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El peso de la hacienda municipal

La crisis de las haciendas locales. De la reforma administrativa a la reforma fiscal (1743-1845)

CARMEN GARCÍA GARCÍA

Junta de Castilla y León, Consejería de Cultura, Valladolid, 1996

390 págs.

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No deja de ser curioso que nuestra transición política, la que según algunos todavía colea, tuviera que afrontar, entre 1976 y 1979, una «crisis de las haciendas locales». En la historia de España, dos transiciones anteriores, la de los Habsburgos a los Borbones y la del Antiguo al Nuevo Régimen, se habían visto en un trance semejante. No podrá negarse, pues, que este país ha tenido que prestar atención, y repetidamente, a una irresoluta «cuestión municipal».

Hablamos de haciendas locales, haciendas de las corporaciones municipales. Del fisco de unas repúblicas bajo el manto de otra república, en forma de monarquía, que tiene su propio fisco. Entre unas y otra había a la sazón más similitudes que diferencias. Las leyes de entonces así lo proclamaban. Leyes que velaban por la integridad de unos patrimonios con cuyo rendimiento los municipios y sus munícipes atendían a las labores propias de su oficio.

Lo que los Borbones advirtieron muy pronto es que los municipios se habían entregado a los abusos, al expolio de sus haciendas locales. Ya era doble la losa que pesaba sobre los pueblos: el regio fisco y el municipal. Y esto era malo, muy malo. Dos de las tres partes del libro de Carmen García dan cuenta de la situación heredada en 1700 y de las maniobras acometidas para enmendarla. En la tercera parte (1808-1845), y siguen las paradojas, por mucha revolución liberal que se convoque, apenas se introduce alguna solución de continuidad respecto a lo vigente en el último tramo de la época «absolutista».

¿Y qué es entonces lo que ocurre? Estos fiscos, estos patrimonios de los pueblos, mal administrados, obligan al príncipe a intervenir. Puede hacerlo. Debe hacerlo, además, y pronto, puesto que los antecesores de estos Borbones no han tomado medidas a tiempo. La cosa está podrida: urge operar. El príncipe ilustrado usa al fin de facultades nada ilustradas; él es un padre, un tutor, que debe cuidar de unos pupilos cuya salud otros –los munícipes– no vigilan. Y en 1745, con el terreno informativamente abonado por los intendentes, ataca con una Instrucción los arbitrios. Los reales propósitos no eran sin embargo tan desprendidos como el pretender únicamente el «alivio» de los pueblos; estos arbitrios dañaban también, indirectamente, al fisco regio, y no podía pensarse en mejorar éste si no se aligeraba la carga del contribuyente por el lado municipal. En realidad se estaba asistiendo a la confección de un «programa» que como tal comprendía varios frentes. Son también los años del catastro, de la –por algunos– ansiada Única Contribución. Una Ordenanza, en 1749, volvía a dirigir la atención hacia las haciendas locales. Pósitos y baldíos tampoco se dejaban sin tocar.

La oposición se intuye. No le falta razón a Miguel Artola en el prólogo: «La historia política del siglo XVIII es la de la confrontación de los secretarios de Estado con el Consejo Real». La sede política natural de la tutela sobre los pueblos se ubicaba en el Consejo; eran los consejeros de Castilla los verdaderos padres en ejercicio. Cualquier maniobra del signo de las arriba mencionadas debía nacer en esta sede; la «reforma» administrativa no daba para más. Cuando se quiso dar una vuelta más a la tuerca (Esquilache, 1760), cuando se obligó a los pueblos a llevar reglamentos conforme a los cuales comportarse, pero sobre todo cuando hubo que decidir qué vías, qué oficinas se ocupaban de los asuntos, la marcha de las cosas comenzó a atascarse. Las páginas 210-219 de esta Crisis son una verdadera delicia como exposición de lo que enunciaba Artola; y otras páginas (234259) le dan la réplica para la historia a nivel local, a pie de obra.

El balance, la cuenta de resultados, mejoró no obstante, tal como se muestra en páginas intermedias (230-231). De hecho, fueron factores externos (la guerra con Inglaterra, la suscripción de acciones del banco de San Carlos) los que truncaron lo que podía haber concluido felizmente. Sería la perpetuación de estos factores en las décadas de 1790 y sucesiva la que entregó al nuevo régimen una cuestión municipal en la que el asunto fiscal no era de los menos sustanciales. En paralelo, resultarán familiares los expedientes arbitrados para lidiar con él. Tanto, que no debe sorprender la afirmación de que tras la reforma de Martín de Garay, «ya estuviesen los liberales o los absolutistas en el poder, se continuó con la organización tributaria vigente desde la época de los Austrias». Si se añade que dicha organización tributaria no era creación de los Austrias, sino que venía de bastante antes, habrá que conceder que la historia fiscal de los pueblos de España es un mirador excepcional de unas pervivencias que convendrá poner delante de los cambios. Carmen García ha sabido verlo.

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