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La Revolución vista por un bailaor flamenco

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Para la mayor parte de los lectores el nombre de Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) está indisolublemente asociado a su obra A sangre y fuego (1937), descarnado retrato de nuestra guerra civil, aunque los taurófilos se apresuran a reivindicar también su biografía de Belmonte (1935). En cualquier caso, me atrevo a afirmar que, salvo un sector de especialistas en la historia y el periodismo de los años treinta, la mayor parte desconoce que la curiosidad y perspicacia de Chaves, tan excelente cronista como viajero contumaz, le llevaron a prestar especial atención a los acontecimientos políticos que se desencadenaron en Rusia desde 1917. De una u otra manera múltiples reportajes, luego convertidos en libros, tienen como objeto de análisis las convulsiones que se sucedieron desde aquel año en el país de los soviets —así, La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929)— y el retrato de sus consecuencias en todos los órdenes, con especial incidencia en las oleadas de exiliados: Lo que ha quedado del imperio de los zares (1931). Debe anotarse, no obstante, que tanto en la mencionada inquietud viajera como en la específica atracción por el mito de Octubre, nuestro autor solo constituía un eslabón de una tendencia que había arraigado en determinados sectores españoles, particularmente políticos y periodistas, que acudieron en esos años por decenas —y quizá acaso por centenares— a ver con sus propios ojos el nuevo paraíso proletario. Los testimonios escritos de esos viajes son numerosos y variopintos, como se constata en la antología que publicó Andreu Navarra con el título de El espejo blanco (Fórcola, 2016). En concreto, en la época de Chaves, visitaron aquel lejano país y dejaron resonantes testimonios de sus visitas desde el socialista Fernando de los Ríos (Mi viaje a la Rusia sovietista, 1921), al anarcosindicalista Ángel Pestaña (Setenta días en Rusia. Lo que yo viSetenta días en Rusia. Lo que yo pienso, 2 vols., 1924 y 1929) y en lo tocante a narradores en función de reporteros, desde Josep Pla (cito edición reciente, en Destino, del original de 1925: Viaje a Rusia) a Ramón J. Sender (cito también edición asequible, en Fórcola: Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934).

Dije antes que Chaves dedicó a la revolución rusa y sus secuelas un buen puñado de reportajes que luego adquirieron forma de libros y cité un par de ellos, omitiendo por razones fáciles de entender otro volumen, al que ahora pretendo dedicar en exclusiva toda la atención. Me refiero a El maestro Juan Martínez, que estaba allí, que he leído en edición reciente (que resulta ser la undécima: 2017) de Libros del Asteroide, con excelente prólogo de Andrés Trapiello. Tres puntualizaciones antes de seguir, dirigidas al público menos versado en la obra de este autor y en esta bibliografía específica. La primera, la más obvia, se refiere al título, que no delata nada de su contenido pero que resulta si cabe más sorprendente cuando se informa en la sinopsis que trata de los dramáticos aconteceres que tuvieron lugar en Rusia y naciones limítrofes durante 1917 y los años siguientes. La segunda sorpresa, para rizar el rizo, es que el maestro aludido no es un docente convencional sino un especialista en el difícil arte del baile flamenco, o sea, para entendernos, un bailaor —y no sevillano, como Chaves o, al menos andaluz, sino de la Castilla profunda, nada menos que de Burgos—: ¿que se le había perdido a un maestro en esas lides en tan lejanas tierras o, peor aún, qué papel jugaba en una coyuntura política tan ajena a sus coordenadas como la revolución bolchevique? La tercera cuestión es todavía de más enjundia, pues se refiere a la propia naturaleza del libro que tenemos entre manos. ¿De qué tipo de obra estamos hablando: es una novela, una crónica periodística o una mezcla de ambas? Digamos ya desde el principio que la lectura del libro no despeja la incógnita. Parece ser que el periodista conoció al tal Martínez en París y este le refirió sus peripecias durante aquellos traumáticos años y, en particular, sus avatares durante las cruentas luchas entre el ejército rojo y los partidarios del zar. Es imposible dictaminar hasta qué punto Martínez es fiel a la realidad o fantasea, del mismo modo que no resulta factible saber en qué medida Chaves se limita a transcribir las vivencias del bailarín o a su vez interpreta o distorsiona el relato de su confidente.

Así las cosas, lo único que podemos decir a ciencia cierta es que las aventuras del flamenco en los dominios soviéticos se publicaron en la revista Estampa de marzo a septiembre de 1934, antes de aparecer como libro (ese mismo año). Tomo el dato de un documentado artículo de Antonio Martínez Illán y Álvaro Pérez Álvarez, que firman un esclarecedor análisis de la actitud ideológica de Chaves ante el nuevo Estado que pretendía servir de faro a los proletarios del mundo: «El periodismo y la historia: Chaves Nogales y la revolución rusa» (Arbor, 195 (792): a510). Aprovecho la mención para añadir otra referencia aún más concreta para el interesado en la materia, el capítulo de Miguel Vázquez Liñán «La Revolución y la guerra civil rusa en El maestro Juan Martínez que estaba allí» (Bellido, P. y Cintas, M. I., coords: El periodista comprometido. Manuel Chaves Nogales, una aproximación, Fundación Centro de Estudios Andaluces, Sevilla, 2011, 65-83). Ambos estudios coinciden en una caracterización ideológica y profesional de Chaves Nogales que resulta determinante para encuadrar el volumen que comentamos. El periodista sevillano fue en todas sus labores como informador, pero muy singularmente frente a la coyuntura rusa que aquí nos ocupa, un testigo incisivo, brillante y, hasta donde era posible, ecuánime y contenido en sus juicios y valoraciones. Tratándose de una cuestión capital que en su momento —y, en general, a lo largo del siglo XX— polarizó el mundo en bandos irreconciliables, los últimos adjetivos han de entenderse de modo relativo o aproximado. Expliquémonos. Ya el propio Chaves, consciente él mismo de lo que acaba de señalarse, se apresura a presentarse —¡a veces en el mismo título de sus libros!— como burgués o, más exactamente, como pequeño-burgués, a modo de advertencia a sus lectores acerca de su distanciamiento respecto a una revolución que aspiraba a ser exclusivamente proletaria o que, en todo caso, con el concurso de otros sectores, quería servir tan solo a los intereses del proletariado. Una lejanía, habría que precisar no obstante, que no debía situarlo por fuerza en el bando de los resueltamente hostiles a la causa. Al menos no sin matizaciones importantes.

Chaves Nogales era ideológicamente un radical de izquierdas, resuelto partidario de Azaña en la política española. Aunque no comulgaba con los planteamientos marxistas —y mucho menos con el leninismo— no hubiera hecho bandera de renuencia decidida hacia ambas doctrinas si no fuera porque de ellas le separaban dos principios trascendentales: primero, su oposición resuelta, a fuer de liberal, a todo gobierno que cercenara las libertades básicas y muy especialmente a un tipo especialmente cruel de tiranía que, bajo la forma de dictadura del proletariado, encubría, como él denunció lúcidamente, la dictadura de unos fanáticos e iluminados. En segundo lugar y no menos importante, el recurso bolchevique a la violencia como instrumento privilegiado de lucha política y transformación social. Para nuestro hombre, ningún fin —por más emancipador que fuese— podía justificar el uso de unos medios perversos. Más allá de ese postulado genérico, operaba su convicción de que el uso sistemático de la violencia terminaba siempre por igualar a los bandos en liza Así, desatadas las hostilidades, daba igual la enseña que enarbolara cada cual porque la crueldad los hacía a todos iguales: ladrones, saqueadores, violadores, criminales, asesinos en definitiva. De hecho, si A sangre y fuego sigue siendo tan vívida y dramática para el lector actual es como resultado de ese enfoque, y esta misma es la razón por lo que podemos considerar El maestro Juan Martínez un antecedente inmediato de aquella. No olvidemos que el libro de las andanzas del bailaor aparece a finales de 1934, en un contexto extraordinariamente convulso. Parece fuera de toda duda que Chaves, al hablar de las consecuencias del Octubre soviético, trataba de advertir a sus compatriotas —ya enfangados en otro octubre sangriento, la llamada revolución de Asturias— sobre el peligro de dirimir sus diferencias a garrotazo limpio.

La perspectiva que interesa a Chaves es la del hombre común baqueteado por las circunstancias y las calamidades de la vida, no la alta política. Él no es un ideólogo ni mucho menos un doctrinario sino un simple observador, un testigo. Bajo este prisma se puede entender mejor lo que antes se decía sobre su relativa imparcialidad o, al menos, aspiración a la misma. Su voluntad es dar cuenta de aquello que está ante sus ojos sin tomar partido a priori a favor o en contra de nadie. Con estas premisas no cabe la menor duda de que un relato como el que presuntamente le ofrecía el tal Martínez se ajustaba a sus propósitos de modo casi providencial: el bailaor le daba la oportunidad de narrar la revolución tal y como él probablemente hubiese hecho de estar en su pellejo. O, si se prefiere, Chaves imagina la revolución a partir del material que le suministra el flamenco y usa a este como alter ego. Sea como fuere, el libro comienza presentando al viejo amigo Martínez a la sombra espectral del Moulin de la Galette: «Martínez es flamenco, de Burgos, bailarín. Tiene cuarenta y tres años, una nariz desvergonzadamente judía, unos ojos grandes y negros de jaca jerezana, una frente atormentada de flamenco, un pelo requetepeinado de madera charolada, unos huesos que encajan mal, porque, indudablemente, son de muy distintas procedencias —arios, semitas, mongoles—, y un pellejo duro y curtido como el cordobán». Unas semanas antes de empezar la Gran Guerra, un empresario de Constantinopla le contrata para bailar flamenco en Turquía y hete aquí que el bailaor y su mujer, Sole, se embarcan en Marsella con rumbo a Oriente. Era el 26 de junio de 1914. Comienza una aventura que el desencadenamiento de las hostilidades a escala mundial convertirá en una pesadilla que atrapará durante varios años al matrimonio español. Siempre huyendo de las desdichas de la guerra, pasan de Turquía a Bulgaria, luego a Rumanía, más tarde a Odesa, Kiev y por fin a San Petersburgo y Moscú, donde les pillarán las sucesivas oleadas revolucionarias de 1917. El grueso del libro transcurre en Kiev, donde el matrimonio español sufre las sucesivas ocupaciones de la ciudad durante la guerra civil.

Del relato de Juan Martínez hay tres elementos que me gustaría destacar: el primero, ya apuntado en los párrafos anteriores, la constatación de que cuando la revolución se sirve de la violencia, esta termina contaminando todo, empezando naturalmente por los más bellos ideales, que se convierten en meras coartadas para perpetrar los crímenes más abyectos y las más nauseabundas sevicias. En segundo lugar y como consecuencia inevitable de la premisa anterior, la susodicha crueldad iguala a los bandos enfrentados: rusos revolucionarios y rusos contrarrevolucionarios —y todos los demás, como los nacionalistas ucranianos, por ejemplo— son indistinguibles de hecho, en el sentido de que cometen en la práctica las mismas salvajadas, aunque en nombre de distintos idearios. Pero en definitiva lo que importa desde la perspectiva humanitaria es que un asesino es un asesino, no importa si mata en nombre de Dios, del zar, del pueblo o la revolución. El artista español y su mujer se ven arrastrados a sufrir las penalidades de un pueblo al que masacraban sucesivamente los verdugos rojos y los bárbaros blancos, tan fanáticos e implacables unos como otros. Bajo el epígrafe de «La caza del hombre en las calles de Moscú» podemos leer: «Nadie que no haya estado en Rusia durante la revolución sabe lo que era aquello. La cosa más terrible del mundo. Un pueblo entre la espada y la pared: o se dejaba morir de hambre, esperando a que los bolcheviques tuviesen organizadas sus cooperativas, o se hacía matar por contrarrevolucionario. Unos preferían morir poco a poco, otros salían a buscar la muerte entregándose al comercio clandestino. Y tanto unos como otros la encontraban inexorablemente».

La tercera cuestión que quisiera enfatizar como rasgo sobresaliente de la narración de Martínez es el humor negro o directamente macabro que constituye el sustrato de sus peripecias. En un ambiente en el que la vida no vale nada, pero absolutamente nada, la muerte se convierte en asunto tan fútil como fumarse un cigarro. Incluso este gesto puede ser más importante que aquella. No me refiero solo a la muerte accidental por una bala perdida, por ejemplo, tan usual en aquellas circunstancias, sino a la muerte en cualquiera de sus modalidades, incluso aquellas que en circunstancias normales podrían despertar más repulsa y horror por sus ribetes premeditados, fríos y crueles. Así, las ejecuciones sistemáticas o incluso rituales en las checas: «En las prisiones de la Checa se moría así, sin ninguna prosopopeya, como la cosa más natural del mundo. ¿No han visto nunca cómo se mata un pollo en la cocina? Pues así». Y un par de párrafos más adelante se apostilla: «Uno cree que todo esto de morir es más complicado y difícil. Se imagina las ejecuciones como algo terrible y solemne. No hay tal cosa. Los bolcheviques mataban, sencillamente, porque creían que había que matar, sin concederle ninguna importancia». Por extensión, quien ve campar la muerte aquí y allá, por todas partes, termina también trivializándola y, en la medida de lo posible, la instrumentaliza de modo grosero para sacar ventajas inmediatas: de ahí que cada muerte ajena pueda suponer un posible beneficio para el que sigue vivo, desde aprovechar las botas o el abrigo del muerto a registrarle los bolsillos en busca de joyas o dinero. Aquí se inserta la vena humorística que entronca con la picaresca clásica, como la actitud ante el asesinato del que te antecede en la fila para conseguir alimentos: «disparaban a granel contra la pobre gente que estaba en la cola: viejos, niños y mujeres, y algunas veces vi caer al que estaba delante de mí y al que estaba detrás, mientras yo me palpaba el cuerpo extrañado de haberme quedado en pie. Y, en definitiva, un poco contento, porque había ganado un puesto en la cola y tenía una probabilidad más de alcanzar el panecillo».

En esta línea podría decirse que Juan Martínez representa al pícaro, no tanto por sus malas artes cuanto por su ingenio para sobrevivir en circunstancias particularmente brutales. Ya de por sí el artista es consciente de lo intempestivo de su mera presencia en tal escenario. Los diez días que conmovieron al mundo le sorprenden «en medio de la calle vestido de corto, con chaquetilla de terciopelo y alamares. Un traje a propósito para una revolución». A propósito de trajes, más adelante el bailaor podrá comprobar hasta qué punto la indumentaria es un disfraz. Las sucesivas conquistas de Kiev por las tropas rojas y blancas convierten el asedio y posterior entrada sangrienta de las tropas en un trágico carnaval, de modo que los habitantes de la ciudad se acomodan a la situación y así, cuando llegan los revolucionarios «los vecinos de Kiev se echaron a la calle disfrazados, claro es, de mendigos, pues ya se sabía que cuando venían los rojos lo más prudente era andar hecho un pordiosero». Otro de los problemas recurrentes del flamenco era que su fisonomía le hacía parecer judío, algo más que un peligro en aquel contexto. En una ocasión, un oficial que le toma por tal está a punto de propinarle un sablazo, pero halla colgada en la pared de su casa una estampa del Cristo del Cachorro que su mujer, Sole, había recortado de una revista ilustrada española. El militar, un gigante de dos metros de alto, tan colérico como borracho, lanza su garra al cuello del español y, casi asfixiándolo, lo eleva hasta la altura de la imagen religiosa. En trance tan apurado, mientras sus piernas patalean en el vacío, el infeliz se lamenta como haría cualquier pícaro que se precie: «Colgado del cuello como un pelele y con los morros en la pared, yo maldecía la hora en que se le ocurrió a Sole pegar tan alta la estampita. ¿Qué trabajo le hubiese costado ponerla a la altura de mis narices, Señor?». Debe quedar claro en cualquier caso que estos rasgos de humor no empañan ni diluyen el tono dramático del relato, que a la postre se termina imponiendo como rasgo más característico y que alcanza su clímax con la descripción de las sucesivas matanzas perpetradas por cada una de las facciones. Como es obvio, el lector está en su derecho de cuestionar la verosimilitud del relato de Juan Martínez y la fidelidad de la trascripción de Chaves Nogales. Desde mi punto de vista, la exactitud de la pincelada importa en este caso mucho menos que la impresión que produce el cuadro en su conjunto, que se perfilaba como un aviso a navegantes acerca de lo que se avecinaba en estos lares. Un aviso tan clarividente como inútil, claro.

 

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