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La otra España (I)

¿Lugares que no importan? La despoblación de la España rural desde 1900 hasta el presente

Fernando Collantes y Vicente Pinilla

(Prensas Universitarias de Zaragoza, 2019

Rutas para descubrir la España vacía,

Francesc Ribes Gegúndez

Anaya Touring, Madrid, 2020

Recetas de la España vaciada

Pilar Pozuelo

Espasa, Barcelona, 2021

Lugares fuera de sitio. Viaje por las fronteras insólitas de España

Sergio del Molino

Espasa, Barcelona, 2018

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El título que antecede no es fruto de ninguna convicción personal sino que trata de ser reflejo de una realidad, aunque esa realidad quede lejos, desde mi punto de vista, de tener coherencia o simple entidad. Me temo que les debo una explicación. La explicación, por otro lado, es bien sencilla. La idea de que existen varias Españas se hunde en las profundidades del pasado. De hecho, como es sobradamente conocido, la propia denominación de las Españas tiene una larga raigambre, pues se ha empleado a lo largo de los tiempos en muy diversos sentidos. Si adoptamos su significado más literal, no estaríamos más que constatando una obviedad, que existen, por ejemplo, una España interior y una España litoral, una España urbana y otra rural, una España atlántica y otra mediterránea y así sucesivamente. Sería una ingenuidad limitar las consideraciones a esa vertiente puramente descriptiva. No podemos desconocer que cuando utilizamos el plural de las Españas, nos tenemos que hacer eco necesariamente de la carga de profundidad que tal cosa conlleva. Por lo general ello implica una centralidad o un punto de referencia sobre el que orbitan a más o menos distancia otros modos de entender la nación. Por decirlo con más claridad y en términos que desgraciadamente han sido usuales a lo largo de la historia, una ortodoxia y distintas heterodoxias o, para expresarlo aún más brutalmente, una España, la auténtica, la verdadera, y otra serie de propuestas que conforman una anti-España. Obsérvese la querencia reduccionista de las Españas, que tradicionalmente han quedado minoradas a dos, caracterizadas por su enfrentamiento a garrotazos, como en la estampa goyesca. En suma, las referencias a las Españas terminan desembocando en el reconocimiento de dos Españas, concebidas no como complementarias sino como contrapuestas de manera irreductible. Donde impera una, no hay sitio para la otra y viceversa. En el marco de la guerra civil, que constituyó para muchos y durante mucho tiempo la única forma de interacción de las dos Españas, se hizo un sitio para una tercera España, no siempre reconocida en el plano teórico y con frecuencia descartada como inexistente.

Me gustaría pensar que todo lo anterior pertenece más al pasado que al presente y, si acaso no es exactamente así, espero que al menos lo sea en un futuro próximo. Me parece atisbar que el debate de las Españas cainitas, si bien no ha desaparecido del todo del escenario político y mediático, por lo menos ha perdido la virulencia de antaño. La prueba es que han aparecido nuevas Españas –lo digo con la sorna imprescindible- que pugnan hoy por ocupar el espacio tradicional que antes monopolizaban rojos y azules. Con todo, estas nuevas Españas del debate público han heredado del pasado las connotaciones antes aludidas de confrontación radical. Si cuando aludimos a las Españas solo quisiéramos designar su variedad o ponderar sus contrastes, no habría nada que objetar, como tampoco podría impugnarse cualquier planteamiento crítico tendente a paliar, cuanto menos, los desequilibrios territoriales. Pero cuando se reconoce la existencia de una España desarrollada y otra España atrasada, una España rica y otra España pobre –y casi nunca se habla de las Españas intermedias- lo que se trata habitualmente es de poner los intereses particulares por encima de los generales, enfrentar unos sectores a otros o sacar tajada en la asignación de presupuestos. En última instancia eso es lo que explica el desenganche catalán: «España [como si ellos no fueran España, mal que les pese] nos roba». Es verdad que la dinámica centrífuga del presente Estado autonómico no ha hecho más que incentivar este proceso, porque cada parte está en exclusiva pendiente de lo suyo, desentendiéndose del todo, como si lo común, como decía una malhadada ministra, no fuera en efecto de nadie. Si nos empeñamos en ser positivos, podríamos señalar que, en el mejor de los casos, este estado de cosas ha generado una sensibilidad o una receptividad particular hacia las diversas patrias chicas que conforman la fisonomía peninsular. Algo es algo.

En este contexto hizo fortuna hace un quinquenio un libro y, sobre todo, una acuñación, la «España vacía». Como raro es el español que no ha utilizado en los últimos años esta expresión, forzoso es reconocer que el título en sí desbordó incluso el éxito, ya notable, del libro de marras (La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Turner, Madrid, 2016). Dicho con otras palabras, una parte considerable del público -¡ay, los tertulianos!- se apuntó al uso sistemático del sintagma sin leer el libro ni importarle un comino lo que el ensayista sostenía o defendía en él. Sergio del Molino, su autor, se ha quejado recientemente de ello y hasta ha escrito un nuevo libro, Contra la España vacía (Alfaguara, Barcelona, 2021) no tanto para abjurar del invento, pese al título, cuanto para –supuestamente- deshacer los equívocos generados, aunque mucho me temo que ha dejado el asunto más embrollado si cabe. Me ocupé del tema en el artículo anterior en estas mismas páginas de Revista de Libros («Patriotismo… ma non troppo»), así que orillaremos en esta ocasión la polémica centrada en el libro y escritor citados y nos centraremos en lo que todo el mundo conoce como el «problema de la España vacía». Aun así, no tengo más remedio que dar un par de pinceladas más acerca del propio concepto de vacío aplicado al territorio español, porque en caso contrario, de no hacerlo, no se entenderían algunas de las líneas medulares de la controversia que ha generado el asunto.

Como acabo de señalar, independientemente del contenido concreto del ensayo de Sergio del Molino, la noción de «España vacía» cayó en terreno fértil, aseveración que no implica necesariamente que fuese aceptada sin más la citada vitola y sus implicaciones. Antes al contrario, bien podría decirse que desde el principio se generó una importante controversia acerca de la pertinencia o idoneidad de la susodicha acuñación. Quisiera destacar en este sentido por su importancia objetiva –y, sobre todo, por la potencia de su contenido- un documentado artículo de Josefina Gómez Mendoza en las páginas de El País (11 de octubre de 2019), cuyo propio título era casi un manifiesto: «Por favor, no la llamen España vacía». El artículo de la reconocida geógrafa era importante por, al menos, tres motivos distintos y complementarios: primero, impugnaba por imprecisa y genérica la etiqueta de «España vacía», incapaz de dar cuenta en su vaguedad de la diversidad de situaciones que quería compendiar; segundo, conllevaba de modo implícito «una añoranza melancólica de un pasado que no fue, que al menos no fue como ahora se le idealiza». Recordaba mucho en este sentido al lamento noventayochista, el unamuniano «dolor de España», tan estetizante como estéril. Tirando de este último hilo, argumenta Gómez Mendoza que lo más trascendental de todo –y este era el tercer punto que quería destacar- es que «las denominaciones genéricas se tragan la historia y la geografía y la antropología y, por ello, impiden plantear políticas realistas y pensar en soluciones viables». Y esto último era lo único que en verdad debía importar. Por todo ello, clamaba, por favor, olvídense de esa denominación o de la aún peor «España vaciada», de «resonancia ginecológica». «Si acaso, despoblada».

A esas alturas el alegato, por muy bien armado intelectualmente que estuviese, era inútil. Quizá también lo hubiese sido un par de años antes pero, en todo caso, el marchamo de «España vacía» ya había cobrado vida propia, generando cientos de titulares y otros tantos banderines de enganche, proclamas populistas, manifiestos, programas políticos y controversias del más diverso signo. En otras palabras, se había convertido en un tópico, una especie de comodín ideológico susceptible de las más variadas interpretaciones. Quien mejor lo entendió fue un espabilado periodista, Daniel Gascón, que publicó con notable éxito una desternillante parodia de la progresía de última hornada en Un hipster en la España vacía (Random House, Barcelona, 2020), que Rafael Narbona reseñó en estas mismas páginas de Revista de Libros. El cachondeo en este caso llega al punto de que un ejemplar de La España vacía de Sergio del Molino le salva la vida literalmente al protagonista, el hipster del título: «Lourdes llevó la mano al pecho del hipster, donde había dado la bala. Tocó algo sólido. Lo sacó. Era un ejemplar de La España vacía, el célebre ensayo de Sergio del Molino. El libro había detenido el proyectil». No queda aquí la cosa, porque luego el autor se permite seguir la broma con la controversia entre vacía y vaciada: «Nos costó un poco encontrar el sitio porque no sabíamos si era el pabellón de la España vacía o el de la España vaciada (se habían hecho dos para no herir susceptibilidades)». Le fue tan bien a Gascón con su protagonista, Enrique Notivol, que ahora publica una segunda parte, La muerte del hipster (Random House, Barcelona, 2021).

Por otro lado, la propia nomenclatura de «España vacía» o «vaciada» se había convertido por si sola en un atractivo reclamo editorial, como muestran libros –cito casi al azar- como Rutas para descubrir la España vacía, de Francesc Ribes Gegúndez (Anaya Touring, Madrid, 2020) o Recetas de la España vaciada, de Pilar Pozuelo (Espasa, Barcelona, 2021). El primero se presenta así: «este libro no rehúye la realidad de la España vacía, pero tampoco se centra en lamentar su abandono ni certificar su declive. Más bien es una invitación a salir de los caminos más frecuentados y adentrarse en comarcas que han perdido a buena parte de sus habitantes o que nunca tuvieron muchos, y que conservan casi intacta su belleza natural, áspera y agreste, así como numerosos vestigios de su historia reciente o remota». Las rutas que se proponen en este volumen abarcan dos extensas áreas peninsulares: «una, atravesada por el Sistema Ibérico, que va desde Burgos y La Rioja hasta Castellón y Valencia, y abarca casi por completo las provincias de Cuenca, Soria, Teruel y Guadalajara, y otra que se extiende por el oeste junto a la frontera con Portugal, desde Ourense a Badajoz». El segundo libro, según su autora, se plantea como «un homenaje» a toda esa tierra humilde caracterizada ahora por la despoblación, la falta de recursos y de ayudas, pero que ha sido la cuna de una cocina tan imaginativa como exquisita, a partir de los elementos más modestos: «la olla popular de la cocina sefardí, las migas pastoriles, los gazpachos manchegos, el morteruelo o la repostería a base de almendras, huevos y azúcar».

A su manera, el propio Sergio del Molino también surfeó durante estos años sobre la ola de la «España vacía», pasando del discreto plano que ocupaba como escritor con cierto prestigio, pero minoritario, a un protagonismo casi abrumador. En 2018 se alzó con el premio Espasa de ensayo con un libro que seguía la estela de la «España vacía» y recordaba hábilmente en su formulación la otra cara de España, si no exactamente la que cabría denominar vacía, sí al menos la que quedaba fuera de los patrones habituales, esto es, excéntrica o inédita. Así lo proclamaba el mismo título: Lugares fuera de sitio. Viaje por las fronteras insólitas de España (Espasa, Barcelona, 2018). El libro es irregular, con algunos destellos penetrantes que no logran empero impregnar el libro en su conjunto de la originalidad pretendida, pero lo que me interesa destacar aquí es tan solo la (loable) insistencia del autor en ver España desde otros ojos o, mejor dicho, desde otra perspectiva, esa óptica insólita que proclama desde la portada. El espíritu que anima a del Molino, con el que no puedo estar más de acuerdo, es comprensivo e integrador: frente a las tendencias centrífugas y el deseo de construir nuevas naciones con la excusa de combatir una «España esencialista, autoritaria y cruel», propugna asumir nuestra historia e «integrar en ella a todos los que tradicionalmente se han sentido ajenos». Por tanto, esta otra España que contempla del Molino, que no es ya la España vacía sino la España de frontera –de múltiples fronteras, de los Pirineos a Olivenza o Melilla-, es también España, necesitamos contar con ella porque aquí no sobra nadie que quiera contribuir a una convivencia en paz, tolerancia y libertad. En el fondo es el mismo mensaje que defiende Contra la España vacía, aunque en este último la argumentación, podríamos decir, es más política que histórico-geográfica.

Como sucede con frecuencia en este tipo de controversias, los impugnadores de la mal llamada -en su opinión- «España vacía» no solían ir mucho más allá (con las excepciones de rigor, como siempre) de trocar esta denominación por sus equivalentes fonéticos o semánticos, o sea, las muy parecidas «España vaciada», «olvidada», «abandonada», «despoblada» o, simplemente, como se le conocía mucho antes del boom, «España interior». Con todo, hay que reconocer que en la turba de aportaciones había, junto a muchos lugares comunes, algunas apreciaciones valiosas para afrontar el problema. Quizá la más interesante de todas ellas, por su carácter técnicamente documentado, fue el libro de Fernando Collantes y Vicente Pinilla ¿Lugares que no importan? La despoblación de la España rural desde 1900 hasta el presente (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2019). Para empezar, en este caso los autores no eran, como solía ser norma, periodistas o literatos, sino dos profesores universitarios y expertos economistas, buenos conocedores de la materia, sobre la que venían trabajando y publicando desde hace varios años. El libro que menciono es, por tanto, un volumen de carácter científico, que aparece en una editorial universitaria, desprovisto de ribetes literarios y aún más alejado de la mera crónica periodística, motivos todos ellos que coadyuvaron a que pasara casi inadvertido en los escaparates de novedades. Una lástima.

Digo una lástima porque no estamos precisamente sobrados de aportaciones de ese tenor y ese calado. El libro se divide en tres apartados: trata el primero de las líneas fundamentales del proceso de despoblación en España a lo largo de los últimos siglos, situándolo en el contexto europeo, es decir, haciendo historia comparada con otros países de nuestro entorno. La parte segunda se ocupa de las causas complejas del fenómeno y la tercera atiende a las consecuencias, con una reflexión final sobre la atracción mediática que ha despertado últimamente el tema. No vamos a entrar en consideraciones históricas ni comparaciones pues, por encima de ellas, lo que nos importa es señalar que la despoblación –un fenómeno muy reciente, tal como hoy lo concebimos- no constituye ni mucho menos una anomalía española, más bien todo lo contrario, pero se vivió en España de manera más tardía aunque también más aguda que en otros países cercanos. La obra, aun siendo excelente, tiene dos puntos débiles: en su versión española no es más que la traducción del volumen de estos mismos autores que apareció originalmente en inglés en 2011, sin apenas actualizaciones; más importante aún para los planteamientos que aquí se desarrollan es que los autores manifiestan una voluntad decidida de desdramatizar el problema, lo cual me parece encomiable pero –por decirlo en términos castizos- creo que se pasan de frenada. Una cosa es desenmascarar el alarmismo mediático y no subirse al carro fácil de la demagogia –y es verdad que mucho de esto hay- y otra muy distinta, una actitud supuestamente desmitificadora cuyo objetivo último parece ser difuminar la gravedad del asunto.

Podría parecer que trato de buscarle tres pies al gato, pero lo cierto es que en un artículo ligeramente posterior al libro, pero del mismo año 2019, Fernando Collantes y Vicente Pinilla insistían sobre el último matiz que acabo de señalar. En «Cuatro cosas que no se cuentan sobre la despoblación rural», los autores se lanzaban a combatir cuatro lugares comunes o mistificaciones en torno al tema en los términos que siguen. «Los medios nos ofrecen una imagen muy pesimista de la demografía rural. Esto es conveniente para vender la historia, pero difícil de sostener con las cifras en la mano». Por el contrario, argumentan, lo que estas últimas muestran es que «la España rural tomada en su conjunto tiene hoy más población que hace un cuarto de siglo». En segundo lugar, se ha generalizado la especie de que «los problemas del medio rural son los problemas de los agricultores y ganaderos», cuando en realidad «el desarrollo rural depende en gran medida de que las economías locales sean capaces de diversificarse hacia sectores diferentes del agrario». Tercero, según «los medios, vivimos en un país desastroso que no podría contrastar más viva y amargamente con sus vecinos europeos», pero lo cierto es que la situación española no difiere esencialmente de otros países cercanos y en ningún sitio se «han puesto en práctica políticas rurales capaces de frenar sustancialmente el vendaval de la despoblación cuando este ha azotado de veras». En este punto adoptan una actitud de repudio con respecto a la nomenclatura que se ha popularizado: «si la expresión ‘España vacía’ nos parece algo imprecisa (al fin y al cabo, hay miles de conciudadanos viviendo en ella), la expresión ‘España vaciada’ nos parece particularmente desafortunada porque transmite una imagen distorsionada, exageradamente politizada, de las causas de la despoblación».

El último punto y, en mi opinión, el más polémico de este alegato va directo al corazón de las movilizaciones de la «España despoblada», por cuanto el denominador común de estas es llamar la atención de los poderes públicos para que establezcan una política activa de reversión del proceso. No hace falta ninguna «nueva política» ni medida radical alguna, vienen a decirnos los autores, sino gestionar más eficazmente a partir de lo que ahora mismo se dispone. Reproduzco sus palabras: «El gran reto que tenemos por delante no es pegar el puñetazo en la mesa para que todo cambie de una vez por todas, sino conseguir que los instrumentos legales con que ya contamos funcionen mejor de lo que lo han hecho hasta ahora». Y una cosa más todavía para remachar este clavo: el gran error es pensar que las soluciones, si así pueden llamárseles a las medidas que se deben adoptar, deben venir del ámbito político, como disposiciones legislativas o resueltas disposiciones gubernamentales. No, no será la política quien resuelva los desequilibrios territoriales sino el mercado. Reproduzco un párrafo esclarecedor que supone una enmienda a la totalidad de la opinión predominante: «La inmensa mayoría de experiencias europeas de repoblación rural presentadas por los medios no se derivan de unas políticas supuestamente innovadoras, imaginativas y eficaces, ni mucho menos de la tan cacareada ‘voluntad política’ a la que con tanta frecuencia hacen referencia quienes argumentan que el problema es que nuestro medio rural ha sido abandonado a su suerte por parte de una olvidadiza e insolidaria sociedad urbano-céntrica. No: la mayor parte de esas experiencias de renacimiento rural (en Escocia, en Francia, en Escandinavia) surgen de fuerzas de mercado, ya sea en el mercado laboral, en el mercado residencial o en ambos».

Me quedan algunos libros que comentar y algunas otras cosas que exponer. Intentaré dejarme espacio también para algunas conclusiones. Espero no agotar la paciencia del posible lector. Pero, en fin, hagamos ahora una pausa y dejemos todo ello para una segunda parte.

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