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El dolorido sentir

HOJAS DE MADRID CON LA GALERNA

Blas de Otero

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona

398 pp. 22 €

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Blas de Otero (Bilbao, 1916-Madrid, 1979) empezó a escribir Hojas de Madrid con La galerna en 1968, a su regreso de Cuba, donde había residido desde 1964, y lo acabó en 1977, dos años antes de su muerte. Aunque el libro ha permanecido inédito hasta hoy, el propio Blas incluyó algunas de sus composiciones en diversas antologías y revistas, y, tras su fallecimiento, se incorporaron más piezas a las reediciones de esas antologías y a otras posteriores. En total, de los 306 poemas que integran Hojas de Madrid con La galerna, 145 han sido ya publicados –aunque la edición de Sabina de la Cruz no indica cuáles– y sólo 161 son inéditos. Un rasgo fundamental los define a todos: su intensa trabazón con la vida del poeta. Hojas de Madrid con La galerna constituye un recorrido autobiográfico, en el que Blas de Otero rememora las ciudades en que ha vivido –el Bilbao fabril y gris de la infancia; su amado Madrid, cuyo cielo añil recorren nubes luminosas; La Habana restallante de color–, las causas en las que ha creído –la revolución, la poesía; por encima de todo, la causa del hombre– y las mujeres esenciales de su vida –su madre, Sabina–, entre muchos otros asuntos que atañen a su trayectoria existencial. Toda la obra de Blas se hinca en un intenso humus personal y humano. De ella puede decirse lo mismo que Walt Whitman dijo de su Hojas de hierba: «Esto no es un libro. Quien vuelve sus páginas, toca un hombre»; y no es casualidad que Blas publicase, en 1963, una antología titulada Esto no es un libro, ni, desde luego, que el título de Hojas de Madrid con La galerna se parezca tanto al de la opera magna del norteamericano. En el poemario de Blas encontramos una humanidad bullente y radical: su escritura es su carne, su yo, su espíritu pleno y desnudo: «mi palabra / creció desde mi vida», escribe en «Algo ha variado». La presencia omnívora del viajero, del amante, del ciudadano que fue Blas, se revela en la frecuencia con la que deviene, con su propio nombre, en personaje del poema. Así sucede en el extraordinario «Cantar de amigo», con esa pregunta repetida al principio de cada verso, «¿Dónde está Blas de Otero?», que obtiene una respuesta distinta en cada uno de ellos, hasta el terrible verso final: «¿Dónde está Blas de Otero? Está muerto, con los ojos abiertos». Tampoco faltan las preocupaciones políticas que hicieron del autor de Ancia uno de los principales representantes de la poesía social, que responden a un indeclinable ideal de fraternidad y justicia –que se nutre del regeneracionismo español y el comunismo–, y que dan a Hojas de Madrid con La galerna un aroma de época, hoy algo rancio, con combativas alusiones a la revolución cubana, a la guerra de Vietnam –y sus inevitables codas antiamericanas– o al Chile arrodillado de 1973. En Hojas de Madrid con La galerna, el nexo entre palabra y vida se acentúa, acaso excitado por la enfermedad que ya acosaba al poeta y por su percepción de la cercanía del fin. En «El más alto papalote», Blas llama por su nombre a la muerte y le ordena: «no pretendas negociar conmigo, / no me entretengas, / tengo aún mucho que hacer, vete a dar una vuelta / alrededor del mundo, / olvídate / de mi vida». Esta percepción ominosa tiñe el conjunto de una melancolía constante y un agudo sentido existencial. Aparecen algunos de los temas clásicos del existencialismo literario, como el ubi sunt, el homo viator –el hombre como viajero o peregrino de la vida– o el motivo de la cuna y la sepultura. Llama la atención la coincidencia de «Cuando yo muera, chambelonas» con un soneto de alguien tan distante de sus convicciones ideológicas y estéticas como Agustín de Foxá. Escribe éste: «Y pensar que después que yo me muera / aún surgirán mañanas luminosas, / que bajo un cielo azul, la primavera […]/ encarnará en la seda de las rosas. // Y pensar que, desnuda, azul, lasciva, / sobre mis huesos danzará la vida». Menos sideral, más callejero, dice Blas: «Cuando yo muera, continuarán saliendo los periódicos, publicándose mis libros, repartiéndose el correo. // […] Y habrá gente por la calle, pastores en la montaña y astronautas en el cosmos».

Muchos poemas de Hojas de Madrid con La galerna son ligeros, casi volátiles. Se trata de piezas urbanas, sencillas –a veces mínimas–, celebratorias de lo cotidiano y lo elemental. Algunos, como «Madrid. Las dos…» o «El antillano», son textos instantáneos –o haciéndose–, que recuerdan la poesía ambulatoria e ingrávida de Poemas a la hora de comer, de Frank O’Hara. Otros, en cambio, se hinchan fluvialmente hasta constituir plétoras enumerativas, cuya armazón son las repeticiones, en particular la anáfora y la epífora. El fraseo llano de unos y otros –«escribo como hablo», afirma en «Normas de poética»– se ve sometido a una doble tensión: la de una coloquialidad que incurre, a menudo, en la frase hecha, el modismo anticlimático o la caída vulgar –y hasta en el anacoluto: «la enfermera mulata que no recuerdo su nombre»–, y el fogonazo zigzagueante, la metáfora audaz. En efecto, en la dicción oteriana, figurativa, se incrustan trazos vanguardistas –poemas sin signos de puntuación, fluidos, acumulativos; breves caligramas; sangrados anómalos– o, como reconoce el propio Blas, «rachas de surrealismo», acaso inspiradas por sus constantes lecturas de Rimbaud, al que rinde homenaje en diversos poemas de Hojas de Madrid con La galerna: «tu juventud atravesada por un túnel rosa y un barco que vacila, / […] tu juventud con un girasol en medio del vientre, / […] tu juventud vestida de osadía». Su gran ductilidad formal, labrada en una lectura infatigable de los clásicos, se acredita con la práctica igualmente despejada del soneto y la lírica popular, como los octosílabos asonantados de «El nieto»; del versículo y la canción; del poema narrativo y la elegía.

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Ficha técnica

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