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La materia de todos los sueños

Mater Dolorosa. La idea deEspaña en el siglo XIX

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

Taurus Madrid

304 págs.

18,78

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Una historia de la construcción de la idea nacional de España debería suscitar necesariamente reacciones de muy variado signo. Todo parece indicar, además, que la vocación de claridad, provocación razonada y agilidad expositiva que el profesor José Álvarez Junco despliega a lo largo de unos cuantos centenares de páginas, será capaz de atraer a la lectura del libro a alguien más que al consumidor cautivo de sus deberes académicos. Cualquier persona culta que lea sin prejuicios las tensas y sugerentes digresiones del autor en torno a la fabricación de la idea, o las ideas, de nación española, encontrará motivos más que suficientes de reflexión. En este sentido, Mater Dolorosa señala un antes y un después. Ya no nos será indispensable regresar a series polvorientas de oscuros textos de época, o a tanta obra de teatro o poesía verdaderamente infumable para el lector de hoy. Se nos ha liberado de tales torturas de una vez para siempre y con brillantez. Ahora menos que nunca parece probable que la Academia de la Historia nos pueda devolver a las cavernas del esencialismo más trasnochado, si en los doscientos y pico años precedentes no consiguió vestir al santo. También se nos ha liberado de algo que empezábamos a sospechar, de modo algo malévolo quizás: no existió en el pasado una idea de España que pueda resultar sugestiva desde nuestras preocupaciones actuales. En cualquier caso, lo podrá ser la más reciente, la gestada sobre los grandes pactos implícitos del posfranquismo. La del pasado sirve de poco. Si entre 1808 y 1898 nuestros antepasados liberales no fueron capaces de ponerse de acuerdo en un proyecto nacional medianamente claro y solvente y, si entre nosotros y sus bienintencionados esfuerzos se alza el siglo XX , que ha sido lo que ha sido sin paliativo alguno, podemos estar tranquilos. Renan tenía razón: no es necesario ir hacia el pasado para elaborar una idea de España que pueda interesar. No sólo no es necesario: es recomendable. Ahí, la idea habermasiana del llamado patriotismo constitucional podría hacernos grandes favores; otra cosa es que de los juegos de manos a los que tan aficionados son los políticos pueda esperarse cualquier cosa menos rigor filológico al concepto original.

Porque esta es, sin duda, la primera lección del libro de Álvarez Junco. En pocas palabras: que los liberales del siglo XIX no fueron capaces de construir un artefacto colectivo llamado España que tuviese unas características específicas definidas, una corporeidad, y que, en consecuencia, se hubiese convertido de manera paulatina en el punto de referencia para las diversas facciones políticas y para un sector importante de la población. La explicación que Álvarez Junco nos ofrece de esta realidad se mueve en planos muy distintos, de acuerdo con formas de estudiar estas cuestiones bien establecidas en la historiografía española. Parte para ello de la constatación de que España era una entidad nacional considerablemente desarrollada a finales del siglo XVIII , algo que más adelante puntualizaré. Y, sin embargo, los esfuerzos de los liberales españoles para desarrollar aquella comunidad forjada por la historia en una dirección de mayor identificación nacional fueron, por lo general, de corto alcance. No es que las distintas cohortes de intelectuales no elaborasen propuestas al respecto o tratasen de establecer, en su campo respectivo, la naturaleza del sujeto histórico por excelencia que era la nación española. Es que jamás encontraron un criterio capaz de definición y, además, cuando pareció que lo encontraban, los sectores católicos lo desbarataron sin piedad ni complejos. Así, por ejemplo, la idea de una España próspera en el siglo XV empobrecida por Austrias y Borbones, en particular por los primeros, que derivaría en interesantes propuestas de revisión del significado de la expulsión de judíos y musulmanes, o la crítica a la obra tenaz de la Inquisición, puntos de sustentación de una hipotética revisión en la forma de ver la historia de España, fueron aplastadas por la presión de los escritores católicos. A pesar de estas insuficiencias, el diagnóstico del autor es que los «intelectuales españoles habían hecho sus deberes», es decir, habían introducido suficientes dosis de nacionalidad en las artes y las letras, acorde con su visión y acorde con los criterios que estaban usándose en los países del entorno.

¿Qué pasó entonces para que el proyecto no cuajase o no lo hiciese con suficiente autoridad? Una de las respuestas del autor se desprende de lo dicho hasta aquí: la cultura nacionalista de corte estrictamente liberal, de carácter esencialmente laico, fue cortocircuitada por la resistencia de la visión opuesta, la católica, que, tras algunas décadas de absoluto despego de la idea nacional, desembarcó cual elefante en una cacharrería en la delicada construcción de aquéllos, con efectos letales. Tan devastadores, que lo que había sido un proyecto auspiciado en exclusiva por el liberalismo acabaría convirtiéndose, ya entrado el siglo XIX , en un instrumento en manos de la derecha más recalcitrante. Jaime Balmes fue el gozne entre estas dos épocas y visiones del tema. Esta incapacidad liberal para establecer un fundamento cultural de la identidad que fuese más o menos compartido se agravó con la de un Estado que no supo estar a la altura de las circunstancias, ni en lo material ni en lo moral: no construyó carreteras y escuelas, ni plasmó en monumentos o rituales el pathos nacionalista de diversas generaciones de honrados liberales. Sin rendirse por entero a sus argumentos, sobre los que volveré más adelante, Álvarez Junco tiende a inclinarse del lado de aquellos que, como Juan Pablo Fusi o Borja de Riquer, sostienen que el estado liberal español no fue capaz de dotarse de los instrumentos necesarios para diseminar y hacer arraigar las ideas de identidad nacional entre la población española. No obstante, algo se había hecho, aunque fuese con dejadez y sin constancia: la respuesta popular durante la primera guerra de África, la de O'Donnell, así lo atestigua; pero el carácter errático de la reacción nacional cuando se produjo la derrota en la segunda guerra cubana mostró, una vez más, que el saldo nacionalizador estaba compuesto de pobres luces y espectaculares sombras. La reacción al desastre respondió con prontitud a la amenaza de la decadencia nacional. No parece, sin embargo, que las medidas tomadas fuesen en esta ocasión más imaginativas u operativas, pero en todo caso fueron mucho más peligrosas. La debilidad de la renacionalización derivó pronto, demasiado pronto, en un carácter «reactivo» gracias al impacto de los denominados «nacionalismos periféricos», al parecer mucho más exitosos que el español a la hora de construir unas señas de identidad y de convencer a los suyos de que éstas eran una referencia colectiva válida. La historia de los desencuentros posteriores no fue sino la consecuencia inevitable de aquella bifurcación lamentable, hasta el cambio de tendencia en fechas muy recientes.

Esta valoración tan condensada creo que hace justicia al análisis denso y jugoso de Álvarez Junco. Desde mi punto de vista, los capítulos más logrados son aquellos en que desmenuza, con abundancia de fuentes y gran eficacia expositiva, el juego de interrelaciones entre la elaboración doctrinal de los liberales (fuesen o no buenos cristianos) y católicos poco o nada liberales. En ellos se aporta una enormidad de datos nuevos y un fondo de lecturas lo bastante contrastadas para hilvanar con solvencia el esquema interpretativo que acabamos de sintetizar. No es por este lado por donde se podrán levantar objeciones al libro aunque, como es natural, cualquier lector interesado podrá alegar la falta de un texto o una valoración distinta de las presentadas por el autor. Debe reconocerse, sin embargo, que las que Álvarez Junco ofrece son siempre inteligentes y de buena ley, sin que jamás la rotundidad o la desenvoltura de sus juicios merme su criterio hermenéutico. A lo largo de muchísimas páginas, el autor no resbala jamás por la pendiente del chascarrillo o de los juicios de valor presentistas, que tanto dañaron a otros trabajos sobre estos mismos asuntos. Ni se abandona a la habitual confusión entre el análisis histórico con la reivindicación en clave política, pura y simple, de hechos y figuras del pasado, como si estudiar el nacionalismo no exigiese las mismas cautelas, y el mismo rigor, que estudiar el precio del trigo en Castilla la Vieja, pongamos por caso. Quizás este politicismo insensato se produce porque la nación vuelve a ser objeto de deseo, y su pasado también, pero por este camino no se llega a ninguna parte. El infierno está empedrado de buenas intenciones, como decían antaño. Las objeciones, la crítica propiamente dicha debería situarse en otro plano, a mi parecer: en el de las ideas-fuerza que sostienen la estructura interpretativa del libro. Ahí es donde tiene sentido la discusión, puesto que, mal que les pueda pesar a algunos, Mater Dolorosa marca un punto de no retorno en estas cuestiones, señala un momento de madurez necesaria por parte de un historiador con una larga trayectoria. Algo que se nota y mucho, puesto que escribir este libro supone necesariamente la solvencia, la claridad de estilo y la seguridad en uno mismo que sólo puede dar la obra realizada. Razón de más para discutir con su autor.

Quisiera organizar la discusión en torno a puntos de suficiente entidad, para evitar caer en puntillosas nimiedades sobre tal o cual detalle. El primer punto de debate se refiere a la naturaleza del proyecto nacional español en sus orígenes, algo que, a mi entender, no se individualiza con la suficiente claridad. Lo que en pocas palabras podría denominarse como el paso del imperio a la nación, título de un libro bien conocido, pero asunto jamás discutido a fondo. La cuestión no es baladí, sino que es de mucho calado, ya que nos obliga a repensar, a imaginar de nuevo la naturaleza misma del objeto de estudio. La España-nación que nosotros conocemos, en su significación territorial exclusivamente europea, no es el resultado del proceso nacionalizador que arranca durante las guerras napoleónicas, sino de la pérdida de las últimas colonias a finales del siglo XIX , del desastre de 1898. No se trata ahora de recordar algo aparentemente muy obvio, sino de reflexionar sobre la adecuación de nuestras percepciones como individuos formados en el siglo que acaba de expirar.

La España ceñida a sus fronteras peninsulares más los archipiélagos adyacentes no ha existido como entidad política reconocible hasta hace poco más de cien años. Hasta entonces existió otra entidad histórica, cuyos contornos derivaban de un pasado que se cerró con estrépito en la fecha que acabamos de indicar. En este sentido, la España de las Cortes gaditanas, la primera que sin ningún tipo de dudas apela a un proyecto nacional, nació heredando el desarrollo imperial anterior, al mismo tiempo que intentaba cambiar su naturaleza más profunda. Por esta razón, tienen poco interés los denodados esfuerzos (que el autor no comparte) por prolongar la nación española hacia atrás, hacia el siglo XVIII y cuanto más atrás peor, puesto que ésta no existía en realidad, ni se perfilaba con propiedad en el horizonte intelectual de casi nadie. Cosa muy distinta es que la Monarquía intentase con los medios a su alcance, relativos pero condicionadores, imponer leyes y normas de cumplimiento lo más extenso posible. No obstante, estas pretensiones respondían a otra cosa, al proceso de formación del estado fiscal-militar, por usar la terminología que John Brewer acuñó para el siglo XVIII inglés. El proyecto gaditano fue, entonces, un proyecto para toda la Monarquía, para sus territorios en ambos hemisferios, como entonces se decía. Y, en consecuencia, tanto se llamaron españoles los americanos como los peninsulares. Por esta razón, el liberalismo hegemónico no podía apelar a otros rasgos comunes como cimiento del nuevo sujeto político que al catolicismo compartido por todos (José María Portillo ha dado buena cuenta de ello) y al fundamento de unas leyes justas al nacer de un mandato político igualitario. Ahí, en este punto, entonces, el elemento de discusión fundamental radicó, sin duda alguna, en la cuestión de la llamada «constitución originaria» del Reino. Para algunos liberales, la nación podía depurar las leyes antiguas, y realizado esto, gobernar junto con el rey. Para otros liberales, el respeto a una constitución originaria no podía impedir el establecimiento de un código de derechos y deberes acorde con los tiempos y más allá de la telaraña y heterogeneidad jurisdiccional heredada. Como se ha señalado en ocasiones, la hipótesis de una constitución originaria agrupó a partidarios del antiguo orden con elementos de muy templado liberalismo whigita, mientras que los americanos o Capmany temían que el diseño demasiado uniforme del nuevo orden político laminase su posición en el conjunto. En definitiva, una nación poco uniforme cultural e históricamente podía permitirse pocas veleidades en el terreno de la organización político-administrativa, o esto por lo menos pensaban algunos de los padres de la primera constitución. La palabra «federalismo» se usó a conciencia entonces para abonar la posición de unos y otros. El resultado directo de la posición que se tomó forzó a los americanos, tan liberales como los españoles –o más a menudo–, a la secesión e hizo enmudecer por mucho tiempo las reticencias de algunos al nuevo diseño. El grueso del liberalismo peninsular favoreció, sin embargo, una salida que garantizaba un código uniforme para un reino que no lo era. Por esta razón, cuando el dominio español sobre lo que quedaba del imperio (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) no pudo ser garantizado a través de sus mecanismos convencionales –que incluían entre otras cosas la representación política de los americanos–, la constitución fue allí suspendida. Los españoles cubanos no podían ser gobernados más que a través de una dictadura militar, la otra cara del ejercicio de la norma. Cuando la constitución fue finalmente restablecida en el ultramar antillano, la división de competencias, la «autonomía», será de nuevo radicalmente excluida, por más que los cubanos invoquen su viabilidad como fórmula política a la vista del éxito canadiense dentro del imperio británico. Esta precisión fundamental nos permite dos conclusiones iniciales: que el espacio de la nación del siglo XIX fue siempre suprapeninsular y, en segundo lugar, que el consenso fundamental entre las élites españolas lo fue, ante todo y principalmente, sobre un diseño político. Y sobre el pilar de la religión católica, como ya se apuntó. Ésta estuvo desde el primer día dentro del proyecto liberal de nación, pero de un diseño que era por encima de todo un acuerdo sobre el marco institucional que garantizaba la soberanía nacional. Cualquier intento de calificación cultural demasiado estricto hubiese sido peligroso y parecía además bastante innecesario. El Estado no podía asumirla como tal, en cualquier caso, por lo que la intelectualidad liberal debería ocuparse de ello en los términos definidos por el mercado intelectual del siglo XIX .

La nación era en lo fundamental un acuerdo político, sin connotaciones históricas ni culturales definidas, aunque algunas de éstas se daban obviamente por supuestas. La lengua española, por ejemplo, cuya extensión diglósica a las sociedades que no la tenían como propia había avanzado notablemente durante el siglo anterior. Lo decisivo es, sin embargo, que no se atisba por ningún lado la idea de una entidad históricamente constituida que deba ser reconocida y explicada como fundamento del sujeto político nuevo. Lo que explica la aparente paradoja del progreso imparable de la nación como punto de referencia colectivo mientras la intelectualidad se devanaba los sesos en busca de una definición solvente de la cosa. ¿Qué es lo qué pasó en realidad, más allá de este proceso de introspección individual e institucional de resultados tan poco espectaculares? Ciertamente, la división entre laicos y clericales fue un factor de primer orden al respecto, pero sospecho que hay algo más que se nos escapa, y que trataré de formular con la mayor brevedad posible. El camino de construcción de la nación es esencialmente político, pero la política es bastante más compleja de lo que usualmente se da a entender cuando se observa desde un plano demasiado elevado y sublime. El patriotismo español era el cimiento que unificaba las expresiones políticas de la época: porque la nación la construyen los liberales. Los absolutistas la combaten y, a lo más, se adaptarán a su existencia cuando ya no tengan más remedio. La idea de revolución liberal de Álvarez Junco es, en este sentido, demasiado superficial para dar cuenta del fenómeno. La nación se impone desde abajo a los sucesivos gobiernos que tratan de canalizar la ruptura revolucionaria, pero en cada levantamiento popular (pronunciamientos, bullangas y motines urbanos) el patriotismo liberal es la bandera bajo la cual se arropan ideas políticas y sociales diversas. No sabemos todo lo que deberíamos saber sobre ello, porque es más fácil ver todo esto por arriba y desde la capital y las instituciones centrales. Sin embargo, cada vez que la buena historia local (que no localista) penetra en las décadas de 1820 a 1850 se encuentra con estos problemas, incluso con textos que permiten aprehender lo que de radicalmente nuevo tenía el uso de la idea de nación en su estrecha simbiosis con nociones muy precisas sobre los derechos del ciudadano (me gustaría citar dos casos ejemplares: el diario del miliciano nacional barcelonés publicado por Josep M. Ollé i Romeu o el extraordinario del cura gallego Posse que editó Richard Herr). No puedo desarrollar este punto crucial por obvias razones de espacio, pero sí destacar que la fabricación real de la nación pasa por ahí en lo fundamental, y esto es lo que impide la vuelta atrás en términos de cultura política, como los grandes reaccionarios no se cansaban de repetir. Más todavía, sólo pasa en segundo plano por los constructos académicos que trataban de dar cuerpo a una idea cuya capacidad de movilización dependía en buena medida de la pluralidad de lecturas que permitía. Vistas las cosas de este modo, la nación se construyó al mismo tiempo desde arriba y desde abajo, desde el Estado y desde el establishment político, por supuesto, pero también desde la capacidad para influir desde el rincón más oscuro de España. No costará entender que, incluso los excluidos del sistema, que fueron muchos durante el período isabelino o la primera Restauración, tomaran conciencia de su posición porque se sabían, entre otras cosas, parte de la nación. El alcance popular de la Gloriosa sería inexplicable sin estas corrientes profundas en las que la participación política y la idea nacional estaban profundamente entrelazadas.

Podemos ir más allá. La distancia real entre el proyecto nacional basado en la empatía institucional del conjunto del liberalismo y la capacidad de permeación de los proyectos intelectuales se puede medir y razonar de otra manera. John Stuart Mill afirmó en cierta ocasión que los ingleses de su tiempo tenían un ojo en el cogote. Se refería, obviamente, a la densa recuperación de esencias antiguas y góticas en su cultura de rechazo a la fealdad de la industria y el capitalismo. De lo que Álvarez Junco nos cuenta, da la impresión que la mayoría de la intelectualidad liberal española tenía los ojos muy convencionalmente puestos hacia delante, aunque el panorama que les fue dado contemplar no resultase del todo excitante ni lisonjero. Sin embargo, no todos en España se sentían tan satisfechos de la situación. No era el caso de catalanes y vascos, por supuesto, aunque sospecho que por razones bastante distintas, que nada tenían que ver con falta de identificación con el proyecto general de nación española. Para los primeros, que es el caso que conozco mejor, la participación en el proyecto liberal español y, en paralelo, la elaboración de una densa trama cultural basada en lo regional, fue el resultado inevitable de una confrontación a la inglesa con los efectos indeseados del modelo industrial, con su destrucción inexorable de viejas solidaridades y el conflicto social que le estaba asociado, todo ello como un implacable recordatorio de la cesura con el pasado. Todo el esfuerzo que culmina en la llamada Renaixença (literalmente, renacimiento) no es la antesala de su nacionalismo posterior, como machaconamente se repite, sino, bien al contrario, la cualificación en términos culturales y de identidad de su pertenencia al mundo del siglo XIX , nación española incluida. No obstante, aun sin quererlo, casi inconscientemente, aquellas destilaciones de las décadas de mediados del siglo XIX, con su énfasis romántico en lo medieval, la bondad de lo rural y un uso muy selectivo de la lengua propia, se convirtieron en la cultura del patriotismo finisecular y del nacionalismo del siglo XX, cuando las circunstancias cambiaron. Con mayor rotundidad, aquella cultura de los orígenes y de lo particular había sido complementaria, durante casi todo el siglo, de la participación política en el conjunto, puesto que no competía con su objetivo esencial y porque además no existía por aquel entonces una versión canónica ni compulsiva de lo que ser español significaba en términos de identidad. Es cierto que los catalanes se quejaron con razón del castellanismo implícito y de las exigencias castellanistas del Estado, cuando las hubo, pero éstas tuvieron un alcance limitado porque no estaban asociadas, precisamente, a una estructura de sentimientos solvente y compartida. Nada tiene entonces de sorprendente que Balmes fuese el inductor de un giro nacional al catolicismo hispano, que Aribau fundase la Biblioteca de Autores Españoles y que el general Prim o Pi y Margall encarnasen como pocos el proyecto nacional español. O que el Ensanche de Barcelona y su estatuaria fundamental hubiesen respondido con precisión a un modelo de cultura de la nación (la española, pero basada en las glorias catalanas), mientras que los barrios de Salamanca o Chamberí no lo hubiesen encarnado con la misma coherencia, por citar un ejemplo mencionado por el autor. Definir la cultura del nacionalismo implicaba, entonces, no la acumulación de referencias diversas, sino la elección de unos elementos clave sobre los que fundamentar el edificio. Por esta razón me parece que el libro nos conduce necesariamente a una constatación de primer orden, que no debe resultar extraña a las generaciones forjadas en los años del franquismo. Álvarez Junco tiene razón cuando señala la debilidad del proyecto nacional español, su falta de alma, por decirlo de modo cursi. Sólo los católicos disponían de una receta casera, a punto para ser utilizada al menor descuido: la identificación balmesiana entre España y el catolicismo romano, que Menéndez Pelayo retomó con energía insensata para construir su canon de buenos y malos, una vez que el agotamiento del carlismo permitió a muchos de ellos emigrar de un frente internacional vaticanista contra el liberalismo pecador. Frente a este monstruo, que dejaba al proyecto liberal y a los sectores no católicos o partidarios de una vivencia católica moderna (es decir, en la esfera de lo íntimo) a la intemperie, sólo a finales del siglo XIX y a comienzos del pasado se articuló algo distinto. En mi opinión, este fue uno de los resultados de la quiebra de 1898, cuya catarsis (que el autor registra con toda propiedad) obligó a desarrollar una idea de nación que ya no descansaba sobre el despliegue de las instituciones liberales, una fórmula que daba al Estado la iniciativa última en su definición. Me refiero al ideal campesino y castellanista de los institucionistas y algunos otros, aquel que levantó el Centro de Estudios Históricos a partir de la segunda década del siglo XX , aquel que toma el relevo al nacionalismo liberal decimonónico en el momento en que el prestigio del Estado se encontraba por los suelos. Es triste recordarlo, pero el redescubierto campesino español que se expresaba en la epopeya nacional castellana, crisol de la nacionalidad al fundirse con la secuencia histórica esencial, la que conduce de la reconquista y destrucción del al-Andalus a la destrucción de las Indias y al imperio y de éste a la nación, iba a ser cooptado, al igual que los dicterios más antiguos de Menéndez Pelayo, por el Estado Nuevo, el gran fagocitador. Pero para entonces sí que los españoles o, por lo menos, aquellos más conscientes de las debilidades del canovismo y el turno monárquico, habían desarrollado la melancólica mirada hacia el pasado que décadas atrás parecía innecesaria. Era aquella mirada, y no otra, la que permitió agrupar y articular de modo operativo diversos legados que demostraron mayor profundidad que otros más vistosos recogidos por la espléndida arqueología del autor de Mater Dolorosa: el de la romanística que parte de Milá i Fontanals y que, pasando por Menéndez Pelayo, llega hasta hoy; el de éste y su balmesiana nacionalización del catolicismo; el de folcloristas y etnólogos que buscan el sujeto originario y beben de las fuentes del derecho antiguo comparado en la línea de Henry Sumner Maine y otros; y, finalmente, la trabajosa secuencia histórica que da sentido a todo ello, pero que no alcanzará su mayoría de edad hasta que la primera generación del Centro de Estudios Históricos empiece a dar sus frutos. Si las cosas las enfocamos así, nos daremos cuenta que lo que sucedió en las décadas centrales del siglo XIX no fue un problema de falta de propuestas de comprensión del país en los términos nacionales propios de la época, sino más bien su exceso y su arbitrariedad, al ser en muchos casos puro calco del exterior o pura especulación intrascendente.

No obstante, no son sólo las ideas las que moldean las naciones. Es el proceso histórico y éste está constituido por múltiples facetas, hasta el punto de que el historiador o el científico social desconfiará de las explicaciones únicas por ingeniosas que puedan parecer. Mater Dolorosa es una contribución ejemplar y generosa en este sentido, al tratar de establecer un balance final retomando las discusiones que los historiadores han sostenido en los últimos años. Álvarez Junco se mueve con cierta incomodidad en el momento del balance final. En pocas palabras: en el momento de establecer si la idea de España tan complejamente desarrollada por diversas generaciones de intelectuales y políticos había calado en las multitudes. A favor de una respuesta afirmativa, el autor destaca el impacto de determinados momentos de agitación patriótica de mediados de siglo. Episodios entre los que, sin duda, el más emblemático es el de la guerra de Marruecos del general O'Donnell. En cambio, las dos cubanas no merecen un análisis detenido, en particular la primera, aquella que hipotecó tan seriamente la estabilidad de la experiencia del régimen de patriotismo más à la française a lo largo del siglo. Igual ambigüedad resulta de otro tipo de detectores usados por el autor: el caso Peral o el escaso reclamo que banderas, himno y monumentos tuvieron en la España finisecular. En esto, como en tantas cosas, la complicación deriva de querer sustituir el análisis por conceptos que nos ahorren la incómoda tarea de ordenar adecuadamente los hechos y producir investigación de base. Nadie puede tirar la primera piedra al autor, y no lo hará por supuesto quien escribe estas páginas –y menos aún a un historiador, rara avis, que tiene la funesta manía de citar a sus colegas––, pero es que, antes de definir estrategias viables para acercarnos a cómo pensaban y sentían los españoles, a qué sentido tenía para ellos la pertenencia nacional, ya hemos decidido que en España ocurrió una «débil nacionalización». Chapeau!, que diría un castizo, puesto que hemos descubierto que España no era Francia, o la idea de Francia que al sur de los Pirineos se tiene. Quizás lo que pasa es que hemos definido mal la suma de problemas que podrían acercarnos a la solución. La inmensa mayoría de españoles sabían que lo eran, y se identificaban como tales en La Habana o en Buenos Aires, lo que no quiere decir que compartiesen la forma en que el país era administrado, que es cosa muy distinta. Muchos de ellos no sólo se permitían una identidad única y elemental sino que conjugaban con múltiples matices el patriotismo general con los regionales, lo que no necesariamente debilitaba al primero. Todos, excepto en los más recónditos lugares (a la inversa de la famosa boutade de Ortega), sabían perfectamente lo que estaba en juego en Cuba, Filipinas o Marruecos. Otra cosa es que para ellos fuese deseable pagar un alto coste en vidas para mantener aquellos enclaves y el supremo valor de la integridad territorial de la patria.

Si es tan resbaladizo el fenómeno del nacionalismo moderno es porque no fue, desde el principio, patrimonio de nadie. Ni del Estado, ni de la Iglesia, ni de la política oficial, ni de la intelectualidad en sentido convencional. Una vez el rey fue bajado a empujones del pedestal, todos estaban en la nación y, por consiguiente, cada grupo social o regional se encontró en la necesidad de definir sus lazos con el conjunto. En consecuencia, no puede haber balance alguno, positivo o negativo, del grado de nacionalización del país sin restablecer, medir y valorar una parte significativa de aquellos lazos. Y esto, hoy por hoy, está por hacer. Pero esta no es una observación pesimista, sino todo lo contrario. Mientras se siga pensando en la nación como algo previo al proceso histórico mismo, mientras se invoque a la España centenaria –o milenaria, puestos a empujar hacia atrás– en lugar de atender a la compleja construcción capilar a la que me estoy refiriendo, poco se avanzará. Pero por ello, y tal como ya antes indiqué, el libro que comento tiene una función liberadora de primer orden.

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