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Rebuscas y deslumbramientos

Prosa literaria. Tomo VIII de sus Obras completas

GERARDO DIEGO

Alfaguara, Madrid, 1.285 págs.

Edición e introducción de José Luis Bernal

Prosa literaria. Tomo VII de sus Obras completas

GERARDO DIEGO

Alfaguara, Madrid, 741 págs.

Edición e introducción de José Luis Bernal

Prosa literaria. Tomo VI de sus Obras completas

GERARDO DIEGO

Alfaguara, Madrid, 960 págs.

Edición e introducción de José Luis Bernal

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En 1997, al poco de reeditada en tres tomos su Poesía, aparecieron los dos primeros volúmenes de la Prosa de Gerardo Diego. Se titularon Memoria de un poeta, portaban aún el rótulo «Edición del centenario» y los prologó Francisco Javier Díez de Revenga. Tres tomos de Prosa literaria prosiguen ahora la tarea de reunirla, a la espera de que la concluya lo que se anuncia bajo el título Prosa musical.

Los títulos de estas agrupaciones temáticas parecen tan imprecisos como las fronteras entre sus contenidos. Duda uno, por ejemplo, de si se ajusta a lo que indica cada uno de ellos que, por un lado, Memoria de un poeta acogiera un texto tan reflexivo como «Devoción y meditación de Juan Gris», que, aunque escrito para rendir homenaje al pintor recién fallecido en 1927, razona la común filiación teórica del creacionismo y el cubismo pictórico; o que, por otro, Prosa literaria incluya el prólogo que Diego redactó para la reedición facsímil de Carmen y Lola (1977), texto, a la inversa, más rememorativo que teórico. ¿Y cómo dirimir dónde debía integrarse «La vocación poética» (1928), que se publicó en aquella primera entrega de la prosa pero conjuga su porción de recuerdos con tan sabrosas reflexiones del poeta acerca de su oficio?

Gerardo Diego

La ordenación sistemática de la prosa del santanderino presenta en verdad problemas tan numerosos y enredados que él mismo se atrevió sólo a la parca selección de Crítica y poesía (1984). Al fallecer, Diego dejó su poesía bien dispuesta para edición –«de perdidos al río», se dijo al encarar la labor, y le hubiera gustado emplear la expresión en el título de la obra–, pero la ominosa perspectiva de dedicar sus últimos años a organizar la prosa lo abrumó. Dejó, pues, la tarea pendiente en herencia. No es de extrañar: había escrito mucha desde muy temprano, porque lo necesitaba aquel joven creador que buscaba deslindar sus heredades, y siguió escribiéndola –y a veces saqueándola– hasta casi su última jornada, obligado a ganarse el sobresueldo para criar una familia numerosa. Díez de Revenga y Bernal, responsables de aprestar los cinco tomos impresos hasta el momento, han apuntado la cifra de tres millares y medio de textos en prosa que Diego conservó en su archivo. Fueron concebidos para medios diversos y dispersos por la geografía del español, y están datados a lo largo de más de seis décadas. Hay entre ellos ensayos, conferencias, artículos de periódico, prólogos o colaboraciones radiofónicas: río caudaloso, capaz de amilanar al nadador más robusto. Naturalmente, abundan las repeticiones, cuando no los refritos. Expurgarlos para seleccionar lo más significativo ha requerido una labor de catalogación de años, que han realizado los herederos de Diego, y una lectura atenta. El resultado da una imagen de lo abundante y variada que fue la escritura en prosa del poeta.

Al fallecer, Diego dejó su poesía bien dispuesta para edición, pero la ominosa perspectiva de dedicar sus últimos años a organizar
la prosa lo abrumó

Estos tres tomos reúnen una nutrida selección de las prosas que tratan asuntos literarios. En total, casi cuatrocientos cincuenta textos críticos, reflexiones y lecturas, publicados e inéditos: ensayos y artículos célebres u olvidados, prólogos a antologías propias y poemarios ajenos, un buen número de conferencias inéditas, bastantes de los textos que Diego leyó en su espacio radiofónico «Panorama poético español», que inauguró en 1946 (volumen VIII, págs. 664-667) y siguió emitiendo semanalmente hasta 1973, un libro (Manuel Machado, poeta, 1974) y el discurso de recepción del Premio Cervantes (1979), que cierra el conjunto. Es claro que la criba era obligada, pues caudal semejante no permite tomarse el adjetivo completas a la letra. La edición lo encuadra todo en tres grandes bloques (descontadas las dos rarezas que integran la escueta «Prosa de creación», VI, págs. 139-163): el primero incluye los textos de «Teoría y pensamiento poéticos»; el segundo ordena por períodos las lecturas críticas de obras y autores, desde la Edad Media hasta hoy día y a lo largo y ancho de las literaturas en lengua española, con el añadido de algunos autores foráneos (Shelley, Keats, Strindberg, Tagore, Valéry, entre otros); el tercero, en fin, rotulado «Varia», incluye textos del mismo asunto que no cabían con claridad en los precedentes.

Para el estudioso de la literatura española, la primera sección es quizá la más fascinante, porque despliega una faceta de Diego a la que rara vez se concede la atención y el reconocimiento que merece: la del joven poeta discutidor y descontento, que reflexionó sobre la poesía buscando argumentos y modelos lo mismo en la vanguardia que en las más añejas letras españolas, por la sana y juvenil razón de que no le complacía la tradición poética que había heredado y buscaba la suya propia. Algunos de estos textos han hecho literalmente historia, como «Retórica y poética» (1924), «Defensa de la poesía» (1927) o «La nueva arte poética española» (1929), que contribuyeron a configurar la poética compartida del grupo del 27. Por algo el santanderino emplea de vez en cuando el plural «nosotros» y se presenta como portavoz de una sensibilidad colectiva en ciernes, de la que se sentía en avanzadilla.

La segunda sección es la más abundante (cuatro quintas partes del conjunto) y acaso la más compleja. Los textos van ordenados por su asunto, de modo que el lector tiene ocasión de leer de corrido los varios escritos acerca de un autor a décadas de distancia. Los índices onomásticos colaboran también a esa lectura «temática», que ordena en lo esencial la edición y sacrifica otra posibilidad igualmente golosa, la de leer los textos en el orden en que fueron concebidos (sólo remedio: recurrir a los datos de la primera publicación o la fecha de escritura, que figuran al final de cada uno). Cabe imaginar las dudas y remordimientos del editor obligado a optar por un criterio, similares a los que Diego confesó en «Preparando Obras completas» (1974; en Memoria de un poeta, IV, págs. 249-251).

Lo más llamativo de esas notas críticas es la generosidad con que el poeta se entregaba a la lectura y a los asombros que ésta nunca dejó de procurarle. El santanderino escribió en 1940 y acerca de Ridruejo una frase que acaso habrá quien tome por concesión a las circunstancias, pero que retrata, como señala atinadamente Bernal, su disposición de lector de poesía: «Todo poeta nuevo enseña a leer –a leer humildemente– no ya a los lectores, sino a los demás poetas sus contemporáneos» (VIII, pág. 656). Diego fue siempre crítico generoso con amigos y autores desconocidos. Pero no lo fue tanto por su natural talante como por el hecho de que siempre conservó la ingenuidad maravillada del lector que descubre en cada creador un lenguaje y con él un mundo propio, que irradia vida y vigor. Sus prosas son testimonio de esos sus deslumbramientos felices y nos devuelven, por ello, la maravilla de leer y releer con ánimo limpio. Como el de aquel poeta que buscaba y encontraba.

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