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La revolución de 1917 y la leyenda del rey intrigante

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El 14 de julio de 2021, Carlos Dardé publicó una larga reseña de mi libro, 1917. El Estado catalán y el Soviet español, donde ponderaba positivamente el avance que éste había supuesto en el conocimiento de una etapa clave de la historia del siglo XX español. La reseña también formulaba una serie de discrepancias sobre puntos concretos que ofrecen una oportunidad para replantearse varios aspectos clave sobre la crisis y la quiebra de la Monarquía constitucional de la Restauración. El profesor Dardé es un reputado especialista en la primera parte de este periodo, la del reinado de Alfonso XII y la Regencia de María Cristina, y sus aportaciones sobresalientes han tenido una influencia decisiva en mi manera de afrontar la historia política de la España liberal, muy especialmente las condensadas en La aceptación del adversario: Política y políticos de la Restauración, 1875-1900. Por ello, por encima de cualquier desacuerdo, la aprobación general que Dardé hace de mi libro y de mis estudios anteriores significa mucho para el autor de estas líneas. Es un privilegio sostener con él este diálogo sobre la revolución de 1917 a través de Revista de Libros.

Las discrepancias, unas de mayor calado y otras de detalle, se articulan en torno a cinco cuestiones: el impacto económico y social de la Gran Guerra como causa o fundamento de la revolución; los objetivos que a través de la revolución de 1917 sus diversos impulsores pretendieron alcanzar; la unicidad o no de esa revolución, que en realidad fue la versión española de un fenómeno que afectó a todo el continente europeo; el impacto de la revolución de 1917 en el funcionamiento y en el rendimiento institucional de aquella Monarquía constitucional hasta 1923; y el papel concreto de Alfonso XIII y, específicamente, su responsabilidad en el vaciamiento civilista del sistema político de 1876. Afrontémoslas por este orden.

1. La insatisfacción económica no equivale a desafección política

En nada sustancial hubiera discrepado aquí si no pareciera que Dardé establece una relación causa-efecto entre el descontento ligado a las consecuencias negativas de la Gran Guerra sobre la economía española, en especial la inflación, y la revolución de 1917. Por si fuera así, deseo hacer constar que mi trabajo no la respalda. Se sabe gracias a Juan José Linz y sus estudios sobre la legitimidad, que la insatisfacción económica no se traduce con automatismo en insatisfacción política. No desde luego sin el impulso de organizaciones que antes logren convencer a una parte significativa de la población de que la superación de sus escaseces depende no ya de un cambio de gobierno por medio de las convenciones constitucionales vigentes, sino de la ruptura de esas convenciones y del establecimiento de un nuevo régimen.

Retrato del rey Alfonso XIII de España, vestido con uniforme de húsar

Pero es que, además, la insatisfacción económica distaba en España de ser generalizada cuando el pronunciamiento de las Juntas abrió el 1 de junio de 1917 el proceso revolucionario. Todavía se notaban los efectos expansivos del mejor año económico de la guerra, el de 1916, cuando la UGT y la CNT firmaron su pacto revolucionario y organizaron una huelga general de veinticuatro horas. Fue en ese periodo cuando las alzas salariales de los trabajadores del sector privado se aceleraron hasta el punto de compensar la inflación, con creces además en los sectores exportadores. Lo peor de la coyuntura económica, con el comienzo de la temible estanflación, se advierte después y no durante el verano/otoño revolucionario de 1917. Eso puede explicar, además, el limitado apoyo a la huelga insurreccional de agosto de ese año, en la que los sindicatos revolucionarios quedaron lejos de comprometer y movilizar a todos sus afiliados. Un termómetro más significativo de los límites de la desafección lo fueron las elecciones a Cortes de febrero de 1918, verificadas justo tras el peor invierno de toda la guerra. Las urnas no sólo dispensaron un mal resultado a los partidos embarcados en el proceso revolucionario, sino que dejaron entrever un giro a la derecha semejante al que señalaron los comicios de otras naciones europeas.

El impacto de la inflación previo al proceso revolucionario fue indudable en un sector concreto de los asalariados: los funcionarios civiles y militares. El descontento con la rigidez de sus sueldos existía, pero sólo se tradujo en una fuerte movilización después del 1 de junio de 1917, y no antes. De hecho, sería erróneo afirmar que los oficiales del Arma de Infantería se organizaron en juntas, que Dardé interpreta acertadamente como la extensión de los métodos sindicalistas al Ejército, por la cuestión salarial. El detonante fue la amortización de plazas y la anteposición de pruebas de aptitud para los ascensos, medidas ambas que limitaban el viejo criterio de la antigüedad y que impedían a los oficiales mejorar automáticamente de empleo y sueldo.

Con todo, quedarse ahí implica no entender cómo ese sindicato de oficiales acabó convirtiéndose en un «partido militar» que, por medio de un pronunciamiento que le desligó de toda obediencia no sólo con el Gobierno sino con los mismos generales, vinculaba la satisfacción de sus reivindicaciones profesionales y la misma conservación de sus juntas a un cambio de régimen. Y ahí la inflación ya no jugó papel alguno. Los detonantes fueron, primero, las gestiones en abril de 1917 del entonces presidente del Gobierno, Romanones, para que España abandonara la neutralidad y entrara en la Primera Guerra Mundial; y, segundo, el intento de su ministro de la Guerra, el general Luque, y luego de su sucesor, el general Aguilera, de disolver todas las juntas por la fuerza, el segundo encarcelando además a su «comité nacional» (la Junta Superior de Infantería). Mi estudio demuestra que no fue la intervención de Alfonso XIII, sino la rebelión del Partido Liberal contra su propio jefe en el Gobierno y las Cámaras legislativas, el factor clave que mantuvo a España neutral y que provocó la caída de Romanones, sustituido por Manuel García Prieto (pp. 209-214). Sin oponer fuentes, no se entiende que Dardé atribuya a una maniobra del rey, y no a la quiebra del Ejecutivo y de la mayoría parlamentaria que sostenían a Romanones, un cambio de gobierno que además aplacó los primeros plantes de oficiales junteros en Barcelona y Palma de Mallorca.

2. Los objetivos de las fuerzas revolucionarias.

Sobre el carácter de los distintos promotores de la ruptura de 1917, Dardé subraya con razón el maximalismo revolucionario de los directores y de los cuadros más ideológicamente comprometidos de la anarcosindicalista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y de la socialista Unión General de Trabajadores (UGT), con su brazo político, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Nuestra coincidencia también patentiza el difícil encaje que entonces existía entre la doctrina liberal-democrática y la republicana, que Dardé conoce bien por haber trabajado el republicanismo español del último tercio del XIX. Él ya constató que las fracciones que habían patrocinado el mantenimiento de los principios y los mecanismos propios del liberalismo político bajo un régimen republicano acabaron integrándose en la izquierda monárquica, el Partido Liberal. Por eso, sorprende su afirmación de que los republicanos desvinculados del liberalismo no aspiraban a limitar los derechos civiles y la función básica de las elecciones políticas. Conoce Dardé que esos republicanos no restringían sus aspiraciones a abolir la Corona para colocar en la cúspide del Estado a un presidente de la República. Como señala bien, pretendían una sociedad políticamente homogénea, no pluralista, y por eso estaban dispuestos a usar los mecanismos coercitivos del Estado para eliminar a las «fuerzas sociales» que podían cuestionar su hegemonía y preparar desde dentro, según ellos, la restauración de la Monarquía. Proyectar una sociedad homogénea y, al mismo tiempo, permitir que pervivan tales «fuerzas sociales» o autorizar un ejercicio de los derechos civiles que pudiera impugnar o deslegitimar el proyecto republicano no parece compatible, y los republicanos eran conscientes de ello.

Por otro lado, nunca he afirmado, y ahí está el libro, que los republicanos pretendieran suprimir las elecciones. Pero sí querían limitar su función hasta convertirlas en un mecanismo de refrendo constante y permanente de su hegemonía política. Por eso no podían considerar «legítimas» las elecciones que pusieran esa hegemonía en cuestión y en beneficio de los «enemigos de la República» (pp. 289-294). Cabe recordar que en la España de 1917, una hipotética República no hubiera sido el producto primigenio de una transacción entre los republicanos moderados y monárquicos liberales, como en la Francia de los años setenta del XIX. Habría venido de una ruptura revolucionaria como en Portugal, donde se estableció un sistema de partido hegemónico, primero con el PRP y luego con su facción «democrática», que no sólo bloqueaba por la violencia cualquier alternancia con los accidentalistas que procedían del ala izquierda del antiguo Partido Progresista de la Monarquía, sino también con los republicanos liberales de las fracciones «evolucionista» o «unionista». Si nos quedamos en España, son igualmente significativas las concomitancias con la República de 1873 y también con la de 1931. Recuérdese, en este segundo caso, la célebre controversia sobre los límites de la alternancia entre el doctrinario Azaña y un Lerroux desplazado ya a posiciones liberales, y la impugnación por la violencia de la alianza del segundo con el Partido Agrario y la CEDA entre 1933 y 1934.

Por otra parte, Dardé también conoce que Melquíades Álvarez y Alejandro Lerroux procedían políticamente de la fracción republicana que acaudillaron Manuel Ruiz Zorrilla y luego José María Esquerdo. Y aunque Álvarez postulara ya un «accidentalismo» en las formas de gobierno y Lerroux hubiera acentuado su legalismo, ninguno había renunciado aún en 1917 a la oportunidad de derribar la Monarquía constitucional por medio de un pronunciamiento militar. Sólo después de que Juan de la Cierva desmantelara la facción «criptorrepublicana» de las juntas, liderada por el coronel Benito Márquez, y de que Álvarez y Lerroux fracasaran en las elecciones de 1918 (los dos se quedaron sin escaño), fue cuando ambos cancelaron sus coqueteos con el insurreccionalismo y evolucionaron a distintas velocidades hacia el liberalismo.

Dardé admite que el Estado soberano y libremente asociado al resto de España podía ser el objetivo de máximos de los nacionalistas catalanes de la Lliga, con lo que se aparta de la tesis tradicional de que ese maximalismo era puramente reactivo, la radicalización de un movimiento en el fondo «regionalista» ante la negativa de los dos grandes partidos de la Restauración a admitir una autonomía catalana. No obstante, Dardé me achaca un problema de «presentismo», relacionado con el desafío independentista de 2017, cuando identifico los objetivos revolucionarios de la Lliga en 1917 con ese programa máximo. Ya es extraño que un movimiento se embarque en una revolución para luego cerrarse la puerta a conseguir lo máximo. Habitualmente las revoluciones suelen servir para acelerar la marcha hacia la meta final y, sobre todo, para incrementar drásticamente las oportunidades y los instrumentos con que alcanzarla. Pero para Dardé, la Lliga se embarcó en la de 1917 con el objeto exclusivo de obtener una «autonomía» para Cataluña, y además una Constitución «democrática» y «parlamentaria» para España.

El problema es que Dardé no explica en qué consiste esa «autonomía», ni ese supuesto proyecto «democratizador» y «parlamentario», ni consigna las fuentes en que se apoya. En el libro creo haber demostrado que la Lliga renunció, desde 1916, a la vía autonomista en el seno de un único Estado español, que se plasmó en la apertura de un mecanismo legal, el de la Mancomunidad, que no sólo permitía la regionalización del poder sino incluso recibir competencias delegadas por el poder central. La arrumbó en nombre de la «autonomía integral» que Cambó usó en las Cortes como sinónimo de una «soberanía integral» que derivaba «del derecho de los catalanes como nacionalidad a regir su propia vida» (p. 163). En román paladino, Cataluña tenía un «problema nacionalista» y, como tal, no cabía tratarlo con políticas descentralizadoras, sino con el reconocimiento de un Estado propio con funciones soberanas, esto es, no intervenidas en modo alguno por el poder central. Todo el mundo entendió en 1916 lo que quería decir Cambó (no estamos por tanto en 2017) y por eso el senador Francisco Bergamín, con pleno asentimiento de liberales y conservadores, razonó que aquella propuesta, al dispersar la soberanía en las autoridades regionales, convertía a España en una confederación de naciones-estado. Y eso suponía destruir la «monarquía constitucional y parlamentaria de 1876» y la nación que le servía de sustento (p. 165).

¿Moderaron esas reivindicaciones Prat de la Riba y Cambó durante la revolución de 1917? Invito a Dardé a que compare las Bases de Manresa, que compendiaban las aspiraciones lligaires, con el programa de la asamblea de parlamentarios de octubre de 1917. Si unas Cortes constituyentes hubieran llevado a cabo ese programa, ¿qué competencias habrían quedado en manos del poder central? El documento las enumera: política exterior, aranceles, moneda y defensa, la eficacia de los documentos públicos y las sentencias judiciales, y la legislación (que no la ejecución) penal, mercantil y social, y la que definía las condiciones de acceso a la nacionalidad. Todo lo demás se atribuía enteramente a las «autonomías» y, ojo, no en régimen de delegación reversible, sino como un núcleo soberano de competencias ajenas por completo al poder central.

Por cierto, los aranceles, la moneda, la legislación mercantil y la eficacia de los documentos públicos y las sentencias judiciales eran mecanismos básicos para asegurar la unidad del mercado español y, con ella, la única posibilidad que tenía la Lliga de captar a los fabricantes y comerciantes de su región, la mayoría muy renuentes al nacionalismo. O sea, que la única transacción real de los nacionalistas fue con los militares junteros: la de asegurar la pervivencia del Ejército español, la única institución que quedaría ligada al poder central en Cataluña. Con todo, Cambó ya se había encargado de que la Junta Superior de Infantería, que entonces pugnaba con el ministro de la Guerra de Eduardo Dato (que era Fernando Primo de Rivera) por arrogarse el control de la reforma militar, asumiera que los mozos de las provincias catalanas no hicieran el servicio de armas fuera de su región (p. 427).

Los nacionalistas llamaban a eso «autonomía», conscientes de que el eufemismo hacía más sencillo establecer alianzas con otras fuerzas dentro y, sobre todo, fuera de Cataluña. No obstante, sabían muy bien a dónde querían ir y de inmediato, y creo que el aparato crítico del libro lo demuestra con profusión. Aún podrían aportarse más fuentes. Tras la revolución, en un debate que sostuvo en la revista Nuestro Tiempo (marzo de 1921, p. 287) el conservador Salvador Canals con el lligaire Manuel Pellicena, el primero reprochó el doble lenguaje que usaban los nacionalistas en Madrid y en Barcelona cuando exponían sus reivindicaciones y, sobre todo, el hecho de que utilizaran «toda clase de eufemismos para no hablar [fuera de Cataluña] de un Estado catalán». Pellicena contestó lo siguiente:

La inexactitud notoria de esta última proposición deshace todo el aparato y toda la armazón de la argumentación del autor [Canals]. Ya el mismo Durán y Ventosa… al estudiar el fundamento científico del nacionalismo, comienza diciendo que a cada nación corresponde un Estado. El catalanismo ha pedido constantemente el Estado catalán. En el Memorial de agravios, en Lo Catalanisme, en las Bases de Manresa, siempre el catalanismo ha concretado sus aspiraciones políticas en un proyecto de estatutos ha pedido un Estado catalán. Prat de la Riba, en La Nacionalitat… dice, sin ningún género de eufemismos: «consecuencia de toda la doctrina aquí expuesta es la reivindicación de un Estado catalán en unión federativa con los Estados de las demás nacionalidades de España. Del hecho de la nacionalidad catalana nace el derecho a la constitución de un Estado propio, de un Estado catalán». Pero si toda la campaña en pro de la autonomía catalana [se refiere a la de 1918-1919] no es otra cosa sino la petición de un Estado catalán.

Por entonces, «federativo» aludía a una unión de Estado soberanos, esto es, a los Estados confederados de España, y no a una nación soberana organizada en forma federal.

En cuanto al proyecto lligaire para parlamentarizar y democratizar España (que, por cierto, son dos cosas distintas), yo no lo he encontrado y es lástima que Dardé tampoco me dé una sola pista. Si hipotéticamente se refiere a la parte del programa de la asamblea de parlamentarios donde se habla de reforzar la «corporativización» del Senado o se restablece el veto suspensivo de la Corona a las leyes de Cortes, como en los tiempos de la Francia de Luis XVI, esas son aportaciones del Partido Reformista y prueban, además, que los asambleístas estaban poco o nada familiarizados con los procesos de parlamentarización y la democratización que por entonces se estaban afianzando en otras Monarquías constitucionales como Bélgica o Reino Unido, caso este último que Dardé ha estudiado bien. Por eso, no entiendo cómo puede identificar el programa de la asamblea de parlamentarios con una reforma parlamentaria y democrática de la Constitución de 1876, un texto que, por sí mismo, en absoluto bloqueaba esa evolución. En cualquier caso, como comentó un testigo presencial de aquel proceso, el republicano Luis Simarro, la Lliga se sentía ajena a todo esto: su interés por la reforma constitucional siempre radicó en «poner término a la tiranía de Madrit» (p. 607).

Dardé resalta que, de todas las maneras, ahí estaban los oficiales junteros para contener a los nacionalistas. Estos militares constituirían, de entre los grupos subversivos, una suerte de válvula antirrevolucionaria, por cuanto no habrían permitido el derrocamiento de la Corona o la reformulación confederal de España. Es cierto que la mayoría de esos oficiales junteros eran de derechas (aunque no necesariamente conservadores de la Monarquía liberal) y patrocinaban un gobierno «regeneracionista» encabezado por Antonio Maura. Dardé afirma que este proyecto hubiera sido posible dentro de la Constitución de 1876. Yo no estoy tan seguro. No sé cómo podría haber gobernado Maura un régimen de “doble confianza” con su pequeño partido «maurista», incapaz de obtener por sí mismo una mayoría parlamentaria. Aparte, ¿era compatible con la Constitución que los junteros coaccionaran a Alfonso XIII para que nombrase presidente a Maura?

Precisamente porque Maura tenía en mente estos problemas, y no estaba dispuesto a romper con la legalidad para convertirse en una suerte de dictador oficioso, nunca aceptó el poder de la mano de los junteros. Su actitud dejó huérfano al mayoritario «partido maurista» de las juntas, esto es, sin una alternativa que oponer al minoritario pero muy influyente «partido criptorrepublicano», que lideraba el coronel Márquez y para el que la permanencia de un rey adverso a su organización no era en absoluto una prioridad. Dardé olvida la asociación de estos junteros con los nacionalistas y los republicanos, y la estrecha colaboración de Márquez (y sus capitanes de confianza de la Junta Superior de Infantería) con Cambó y Álvarez. El «partido criptorrepublicano» sí se adhirió, desde el principio, a la asamblea de parlamentarios y a su programa de Cortes constituyentes y reforma constitucional, y Márquez hizo todo lo que pudo por implantarlo, hasta presionar a Alfonso XIII para que prescindiera de los partidos constitucionales y entregara el poder a los revolucionarios.

Es verdad que el coronel juntero no consiguió en julio de 1917 cohesionar en torno suyo a toda su organización. Eso determinó que a la asamblea de parlamentarios del 19 de julio le faltara su complemento necesario: la huelga insurreccional. Pero en octubre Márquez sí lo logró, y el resultado fue un ultimátum bajo amenaza de golpe militar que obligó al rey a prescindir del gobierno conservador de Dato. Unidas en torno a Márquez, las juntas se habían convertido en un poderoso factor revolucionario que podía dar al traste con el régimen constitucional. Por eso, a falta de Maura, Juan de la Cierva se dispuso a tomar, desde el Ministerio de la Guerra del nuevo gobierno de concentración de García Prieto, el liderazgo de los oficiales del «partido maurista» y a desactivar la deriva subversiva de los junteros, con la plena aquiescencia de Alfonso XIII.

Por último, es llamativo que Dardé no aprecie qué posibilidad de reforma parlamentaria y democrática podía consolidar la asamblea de parlamentarios si buscaban su fuerza no de las elecciones, sino del desmandamiento de una oficialidad sediciosa (o de una huelga insurreccional de la mano de la CNT y la UGT). ¿Acaso no cabe pensar que, de triunfar por completo la revolución, no se habría potenciado la interferencia -cuando no consagrado la hegemonía- de estos militares en la vida política como, por cierto, ocurría ya en el vecino Portugal?

3. No hubo tres revoluciones.

En su reseña, al defender la tesis de que a lo largo de 1917 hubo en España tres revoluciones distintas, creo que Dardé confunde la diversidad de los sujetos revolucionarios con el número de procesos revolucionarios. Que los actores revolucionarios eran diversos (republicanos de varios colores, sindicalistas de UGT y CNT, nacionalistas catalanes y militares junteros) y tenían objetivos de máximos distintos, ¿quién lo discute? No hay revolución donde esto no suceda. Ahora bien, creo que el libro demuestra que estas fuerzas llegaron a conformar un frente común, que este frente produjo iniciativas también comunes, que convergieron en un objetivo negativo común (derribar el régimen constitucional de 1876 y apartar de la gobernación a liberales y conservadores, e incluso llevarse a la Corona por delante si se oponía a su propósito) y hasta en un programa de mínimos, el de la asamblea de parlamentarios, que debía discutirse en unas Cortes constituyentes también iniciativa de todos.

Para llegar a esa convergencia, la UGT-PSOE y la CNT se mostraron dispuestas a batallar a favor de lo que llamaban una «República burguesa» a cambio de que quienes la administraran, sus aliados reformistas y republicanos, lo hicieran en su beneficio, otorgándoles las suficientes palancas de poder y control para permitirles transitar rápidamente a la futura sociedad socialista en forma de Sindicato-Estado, ya se vería si en versión marxista o bakuninista. Los nacionalistas estaban prestos a llegar a la abolición de la Corona a cambio del apoyo republicano a un Estado catalán, y los republicanos de todos los colores a aceptar el modelo confederal de las Bases de Manresa a cambio de la República. Todos querían ganarse a las Juntas militares al precio que fuese, con tal de que se convirtieran con total exclusividad en el brazo armado de la revolución. Eso atrajo la colaboración entusiasta de su «partido criptorrepublicano» y, ya en la resaca de la huelga insurreccional de agosto de 1917, también la del «maurista», sin proyecto que oponer pero igualmente deseoso de acabar con el gobierno de Dato y destruir el turno de los partidos.

¿Fue esa convergencia tácita? No, no lo fue. Explícito fue el pacto entre la UGT y la CNT en julio de 1916 y marzo de 1917 para ir a una huelga insurreccional. Explícita fue la vinculación, a través del PSOE, de republicanos y reformistas a ese pacto revolucionario el 5 de junio de 1917, en la resaca del pronunciamiento de las Juntas militares que todos recibieron con alborozo y con las que los republicanos y los socialistas trabaron ya contacto. Explícita fue la incorporación de los nacionalistas de la Lliga a ese frente a partir del 14 de junio de 1917, una coalición que se solemnizó a través de la asamblea catalana de parlamentarios del 5 de julio, a través de la cual todos exigieron al gobierno Dato que reabriera las Cortes con carácter de constituyentes, o serían ellos los que convocarían un Parlamento que hiciera visible la ilegitimidad del Ejecutivo conservador. Ese mismo 5 de julio los junteros «criptorrepublicanos» ya estaban presentes en esa asamblea catalana de parlamentarios, después de que Maura se hubiera negado a encabezar un gobierno promovido por los militares sediciosos. Justo entonces, el coronel Márquez se comprometió con Cambó y Melquíades Álvarez a convencer a sus junteros para que desobedecieran al gobierno Dato y permanecieran pasivamente en los cuarteles si éste les ordenara sofocar la huelga insurreccional que, con carácter nacional, debía coincidir con la celebración de la asamblea de parlamentarios del 19 de julio, la de Barcelona. Con todo, es cierto que Márquez no obtuvo el compromiso de la mayoría de los junteros con ese «pronunciamiento negativo». Por ello, la huelga insurreccional se aplazó… salvo en aquellos lugares donde no había llegado la contraorden, como Valencia. De manera paralela, Cambó tampoco consiguió incorporar a Maura al frente revolucionario, con el que creía, acertadamente, que el «partido maurista» de las juntas abandonaría toda renuencia.

La huelga insurreccional pactada por todos para el 19 de julio (y luego para el 23 de julio), finalmente estalló el 13 de agosto de 1917, porque la CNT y la UGT-PSOE no estaban dispuestos a esperar más tiempo. Los republicanos y los nacionalistas hubieran querido aguardar a que cuajara el apoyo de las juntas pero, en todo caso, no se opusieron al movimiento: antes bien, lo alentaron y colaboraron con él, muy activamente una parte de las organizaciones republicanas. Ugetistas y cenetistas pensaban, además, que la disciplina en el Ejército estaba tan deteriorada que los junteros no defenderían al gobierno Dato y que la cadena de mando terminaría de romperse. Tenían razones para hacerlo, pues días antes el juntismo ya se había extendido a los cuerpos de Policía. De hecho, para asegurar la disciplina, Dato tuvo que prescindir de los jefes y oficiales de las juntas, y sus unidades salieron de los cuarteles encuadradas por mandos de la Guardia Civil.

La insurrección fue derrotada, pero la revolución siguió viva. Márquez continuó sus trabajos para cohesionar en torno a él a todas las juntas y derribar al gobierno. El éxito de sus trabajos, coordinados con Cambó y Álvarez, impulsó la reunión de la asamblea de parlamentarios de Madrid en octubre de 1917, que se erigió en la cobertura civil de un golpe de Estado militar. En efecto, los junteros preveían reconocerla como poder legítimo si, tras su ultimátum, Alfonso XIII continuaba resistiéndose a destituir a Dato, que llevaban exigiendo desde el mes de julio, y arrumbar definitivamente el turno entre conservadores y liberales.

El frente revolucionario logró su objetivo, pero murió a la hora de administrar su triunfo. Cambó se integró en el nuevo gobierno de concentración de García Prieto, dominado en realidad por los nacionalistas, que a su vez mantenían el apoyo de los junteros. Álvarez, presionado por los republicanos y los socialistas, se negó a participar sin una previa declaración de que las futuras Cortes que ese nuevo ejecutivo debía convocar serían constituyentes. Cuando Juan de la Cierva logró ganarse al «partido maurista» de las juntas y, con su apoyo, destituir y expulsar al coronel Márquez, García Prieto pudo articular una coalición electoral contra los nacionalistas y sus aliados, derrotarles y deshacerse de los dos ministros afines a Cambó en febrero de 1918.

Esto explica que, aunque la revolución lograra destruir las convenciones constitucionales de la Restauración, no pudiera culminar un cambio de régimen a través de Cortes constituyentes. El proceso se hubiera frenado si la grave crisis de marzo de 1918 no hubiera puesto a España al borde de la dictadura militar, frustrada in extremis por Alfonso XIII con la constitución del «Gobierno Nacional». Todo esto está consignado en el libro con una precisión y minuciosidad que Dardé me hace el honor de reconocer. Por eso, no entiendo su insistencia en la vieja tesis de que cada actor revolucionario actuó «por su cuenta» y de que las iniciativas de cada cual suscitaron «la oposición» de alguno de los restantes cuando, hasta noviembre de 1917, siempre obtuvieron, como mínimo, una inhibición benevolente cuando no una colaboración solapada. O lo que consigno con precisión y minuciosidad es incorrecto, o la vieja tesis no se sostiene. Las dos cosas a la vez no pueden ser.

Como puede observarse, la existencia de un frente revolucionario explícitamente articulado no es una mera «interpretación subjetiva», en la que converjo con quienes, contra el criterio de François Furet, afirmaban que la revolución francesa era un «bloque». Tiene razón Dardé al considerarme un admirador de la obra de Furet. Por ello, creo recordar que su interpretación de la revolución francesa no partía de la tesis de que desde 1789 se desarrollaran en Francia tres, cuatro o cinco revoluciones, cada una de ellas impulsadas por fuerzas distintas y desenvueltas de manera paralela. Lo que Furet desmentía era que todos los sucesos entre 1789 y 1794 formaran parte de un único proceso de «revolución burguesa» contra la monarquía absoluta, dentro del rígido esquema de la interpretación jacobina (reasumida luego por los partidarios de las tesis marxistas) en virtud del cual la sobrerrevolución de 1792-1793 era continuación y consecuencia necesaria de la de 1789 y de la defensa de sus principios.

En todo caso, es una cuestión que se parece poco a la que aquí se discute. Mi tesis, puramente factual, sólo observa que los diversos actores revolucionarios en la España de 1917 articularon una alianza explícita que les permitió acciones comunes y objetivos compartidos. Dada su diversidad de partida, me hago cargo de lo llamativo de esta alianza, que sin duda echa abajo esas interpretaciones historiográficas pedestres que lo reducen todo a «izquierdas» y «derechas». Buen ejemplo es que Cambó hasta intentó enlazar directamente con la CNT, saltándose a sus interlocutores socialistas, para pactar los hitos de la huelga insurreccional en Barcelona (pp. 334-335). Es la persistente confirmación de que la complejidad de la Historia escapa siempre a los marcos interpretativos rígidos, y no digamos ya a los prejuicios ideológicos.

4. La revolución de 1917, ¿acaba con la Restauración?

A Dardé le sorprende la tesis de que la revolución de 1917 fue el punto de ruptura más importante del siglo XX. Piensa que con ella considero desahuciada ya sin remedio a la Monarquía liberal de la Restauración. Le sorprende viniendo de un historiador que, lejos de dejarse llevar por los prejuicios «oligárquicos» y «caciquiles», sostiene no sólo su carácter indiscutiblemente liberal sino además parlamentario y abierto a un proceso de democratización ya en marcha, con todos los desafíos que acarreaba. Todo eso es cierto, menos lo del desahucio. Mi tesis es más modesta. Sostengo que las convenciones constitucionales que habían permitido articular la función de gobierno en aquella Monarquía liberal quedaron destruidas por la revolución de 1917, sin que se sustituyeran por otras mejores o sin que se pudieran recuperar, no al menos antes de que sobreviniera una dictadura militar.

Julián Besteiro, Daniel Anguiano, Andrés Saborit y Francisco Largo Caballero en el penal de Cartagena, por Campúa (1918).

De hecho, esa dictadura podía haber sobrevenido en marzo de 1918. Fue Alfonso XIII quien lo evitó con un gabinete que no prescindía de los políticos vetados por las Juntas militares, que repartió las carteras en función de la fuerza demostrada por cada partido en las elecciones de 1918, pero que lideró Maura y contó con la presencia de Cambó para obtener la plena aquiescencia de los levantiscos junteros, indignados con la salida de Cierva del Ministerio de la Guerra. Ese «Gobierno Nacional» no fue más que un expediente de urgencia para salvar al régimen constitucional, pero por sí mismo no era una solución al problema de la gobernabilidad. Sin la brújula de las reglas que habían objetivado la alternancia, lo que se llama con simplicidad el «turno de partidos», persistía el riesgo de un vacío de poder que ya no podían solventar los dos grandes partidos constitucionales como antes de 1917, y que ponía a la Monarquía constitucional, en cada crisis de gobierno, al borde del abismo.

En ese sentido, me parece que el problema tiene poco que ver con la perogrullada de si era o no inevitable la quiebra del régimen constitucional. Tengo muy claro que aquella Monarquía liberal no estaba desahuciada, sino que la desahuciaron y que eso ocurrió del 13 de septiembre de 1923 en adelante. Pero eso no implica negar que hubo una profunda cesura, un antes y un después de una revolución como la de 1917, que destruyó para siempre las convenciones políticas que, hasta entonces, hacían viable la función de gobierno. Y eso lleva a plantearse, con Juan José Linz, una cuestión más interesante: ¿por qué a la crisis de 1917-1918 no siguió un reequilibrio que, antes de septiembre de 1923, hubiera permitido sortear la dictadura? ¿Por qué los políticos de la última parte de la Restauración no lo consiguieron? Sin ese reequilibrio, sin una redefinición eficiente del modelo originario de la Restauración, era normal que ni la reforma del reglamento de 1918, ni la ley de funcionarios (en realidad, un parche para acallar el juntismo civil), ni la nonnata reforma constitucional de la concentración liberal de 1923 desplegaran con eficacia sus supuestos efectos benéficos.

Peor aún. No resolver el pavoroso problema de la función de gobierno, que reducía al mínimo el rendimiento eficiente de las instituciones, implicaba que cualquier crisis como la que provocaron la derrota de Annual y sus derivaciones responsabilistas, o la persistencia y extensión del pistolerismo, ya no contaba con una instancia de amortiguación y respuesta eficiente. Por eso, estos problemas multiplicaban su impacto deslegitimador sobre el sistema de una manera más aguda que, pongamos por caso, la pérdida de las provincias ultramarinas en 1898, el terrorismo anarquista de entresiglos o la «Semana Trágica» de 1909. ¿Cómo explicamos, grosso modo, que Cuba no llevara a una dictadura pero Marruecos sí acabara haciéndolo?

En esta cuestión, Dardé parece además contradecirse cuando, al tratar de restar importancia a la revolución de 1917 como cesura, sostiene que no tengo en cuenta que, ya desde 1913, la evolución parlamentaria de la Restauración estaba en retroceso y que los partidos se habían dividido irremediablemente. ¿Significa esto que Dardé asume la tesis maurista de que, (pseudo-)apartado Maura y asesinado Canalejas la Restauración estaba ya condenada? Yo, desde luego, no lo hago. Por ejemplo, respecto de la división de la izquierda constitucional, no veo sustanciales diferencias en la disputa por el liderazgo entre «romanonistas» y «garciaprietistas» con el que ya se había manifestado entre «moretistas» y «monteristas». Ese conflicto no impide que, en 1916, el Partido Liberal vuelva a unirse, gane una mayoría parlamentaria en las elecciones de ese año, y repita el éxito en las provinciales del año siguiente. Fue precisamente durante el proceso revolucionario de 1917 cuando el Partido Liberal desapareció para siempre como fuerza política unificada. Romanones lo había tensionado hasta romperlo después de poner, contra el criterio de la mayoría de los liberales, a España al borde de entrar en la Gran Guerra y, luego, al forzar la caída de su correligionario García Prieto en medio de la grave crisis provocada por el pronunciamiento de las Juntas militares.

En cuanto al Partido Liberal-Conservador, Dardé olvida que en 1913 se mantuvo mayoritariamente al lado de Dato, de modo que el maurismo no pasó de ser una escisión relevante, pero minoritaria. No mayor, desde luego, que la del sector villaverdista (por Raimundo Fernández Villaverde) antes de que Maura se consolidara como líder del partido en 1905 y, ciertamente, muy inferior a la «romerista» (por Francisco Romero Robledo) de 1885, que debilitó al partido de Cánovas hasta un punto que Dardé conoce bien. Precisamente porque los conservadores de Dato, a diferencia de los liberales, mantuvieron el tipo, acabaron convirtiéndose en la columna vertebral parlamentaria de los gobiernos entre 1919 y 1922, incluidos los de concentración multipartidista para desesperación del propio Dato, que rechazaba esa fórmula.

Por tanto, no soy de los que identifica la crisis de la Restauración con la (auto-)defenestración de Maura, y con el hecho de que no prevaleciera su más que discutible receta de sustituir el turno de partidos por gobiernos de notables desligados de toda disciplina de partido. Y no es porque yo desprecie la función del liderazgo, especialmente en los periodos de crisis. Simplemente sostengo que había políticos como Dato o García Prieto que entendían mejor el problema de gobernabilidad creado por la revolución de 1917 y, de contar con un instrumental adecuado en forma de partidos fuertes, tenían en cartera proyectos más realistas para asegurar la supervivencia del régimen constitucional.

5. Alfonso XIII, ¿un activo o un obstáculo en la revolución de 1917?

Está claro que Dardé y yo no valoramos de la misma forma el papel del rey en aquella crisis. Por mi parte, defiendo que el proceso revolucionario se planteó con el dramatismo y los tiras y aflojas que se refieren en el libro, sobre todo porque Alfonso XIII se opuso desde el principio a éste. Es decir, se negó a asumir el programa de los revolucionarios y a destruir el turno de los partidos constitucionales, el Liberal y el Conservador. No hay duda de que si Alfonso XIII hubiera cedido a las presiones junteras y a las de Cambó y hubiera liderado la revolución, como le pedían, su victoria habría sido total, con independencia de las dificultades ulteriores le hubieran hecho perder la Corona.

Estoy muy lejos de haber detectado que a Alfonso XIII le complaciera la división (o la desaparición, caso de los liberales) de sus dos instrumentos de gobierno, feliz de poder, según Dardé, «injerirse» en los asuntos de Estado y «elegir a su gusto» a los presidentes del Gobierno. Eso en 1917-1918 no ocurre. Me he esforzado por describir minuciosamente las crisis de gobierno para observar el papel del Rey en cada una de ellas. Pues bien, hasta el golpe juntero-asambleísta de octubre-noviembre de 1917, todas se resolvieron según las convenciones establecidas por los partidos constitucionales y además de manera adecuada a la correlación de fuerzas en el Parlamento.

Precisamente porque analizo la trascendental crisis de gobierno de junio de 1917, en medio del pronunciamiento de la Juntas militares, no entiendo que Dardé insista en la leyenda de que Alfonso XIII se deshizo de García Prieto para congraciarse con los militares sediciosos. Además, puestos a congraciarse, ¿por qué no llamó a Maura y se decidió por Dato, el político que menos podía agradar a Márquez y compañía? De hecho, la entrada de los conservadores fue consejo del mismo García Prieto al rey, en coherencia con las reglas del turno, al hacerle ver que, sin el apoyo de Romanones para poder aprobar en las Cortes el reglamento de las juntas, la mayoría parlamentaria liberal había quebrado definitivamente (pp. 260-262 y 269-271).

Lo mismo pasa con la grave crisis de octubre-noviembre de 1917. En el libro se explicita que Dato, a través de Sánchez-Guerra, había hecho gestiones con los oficiales de Artillería, Caballería e Ingenieros para ver si se opondrían al golpe de los junteros y asambleístas. Pudo constatar que se inhibirían para no «quebrantar la unidad del Ejército» a semejanza de lo sucedido en junio de 1917 (p. 463). Pero Dardé sostiene que los conservadores podían haberse mantenido en el poder oponiendo a ese golpe unas «tropas constitucionales» que afirmaran la «supremacía del poder civil». Espero ansioso la fuente que revele la existencia de tales tropas, que no he podido encontrar pese a mi reconstrucción, casi hora a hora, las críticas jornadas del 26 y el 27 de octubre de 1917. En fin, basta con observar la votación que se produce en el madrileño Centro del Ejército y la Armada para darse cuenta de que la minoría que no quería sumarse al ultimátum, optaba en todo caso por inhibirse. Así las cosas, ¿qué otra opción racional le quedaba a Alfonso XIII que provocar la crisis?

¿Eso hace que el rey se alinee con junteros y asambleístas? Es cierto que accedió a ese gobierno de concentración que, excepto los conservadores, le aconsejaban también todos los políticos constitucionales. Y al primero al que Alfonso XIII llamó para formarlo es a… ¡Dato! (p. 472). Como el jefe conservador no creía en la fórmula, pero sí su número dos, Joaquín Sánchez de Toca, a éste le trasladó el rey el encargo (pp. 470-475). En román paladino, Alfonso XIII no sólo no estaba dispuesto a prescindir de los conservadores, sino que insistió en que fueran ellos quienes presidieran la nueva situación y las futuras elecciones. Curiosa forma de deshacerse de los políticos civiles para congraciarse, nuevamente, con los militares.

Precisamente porque apenas veo otra cosa que prejuicios sin contraste sobre el comportamiento del rey en las crisis (invito a una comparación de su ejecutoria constitucional en esta materia con la de, por ejemplo, Alcalá-Zamora o la de Azaña en la Segunda República) tampoco puedo coincidir con la interpretación que da Dardé a la entrevista de Alfonso XIII con Gumersindo de Azcárate (que reproduzco en la p. 297) o la mención, tomada de las memorias de Joaquín María de Nadal, de las «dos o tres carteras» que supuestamente ofreció el rey a la Lliga a cambio de que abandonase el frente revolucionario. Ofrecimiento que, si realmente se produjo, sólo pudo ser posible en la crisis de octubre-noviembre de 1917, que no en la de julio de ese año. Probablemente Nadal mezclara las dos crisis porque, en la de julio, sobran los testimonios de que a Alfonso XIII ni se le había pasado por la sesera prescindir de Dato en un momento tan crítico (pp. 327-333). De hecho, de existir ese ofrecimiento en julio, Cambó hubiera asentido encantado, pues eso es lo que comenzó a exigir al rey a cuatro días de su asamblea del 19 de julio. La caída de Dato y la formación de un gobierno de concentración con ministros lligaires habría sido una salida airosa, ya que Cambó conocía ya que su Parlamento rebelde no congregaría a la mayoría de los diputados o los senadores, ni suscitaría el apoyo de la mayoría de los junteros. Pero no tuvo ocasión de aceptar ese ofrecimiento, porque nunca existió, no al menos en julio. En octubre, donde hubo además una larga entrevista de Alfonso XIII con Cambó, sí que es probable.

En las páginas 678 a 680 del libro, el lector podrá encontrar un balance complejo y matizado de la actuación del rey. No se trata, por tanto, de establecer «leyendas rosas». Pero tampoco es aceptable el prejuicio, previo a toda comprobación, que grosso modo presenta a Alfonso XIII desde su adolescencia hasta su madurez intrigando para afirmar su posición frente a la Constitución, los partidos y sus dirigentes; y apoyándose, además, en los militares sediciosos y alentando su intervención en política para saciar una supuesta ambición de «poder personal» que el rey culminaría con la dictadura de Primo de Rivera. Los especialistas en la Segunda República conocemos muy bien el origen publicístico de esta interpretación.

En todo caso, la revolución de 1917 confirma que había otros actores más interesados que el rey en promover rupturas instrumentalizando a los militares con ambiciones políticas. Esto era así aunque esto se saldara con dictaduras a través de las que acelerar la marcha hacia la realización del programa máximo, una constante en las siguientes dos décadas hasta que en 1939 viniera un militar, Franco, a cancelar a su favor estos episodios. Me alegro, con Dardé, de haber abierto una discusión que sirva para replantear ideas prestablecidas. Más me complacería que este debate implicara ante todo la contraposición de hechos constatables y de fuentes, sin ignorar las aportaciones de nadie, para que pudiéramos movernos todos en un terreno científico común.

En todo caso, como remarqué al principio, estas discrepancias no deben empañar mi agradecimiento por la positiva valoración que se ha hecho de mi trabajo. Son referentes como Carlos Dardé los que animan a seguir trabajando y a mantener, a veces contra viento y marea, una confianza ilimitada en el valor intrínseco de la Historia como ciencia, en su capacidad de ofrecernos un conocimiento cabal de nuestro pasado y, con él, contribuir decisivamente a explicar nuestro presente. Es precisamente en este valor explicativo donde reside la importancia de un periodo tan sugestivo de nuestra historia constitucional como el de la Restauración, quizás el de mayor relevancia hasta 1975.

Roberto Villa García
Profesor Titular de Historia Política
Universidad Rey Juan Carlos

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Ficha técnica

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