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Los «planes» de Felipe II

La gran estrategia de Felipe II

GEOFFREY PARKER

Alianza, Madrid, 1998

Trad. de José Luis Gil Aristu

568 págs.

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En el ya lejano año de 1972 publicaba la Revista de Occidente un interesante ensayo del historiador angloalemán H. G. Koenisberger sobre «El arte de gobierno de Felipe II». Su traductor había vertido con absoluta pulcritud y sentido histórico el statecraft del título original en el ya mencionado «arte de gobierno», ajustándose así a lo que en la época, y para los tratadistas, venía a ser la política, esto es, no otra cosa sino una habilidad (craft) resultado de varias convergentes y complementarias virtudes. El símil con la arquitectura, sin ir más lejos, venía siendo ya sugerido desde tiempo atrás.

«Política» o «Policía» eran también así explicadas en el Tesoro de Sebastián de Covarrubias: «ciencia y modo de gobernar la ciudad y república», mientras que fray Alonso Remón redondeaba el esquema aclarando que «el gouierno y régimen de esta comunidad y multitud, llámase política, o policía, que es lo mismo que arte, o ciencia de regir y gouernar ciudadanos» (Gobierno humano sacado del divino, 1624). «Arte», pues, «ciencia», «modo», o craft, que todo venía a ser la misma cosa. «Cosa» de la que el referido historiador angloalemán encontró escasamente provisto a Felipe II cuando ésta, la «cosa», se convirtió, dentro del mismo artículo, en «planes» (plans), mutación que, habrá de admitirse, ya no era propiamente statecraft sino algo diverso; me explico: una «cosa» pudiera ser el reconocimiento de que Felipe II careciera de «planes» y otra bien distinta que anduviera por el mundo desprovisto del «arte», la «ciencia», el «modo», el craft que tanto de su educación como de la práctica del oficio cabría suponerle no del todo huérfano. En cualquier caso Koenisberger negó que Felipe II tuviera «planes» algunos durante las dos primeras décadas de su reinado – pongamos hasta 1580–, moviéndose entonces según unos «principios» (principles) muy generales consistentes en la defensa de sus dominios contra los ataques del exterior o las sublevaciones internas, la de «la religión de sus antepasados» y, por fin, la equitativa administración de la justicia a sus súbditos. El asunto tampoco cambió sustancialmente de 1580 a 1598.

Convengamos, pues, en que una cosa es que Felipe II careciera de un «programa», y otra bien distinta que anduviera por el mundo desprovisto de las artes propias del oficio. Pero hay más. Hay lo que Geoffrey Parker acaba de ofrecernos relativo a la «estrategia» o «gran estrategia» de Felipe II, que ya no es, por tanto, ni arte ni programa. Es, primero, vocablo inusual en la época, siendo necesario tomarlo prestado de la nuestra («integración de los objetivos generales políticos, económicos y militares del Estado, tanto en la paz como en la guerra, al objeto de preservar intereses a largo plazo, incluida la gestión de medios y fines, la diplomacia y la cultura nacional moral y política, tanto en el ámbito cultural como en el militar y civil»), para postular, a continuación, que sí la hubo (págs. 31-32). Y para dar con ella nadie mejor dotado, desde luego, que Geoffrey Parker, que ya dio pruebas de su particular craft al respecto con dos soberbias monografías sobre otras tantas secuencias históricas en las que los problemas estratégicos ocuparon lugar destacado, a saber, la Guerra de Flandes (1567-1648) y la confrontación con Inglaterra (1585-1604), circunscrita en ésta al asunto de la Gran Armada (1588). Esta Gran estrategia de Felipe II es, pues, una síntesis de aquellas otras dos empresas (partes segunda y tercera), a la que se han añadido una introducción («¿Tuvo Felipe II una estrategia global?»), una parte primera («El contexto de la cultura estratégica») y una conclusión. El tercio se ha cambiado así de la política en general, con mayúsculas, a la guerra en particular. Aunque no del todo, dado que Parker afirma que si bien ningún diseño de política general («ambiciones globales») se ha encontrado entre los papeles de Felipe II, no quiere ello decir que no existiera. Por el contrario, el autor cree poder hallarlo en lemas como el acuñado en 1580 al tiempo de la incorporación de Portugal (Non Sufficit Orbis), o en el intento de implantación simultánea, en América y Flandes, de un sistema fiscal de matriz castellana. Intenciones, así pues, las hubo, lo mismo que logros, interesando mucho más al autor responder a «¿por qué, pues, no logró [Felipe II] el resto de sus principales objetivos en política exterior?», «resto» que no es otro que el de las grandes empresas fallidas, a saber, la Guerra de Flandes, e íntimamente ligado a ella, la dominación de Inglaterra.

Para responder es necesario (parte primera) tomar el pulso a los medios con los cuales dicha estrategia podía ser ejecutada, medios para el control del espacio, sobrecarga de trabajo en los hombros del propio rey, procedimientos administrativos, etc. Si he leído bien, resultó que el imperio de Felipe II había alcanzado proporciones físicas que difícilmente podían ser tratadas con unos medios que no habían progresado en similar cuantía. De éstos, singularmente, cabría destacar al mismo Rey Prudente, quien en los momentos de las grandes decisiones (Flandes o Inglaterra) exhibió una «imperfecta comprensión» del contexto en el cual surgían dichos problemas, incomprensión que, a su vez, era fruto «de la singular cultura estratégica imperante en su corte» (pág. 203). El querer «abarcar demasiado» (pág. 247) parece ir, pues, abriéndose paso en la explicación de lo que ya en 1576 tenía muy complicado arreglo. Sólo faltaba que nuevos escenarios vinieran a sumarse al de Flandes. Y así sucedió. Con Inglaterra el estado de «guerra fría» había comenzado ya en 1568, y tras leer las páginas que Parker dedica al «problema británico» entre 1558 y 1585 es de rigor admitir que Felipe II afrontó el asunto de manera francamente torpe, no dejándose aconsejar por quienes, como el duque de Alba, ponían ante sus ojos una singular mejor «comprensión» de lo que eran tanto la propia Isabel como su reino.

Decidido, pues, Felipe II en 1585 a tocar simultáneamente en Flandes e Inglaterra, en sus manos quedó también la dirección estratégica de la Gran Armada de 1588. Son páginas geniales éstas de Parker desde el punto de vista de la reconstrucción día a día del cúmulo creciente de desinformaciones, silencios, ausencias, errores, etc., que jalonaron el episodio desde 1585 a 1588. Su ya demostrada habilidad, junto a Colin Martin (La Gran Armada, 1988), en el repaso a aquellos hechos, vuelve a lucir ahora entreverada de nuevas aportaciones documentales que apuntan a la directa responsabilidad de Felipe II en todo el tinglado. Él concibió la criatura y él mismo contribuyó a su aborto. Es indicativo en este sentido que cuando en 1589 el almirante Bertendona osó aconsejarle respecto a una eventual reedición de lo del año anterior, el rey le despachó con frase (pág. 454) en la que no sólo se declaraba como único responsable de lo pasado, sino que suyo habría de ser también cualquier proyecto futuro.

«El defecto central de la estrategia global española residía en asumir demasiados compromisos», reitera Parker (pág. 463). Fue el cúmulo de éstos el que no permitió soluciones para aquéllos (Flandes) que acabarían por sepultar la hegemonía española al medio siglo justo (1648) de la muerte de Felipe II. En términos comparativos, sin embargo, agregados territoriales similares a la Monarquía Hispánica fueron capaces de hacer perdurar por más tiempo sus respectivas hegemonías. Si aquí no fue así, concluye Parker, ello pudo ser debido a que el Rey Prudente no supo delegar y en todo momento antepuso los «compromisos ideológicos» al «cálculo racional». No fue, pues, sino el propio rey el principal artífice del desaguisado que ya algunos se atrevieron a vocear a los pocos días de su muerte. Fueron, en fin, sus propias «limitaciones» (sic) las que dieron al traste con el edificio. Y entre éstas, singularmente, una «inquebrantable confianza en que Dios proveería» que le conducía a subestimar cualquier dificultad que en el camino pudiera ir presentándosele. «El carácter de Felipe II constituyó la máxima fuerza y la máxima debilidad de su monarquía», finalmente.

Regresamos, así pues, al hombre. Largo ha sido el rodeo. Geoffrey Parker ha querido y sabido mantenerse al margen de los propugnadores de leyendas rosas y negras entorno a la figura del Rey Prudente, si bien al fin no ha podido evitarlo. Lo ha hecho, sin embargo, entiendo yo, inconscientemente, sin pretenderlo. Lo suyo ha sido como una operación de descarte, de sucesivos descartes, en la que uno tras otro han ido cayendo los diversos agentes de aquella partida. Quizás se antoje ésta una «solución» en exceso simplista, pues de lo que se trata es de nada menos que imputar a un solo hombre el destino de millones de sus contemporáneos, amigos y enemigos. Pero, desde luego, no podía haberse hecho al revés, es decir, habiendo caminado desde el carácter hasta concluir de él el devenir de los hechos. Algunos lo han hecho.

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