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El mosaico de la Restauración

Clientelismo político y poderes periféricos durante la Restauración. Huelva 1874-1923

MARÍA ANTONIA PEÑA GUERRERO

Universidad de Huelva, Huelva

586 páginas.

2.300 ptas.

Elites castellanas de la Restauración

PEDRO CARASA (DIR.)

Salamanca, Junta de Castilla y León

2 vols. 566 y 556 páginas.

7.000 ptas.

Favor e indiferencia. Caciquismo y vida política en Cantabria (1902-1923)

AURORA GARRIDO MARTÍN

Universidad/Asamblea Regional de Cantabria, Santander

410 páginas.

Notables, políticos y clientes. La política conservadora en Alicante. 1875-1898

RAFAEL ZURITA ALDEGUER

Generalitat Valenciana/Instituto “Juan Gil-Albert”, Alicante

358 páginas.

1.442 ptas.

La política del pacto. El sistema de la Restauración a través del Partido Conservador sevillano (1874-1923)

MARÍA SIERRA

Diputación de Sevilla

467 páginas.

2.115 ptas.

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El sistema político de la Restauración (1875-1923) ocupa un lugar de honor en los debates académicos y periodísticos, más abundantes de lo habitual, que se han interesado por la historia de España en los últimos años. Nadie niega a estas alturas la relevancia de lo ocurrido en aquel largo período, bajo el régimen más duradero de nuestro pasado reciente, para explicar el desarrollo contemporáneo de la vida política española. Dicho interés se vio alentado por el centenario del asesinato de Antonio Cánovas, el arquitecto de la Monarquía constitucional, en 1997, y por la conmemoración del Desastre un año más tarde. Además, el afán de buscar antecedentes liberales por parte de algunos políticos animó publicaciones, exposiciones y actividades diversas. Este último acicate conllevó ciertos excesos: así, por ejemplo, un ensayo bendecido por el presidente del Gobierno convertía a Cánovas en defensor del sufragio universal, mientras que Ortega o Azaña, objeto de anteriores reivindicaciones, se presentaban como enemigos del liberalismo. Aznar también alabó en el Congreso las virtudes de su antecesor el conde de Romanones, que, a pesar de su fama caciquil, fue al parecer un adalid de la limpieza electoral. Pero, exageraciones aparte, y como demuestran los artículos aparecidos en esta misma revista, la polémica ha discurrido por cauces bastante rigurosos.

La discusión se ha centrado sobre los rasgos más visibles del sistema, tanto positivos (una relativa estabilidad institucional, la alternancia en el poder, el disfrute de derechos y libertades) como negativos (el fraude electoral inducido por el Ejecutivo, el caciquismo y la exclusión de los discrepantes). Se han valorado las intenciones reformistas de los líderes monárquicos y el fracaso de sus proyectos. Y, sobre todo, se han subrayado los diferentes elementos que hacían posible o, por el contrario, obstaculizaban la conversión del régimen liberal en una democracia. Sin embargo, las respuestas a estas cuestiones rara vez han tenido en cuenta una dimensión de los asuntos públicos que en aquella época condicionaba en gran medida el ritmo político español: el arraigo local del entramado caciquil. Esto resulta aún más llamativo porque muchos de los avances historiográficos realizados en este campo se basan en estudios de carácter regional o provincial, que han abandonado los vicios del localismo para decantar análisis amplios con la ambición expresa de generalizar. Gracias a ellos se han derrumbado viejos tópicos y han surgido interpretaciones que han de marcar necesariamente futuros debates.

Los libros que aquí se comentan forman parte de la última hornada de investigaciones sobre la Restauración. Todos son producto de muchos años de trabajo y, a pesar de la juventud de sus autores, no se trata de obras primerizas. Todos comparten también los presupuestos de lo que podría llamarse "nueva historia política" española, que ha encontrado en esta época su ámbito preferente de actuación: en primer lugar, el gusto por las descripciones y narraciones cimentadas sobre un sinfín de fuentes primarias, entre las cuales destacan la abundante prensa del período y, ante todo, la documentación depositada en archivos privados; en segundo término, la concepción de la política como un mirador adecuado para observar múltiples aspectos, tanto materiales como culturales, de cualquier sociedad; y, por último, el uso simultáneo y un tanto ecléctico de la historia de otros países y de conceptos procedentes de la sociología, la ciencia política y la antropología, que se ajustan como un guante al análisis del caciquismo. Tales características permiten, quizá por primera vez, disponer de una información detallada, ordenada y explicada con un mismo lenguaje, lo cual clarifica el panorama y traerá, en un plazo no muy largo, una síntesis de nuestros conocimientos sobre la materia. Sólo cabe en estas líneas repasar los temas más relevantes que tratan, las conclusiones a las que llegan y los interrogantes que dejan planteados estas monografías.

La primera de las tareas que abordan sin rodeos es el retrato de las elites políticas de la Restauración. En este terreno resulta ejemplar la obra dirigida por Pedro Carasa en Castilla y León, integrada por un diccionario biográfico de los parlamentarios que representaron a la región desde 1876 hasta 1923 y por un segundo volumen dedicado al estudio, provincia por provincia, de las raíces del poder caciquil. Carasa defiende una visión integral de las elites restauracionistas, que perfila como una "alta mesocracia" fragmentada, en permanente cambio y vinculada con su entorno social por diversos medios. Tradicionalmente, el estudio de los poderosos de esta etapa dividía a los historiadores en dos bandos: por un lado, los defensores del concepto de bloque de poder, según el cual los políticos quedaban subordinados a los intereses económicos dominantes; y, por otro, los detractores de esta tesis, que abogaban por la independencia de la política respecto a los grupos de presión. En general, estos estudios propugnan una interpretación distinta, a medio camino entre ambas posiciones, que certifica la reciprocidad entre elites políticas y elites económicas e incluso su solapamiento en muchos lugares, aunque la preeminencia de las primeras no dependiera de su relación con las segundas sino del manejo de los recursos públicos. Así, María Sierra muestra la utilización de "argumentos de poder" económicos y administrativos por parte de los mismos individuos en Sevilla, mientras que María Antonia Peña describe la transformación de las compañías mineras de Huelva en consumados caciques electorales. En contra de la visión arcaizante del régimen monárquico, la carrera y la fortuna de los prohombres de la Restauración indican la presencia en sus filas de los sectores más dinámicos de la sociedad española: junto a nobles y terratenientes figuraban, además de periodistas y abogados, comerciantes y empresarios.

La investigación acerca de las elites pone de manifiesto otro fenómeno muy extendido: el surgimiento en toda España de ámbitos de influencia sometidos a las acciones de una sola persona. Frente a las tesis que subrayan los factores estructurales, como la dependencia del campesinado que sobresale en el trabajo de Aurora Garrido sobre Cantabria, parece imponerse una visión individualista del caciquismo, que coloca en primer plano la capacidad de liderazgo de hombres como el marqués del Bosch en Alicante, Eduardo Ybarra en Sevilla o Manuel Burgos y Mazo en Huelva a la hora de explicar la existencia de cacicazgos sólidos. Naturalmente, esto no quiere decir que los notables carecieran de bases sobre las que arraigar, tales como una buena posición social y, desde luego, extensos lazos familiares. El parentesco resultaba tan importante en la Restauración que Carasa propone la expresión "familias políticas" para sustituir a la ya clásica de "amigos políticos", utilizada por José Varela Ortega en uno de los libros fundamentales sobre el período. La familia servía para custodiar el patrimonio, económico y político, de las elites, y la influencia se heredaba de una generación a otra. Las dinastías caciquiles asentadas a finales del siglo XIX, que habían ascendido ya en tiempos de la revolución liberal, se perpetuaron en muchas zonas hasta bien entrado el XX.

Otra de las cuestiones recurrentes en estos ensayos atañe a los partidos políticos, en especial a los que se turnaban en el mando, el Conservador y el Liberal. Frente a los planteamientos habituales, que describen a las formaciones dinásticas como simples tertulias de caciques sin aparato propagandístico y burocrático, trabajos como el de Rafael Zurita sobre Alicante y los ya citados sobre Andalucía destacan la creación y permanencia de estructuras partidistas en ambas fuerzas monárquicas, periódicos, círculos, asambleas y comités activos en las principales localidades de cada provincia. Así, Peña los denomina "partidos de cuadros" en vez de "partidos de notables". Todo ello no les impide compartir el paradigma más influyente en los estudios actuales sobre la naturaleza del sistema político de la Restauración, es decir, concebir el caciquismo como la versión hispánica del fenómeno universal del clientelismo político. Porque los partidos dinásticos, además de contar con comités, se componían de clientelas piramidales de patronos y clientes a través de las cuales circulaban recomendaciones y favores de distinto tipo, que se relacionaban casi siempre con la administración pública y afectaban tanto a individuos como a comunidades enteras. En consecuencia, estos autores se muestran bastante escépticos ante los motivos ideológicos que alegaban los participantes en la vieja política, guiados más bien por incentivos particulares y rivalidades personalistas.

Los historiadores han discutido también si en la política caciquil pesaban más las atribuciones del Gobierno (la ejecutivitis invasoris a la que se refiere Varela Ortega en sus últimos trabajos) o los poderes locales. Estas investigaciones recientes defienden una visión "desde abajo" del caciquismo, en la cual se subraya el fracaso de la centralización decimonónica y la necesidad de numerosos pactos entre centro y periferia. Incluso en las elecciones, manipuladas desde arriba para obtener mayorías parlamentarias adictas al Ministerio que las convocaba, se imponía el criterio de los notables, sin cuyo concurso resultaba imposible el desarrollo pacífico del proceso electoral. Los diputados estaban ligados a los intereses provincianos, que defendían en las Cortes y ante las dependencias ministeriales. De esas labores como intermediarios dependía su influencia en los distritos. La figura del cunero, ajeno al territorio que deseaba representar, sólo aparecía con el consentimiento de los del lugar y en algunas áreas, como Cantabria, estaba completamente ausente. El arraigo de cacicazgos estables era un hecho indiscutible al menos desde los años noventa del siglo XIX, es decir, desde la implantación del sufragio universal masculino. Y dentro de los poderes locales destacaba el nivel provincial, donde se movían los personajes más importantes, se asentaban las estructuras de los partidos y representaba un papel protagonista la Diputación, pieza clave en esas mediaciones políticas que constituían el núcleo de la maquinaria caciquil.

Por último, sorprende la escasez del espacio dedicado en la mayor parte de estos libros al comportamiento electoral, sobre todo si los comparamos con sus predecesores de los años setenta y ochenta, en los que encasillados, trampas, pucherazos y compras de votos acaparaban la atención del especialista. Los nuevos historiadores del caciquismo prefieren concentrarse sobre elites, partidos y clientelas. Para explicar el devenir de los resultados electorales les resulta mucho más útil acudir a la definición de la cultura política, que, tal y como afirma Sierra, primaba el pacto sobre cualquier otro criterio y, en general, estaba dominada por el particularismo clientelar y localista y el abstencionismo. Pero lo raquítico de la movilización política no implicaba la falta de intereses en conflicto, sino una amplia satisfacción de los más representativos a través de las redes caciquiles, al menos hasta los años de la Gran Guerra. Sin dicho sustento ningún régimen, tampoco aquél, podría haber durado tanto. El turno caciquil no se basaba en la coacción, sino que, en palabras de Peña, adquiría un carácter "persuasivo" que integraba a una buena porción de las clases superiores y medias y se beneficiaba de la pasividad del resto. El tópico sobre la artificialidad del sistema queda pues en entredicho.

Imbricación de elites políticas y económicas, protagonismo individual y familiar, desarrollo de partidos organizados y clientelas personalistas, predominio de los poderes locales y cultura política particularista dibujan una España provinciana mucho más compleja de lo que cabría imaginar, cuyo esbozo deja no obstante sin contestar algunas preguntas esenciales, sobre todo acerca de la democratización de aquel mundo caciquil. Aunque no hay respuestas contundentes, de estos estudios se desprende un aroma pesimista: los partidos monárquicos, si bien evolucionaron, se fragmentaron y perdieron tras la Primera Guerra Mundial el apoyo de amplios sectores de las clases medias, pero ni la izquierda republicana y socialista ni mucho menos- la derecha maurista y católica dieron lugar a alternativas fuertes al margen de las coordenadas tradicionales antes del golpe de Estado de 1923. El peso del caciquismo lastraba cualquier solución en los pueblos y ciudades aquí analizados. Tal vez las dudas que permanecen en pie tras la lectura de estos voluminosos tomos no sean despejadas hasta que se complete este rico, y a ratos apasionante, mosaico de la Restauración.

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