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Vociferaciones, martillazos

Poesía

Jorge Oteiza

Fundación Museo Jorge Oteiza, Alzuza

Trad. de José Luis Padrón y Pello Zabaleta

828 pp.

41 €

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La Fundación Museo Jorge Oteiza ha emprendido la tarea de publicar los escritos del escultor y esta edición de su Poe­sía es el primer resultado. Su volumen notable puede inducir a engaño: obedece más a las características de la edición que a las dimensiones de la obra poética de Oteiza (1908-2003), que se reduce a dos títulos, Existe dios al noroeste (1990) e Itziar: elegía y otros poemas (1992), y unos cuantos poemas dispersos; en total, apenas doscientas cincuenta páginas de las impresas en este tomo. La acompaña aquí su traducción al euskera –a la que sobra la excusa de «ponerla a disposición del mayor número de lectores posible» (p. 24)– y un generoso conjunto de estudios previos y notas explicativas. Tal aparato engorda notablemente el tomo, pero no resulta ina­ne, pues la poesía de Oteiza se sitúa tan fuera de los cauces habituales de la expresión poética que le vienen bien algunas reflexiones contextualizadoras.

Aunque es probable que los muchos papeles perdidos entre 1935 y 1948 en su etapa hispanoamericana incluyeran ensayos poéticos, las primeras muestras de su poe­sía datan de 1954, cuando, en plena controversia sobre su contribución a la basílica de Nuestra Señora de Aránzazu (Oteiza ganó el concurso para esculpir el apostolario de la entrada al templo, prohibido luego por la autoridad eclesiástica y arrumbado en una cuneta de la carretera durante década y media), imprimió un centenar de copias de Androcanto y sigo, título de intención polémica luego incluido en Existe dios al noroeste. El opúsculo marca una tónica; casi podría decirse que establece una pauta. Oteiza poetizó sobre todo al abandonar la escultura, como si hubiera resuelto emplear la energía de sus martillazos en vociferaciones. Versos y prédicas alborotadas fueron, durante bastantes años, su obra más notoria. Y la coincidencia temporal del verso y la proclama no es casual: Oteiza fundó las especulaciones de su Quosque tandem…! Ensayo de interpretación estética del alma vasca (1963), a decir de muchos la obra más influyente en el nacionalismo vasco del siglo pasado, en las poses e ideaciones de poe­tas de tradición romántica. La poesía del de Orio está impregnada de mesianismo, ánimo injurioso, empeño proselitista, rebosa denuestos y vituperios, ruido y furia.

Los estudios preliminares de esta edición, firmados por Niall Binns, Félix Maraña, Jon Kortazar, José Ángel Ascunce y Gabriel Insausti, este último coordinador del volumen, atienden muy particu­larmente a la relación de la poesía y de las actitudes del escultor con las de un puñado de poetas chilenos que conoció a partir de 1935, en particular Vicente Huidobro y Pablo de Rokha, y con las de los poe­tas vascos del si­glo xx, en castellano y euskera. No cuesta mucho caer en la cuenta de que, acaso con la excepción de Unamuno, dechado de polemistas, Oteiza está mucho más emparentado con los primeros que con sus paisanos. Lo vasco pudo ser su horizonte y su finalidad, que lo hermana con autores de postura y de verbo muy distantes, pero su obra arraiga en buena medida en el lenguaje vanguardista y en la combatividad agresiva de Huidobro y Rokha, empeñados cuando él llegó a Chile en una batalla sin cuartel contra Neruda y entre sí.

Seguramente de ellos aprendió Oteiza que incumbe al poeta –al artista– no sólo descubrir el alma de su pueblo y ser su portavoz, sino acaudillarlo para que dicha alma halle su encarnadura y emprenda el proyecto de futuro que la realice. También que la poesía debe vo­cear, prometer, insultar, como los textos proféticos. De ellos tomó ejemplo para sus poemas extensos, desbaratados formalmente y en los que abundan neologismos, onomatopeyas, ruidos. Cuando a él le llegó la ocasión de volver a su tierra, utilizó esos recursos para sus campañas y sus polémicas, entre la estética, la divagación arqueológica y la política, campañas y polémicas que ocasionalmente se expresaron en verso.

Los versos de Oteiza despliegan recursos formales de orígenes y tradiciones diversas: juegan con la tipografía, la disposición del enunciado y el espacio de la página, se acompañan de dibujos, fotografías y fotomontajes, usan el lenguaje de la calle o titulares de periódico lo mismo que versículos bíblicos, enristran enumeraciones y cantilenas con palabros e injurias, saltan de la denuncia a la proclama, pasando ocasionalmente –sólo ocasionalmente– por la confidencia lírica. Todo ello contribuye a enunciados plenos de vigor, de franqueza, de entusiasmos y decepciones ajenos a toda veleidad literaria, pero que, por lo mismo, a menudo resultan exasperantes de puro exasperados, broncos y a duras penas significativos para el lector que no los comparta de antemano.

Porque su desenvoltura vanguardista, su buscar una forma en el desprecio de la forma, y tanta vociferación, tanto arrebato y tanto enojo, a ratos parecen confabulados para escamotear –y no para desvelar– preocupaciones y sentimientos. Oteiza derrocha certidumbres y vocea dicterios contra, pongamos, «los que lo han jodido todo», la «carroña gobernante» o la «imbécil muchedumbre», por no recurrir sino a una sola página (p. 313). Bastantes de ellos suenan, al cabo de los años, sabidos y previsibles. Sus embestidas adquieren por momentos el aspecto de una máscara y, lo que es peor, diríase que el dolor genuino, por contraste, transparenta a ratos falsillas de escasa eficacia poética. Como en su elegía a la esposa muerta. Entre poses y aspavientos, sin embargo, se dejan ver de cuando en cuando el desasosiego de la caída, la sos­pecha del fracaso, la soledad del energúmeno.

Oteiza quiso manejar la palabra con el mismo empuje adánico con que atacó la materia de sus esculturas, para descubrir en ella volúmenes y vacíos. Pero la materia verbal se rige por otras leyes. Queda la impresión de que el escultor, dotado para la palabra, la amarró tan estrechamente a su enojada mitomanía –él mismo recuerda con simple franqueza «mis oficios fabulosos» (p. 567)– que apenas acertó a de­sen­re­dar­la de ella cuando la quiso para otras expresiones: siguió sonando con timbre de megáfono.

La poesía de Oteiza es, sin discusión, Oteiza. No es suya porque tal o cual característica declare su autoría; es él porque toda su voz, estruendosa y también dolida, dice sus versos, los conforma. Constituye, pues, un monumento literario a la grandeza –en lo mejor y en lo peor– del escultor vociferante. Impresiona y abruma, todo en uno. Como Jorge Oteiza. 

 

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Ficha técnica

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