin alharacas ni engolamientos, es lo que hacen los grandes artistas del humor negro. Ante el genio de esos pocos, palidecen buena parte de las consideraciones anteriores. No, no piensen que voy a citarles a Swift, Quincey, Breton y popes parecidos, sino nombres más cercanos. Ni siquiera quiero remontarme a Quevedo. Me basta decir, por ejemplo, que el distanciamiento se conjuga de manera natural con la empatía en obras maestras como El verdugo, de Luis García Berlanga. O en las viñetas de humor cruel de Summers o de humor pesimista de Chumy Chúmez, pongo por caso. Que se concibieron y se realizaron, conviene subrayarlo, en pleno franquismo. Cuando las sonrisas que no eran del régimen (Solís), sino contra el régimen, podían salir bastante caras.

Claro que, a lo mejor, llegados aquí, conviene ya que saque el último as que tenía en la manga: porque, la verdad, con tanto hablar de gracias, risas y sonrisas les he tratado de despistar un poco, como hace el prestidigitador para que no le descubran el truco. En fin, lo confesaré sin ambages y, como terminaba Fraga sus exabruptos, «no diré más»: para mí, el mejor humor negro no es que el me hace reír, sino el que me hace pensar.

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Ficha técnica

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