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El humor negro como Schadenfreude (II)

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Una portada puede sintetizar en una sola imagen el contenido esencial de todo un libro. No es usual, desde luego. Más bien es absolutamente excepcional. Hay que ser un diseñador muy bueno y dar con la tecla exacta. En el caso que nos ocupa, Manuel Estrada lo ha conseguido plenamente. El libro en cuestión es un ensayo de Richard H. Smith: Schadenfreude. La dicha por el mal ajeno y el lado oscuro de la naturaleza humana. Recordarán que empecé a hablarles de él en la entrega anterior. En la portada, sobre fondo blanco, resaltan las siluetas oscuras de cuatro cuchillos de distintas dimensiones que penden de sendos enganches. Se supone que lo de desigual tamaño será para incitar a que cada cual se sirva coger el que necesite, según sea la ocasión. Del ganchillo central pende otro objeto negro, pero de fisonomía completamente distinta (se trata de un rectángulo muy alargado) y funcionalidad alternativa: es un mando a distancia para DVD, vídeo o televisión. No seré yo quien estropee el mensaje sin palabras con unas glosas perfectamente prescindibles. No cabe mayor expresividad con elementos más reducidos. Chapeau!

Malo, moralmente hablando, es quien hace el mal, como el que coge un cuchillo para asestar una puñalada. Peor es aún aquel que disfruta con las consecuencias de ese mal, viendo sufrir a los demás, por ejemplo. Pero, ¿cómo calificaríamos a quien, sin hacer mal alguno, goza con el mal infligido por otros? En términos más distanciados, la pregunta que nos ocupa es tan inquietante como fácil de formular: ¿disfrutamos los seres humanos con el mal ajeno? En síntesis, como ya traté de argumentar el otro día, la respuesta debe considerar necesariamente tres variables: la primera, el tipo de mal de que estemos hablando. No es lo mismo un tsunami que una ola de calor, del mismo modo que no son equivalentes una leucemia y un resfriado. La segunda, de qué clase de alegría hablamos: si de una explosión cínica de júbilo o un vergonzante regusto que apenas podemos confesarnos. El tercer factor sería la naturaleza de cada persona. Como todos sabemos por experiencia, hay gente que ostensiblemente se solaza en las desventuras ajenas y gente que obra con empatía y solidaridad. Pese a todo, como las simplificaciones son inevitables, y más en una reflexión tan limitada como la presente, la pregunta inicial sigue en el aire como un desafío. Y, por tanto, si me apremian a contestar y a definirme, lo haré. Y lo haré para sostener que sí. Con todas las salvedades y matizaciones que se quieran, desde luego. Pero también, sin duda alguna, reiteraré que la respuesta tiene que ser afirmativa.

Partamos de una obviedad. Por regla general –es decir, descontando santos y héroes?, cada uno de nosotros hallamos en nosotros mismos ?o en nuestro círculo familiar más íntimo? el centro de gravedad del mundo. Decía Protágoras que «el hombre es la medida de todas las cosas». Deberíamos entender aquí «hombre» en el sentido más egocéntrico posible, como el yo descarnado, para decirlo sin ambages. La mayoría de la gente no trata tanto de adaptar su yo al mundo como el mundo a su yo. Ello lleva a que nuestras percepciones estén habitualmente sesgadas, a veces hasta un grado cómico. Smith, el autor del libro, cita en este punto al cómico George Carlin cuando comentaba: «¿Alguna vez han advertido que cualquiera que circule por la carretera más despacio que usted es un idiota, y cualquiera que circule más deprisa es un loco?» (p. 51). En términos mínimamente objetivos, la estimación es ridícula, obviamente, pero Smith es más comprensivo y considera que esas ilusiones ayudan a nuestra autoestima. Se han hecho múltiples experimentos y encuestas psicológicas sobre autopercepción, con un resultado siempre coincidente: la inmensa mayoría de las personas nos consideramos superiores a la media, aunque eso, como es evidente, supone una imposibilidad matemática.

Suena cínico predicar que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, pero, como suelen repetir los psicólogos, sin unas mínimas dosis de atención a uno mismo –en definitiva, de construcción de la autoestima?, no podemos proponernos otras metas, por muy generosos que pretendamos ser. Como no quiero ponerme trascendente, lo diré con las palabras de Mel Brooks que se reproducen en el libro (p. 73): «Tragedia es cuando me corto un dedo. Comedia es cuando uno se cae por el hueco de una alcantarilla y se mata». Si les parece muy bestia (o muy burdo), les propongo una cita alternativa, también tomada del libro (p. 130), aunque en esta ocasión nimbada del prestigio de Aristóteles, al que se atribuye la frase de que la suerte es «cuando un proyectil golpea al hombre que está a tu lado y no a ti». Un representante de la cultura popular norteamericana, Dale Carnegie –como verán, así cubro todo el espectro?, expresaba esas mismas convicciones de manera todavía más prosaica, aunque no por ello menos realista: «El dolor de muelas de una persona significa más para ella que una hambruna en China que mata a un millón de personas» (p. 116). En esta misma página está mi cita favorita, una máxima de La Rochefoucauld tan elegante en la forma como demoledora en el fondo: «Todos tenemos fuerza suficiente como para soportar las desgracias de los demás».

El autor del libro, Richard H. Smith, dedica los capítulos iniciales a mostrar desde diversos puntos de vista que la autoestima se construye necesaria e inevitablemente en términos comparativos. Aunque no quiera ser por fuerza el mejor, el número uno, sino simplemente bueno en mi trabajo, en mi vida familiar o en mis relaciones sociales, tengo que compararme con los demás. Sé que soy bueno, profesionalmente hablando, por ejemplo, porque hago las cosas mejor, más rápidamente o de forma más eficaz que la mayoría de quienes me rodean. Esa constatación de mi superioridad me hace sentir bien, contribuye a mi autoestima. Sin embargo, como no soy el mejor de modo absoluto, tengo un molesto sentimiento de inferioridad respecto a los que me superan. Smith dedica algunas páginas interesantes a mostrar «las raíces evolutivas de la comparación social». Cuenta casos curiosos –al menos para los neófitos en ese campo, como yo?: investigaciones con monos capuchinos que ponen de relieve su receptividad a las recompensas en términos comparativos. En diversos experimentos, los animales no sólo se fijaban en los premios que obtenían ellos por una tarea bien hecha, sino en los que recibían sus compañeros por esa misma labor. Exigían que las recompensas fueran iguales y, cuando no era así, mostraban su decepción o incluso su ira. Volviendo a los humanos, resulta evidente que si me siento maltratado, ignorado o superado por otros, veré en el batacazo imprevisto o la desgracia repentina de estos un motivo de satisfacción, como si la diosa Fortuna hubiera querido resarcirme. Con una sonrisa de oreja a oreja diré a todo el que quiera oír me: «¡En fin… ya lo ves! ¡Nadie es perfecto!»

Yo no sostengo que siempre nos riamos contra alguien, es decir, que la risa, por definición, sea agresiva. Queda muy bien decir, como hace Andrés Barba en La risa caníbal, que toda risa es devoradora, pero no creo que eso sea cierto, como ya argumenté en este mismo blog. Hay risas inocentes. Pero, en consecuencia, y de modo indiscutible, también las hay de cuño opuesto, es decir, risas ácidas, virulentas, desdeñosas, provocadoras… En el contexto en que estamos moviéndonos, se entenderá muy bien el tipo de humor que genera el sentimiento de inferioridad, un humor resentido, mezquino, incluso cruel. El mecanismo psicológico que se dispara no es la empatía, sino todo lo opuesto a ella: disfrutamos con el mal del vecino. La desgracia ajena nos hace más tolerable, por comparación, la poco satisfactoria vida que llevamos. Déjenme que se lo diga, una vez más, con una cita de La Rochefoucauld que tomo también del libro que me sirve de referencia (p. 41): «Si no tuviéramos nuestros propios defectos, no nos deleitaríamos tanto en advertir los defectos de los demás».

Uno, en principio, estaría tentado de pensar que la ubicación psicológica opuesta, esto es, la sensación de superioridad, nos pone a resguardo de la necesidad de utilizar ese humor lacerante y bastante ruin. ¡Nada más lejos de la realidad! Quien se ve o, simplemente, se cree superior, necesita ejercer esa superioridad, del mismo modo que quien tiene poder necesita no sólo ejercerlo sino, en la medida de lo posible, desplegarlo hasta sus últimas consecuencias. En muchos casos, el poder sirve, por encima de todo, para alardear de él. Con frecuencia, sentimos que no basta ganar: el otro ?o los otros? debe perder. Los hinchas del Madrid o del Barça o de cualquier otro equipo del mundo con rivales a muerte lo saben bien. Casi podría decirse que no me satisface tanto mi victoria como el hecho de que el rival haya mordido el polvo. Verlo humillado, rendido a mis pies, me proporciona la satisfacción suprema. En una viñeta de The New Yorker, un perro expresa ese sentimiento tan humano de forma prístina: «No basta con que tengamos éxito. Además, los gatos tienen que fracasar».

Lo curioso del caso es que esa dinámica nos arrastra más allá de las pugnas establecidas y de los enemigos convencionales. Quiero decir que el mecanismo psicológico subyacente se aplica también a quien potencialmente es de los nuestros. Mi autoestima no se alimenta tanto de la confrontación con un enemigo lejano o un rival remoto como con la comparación con mi vecino, mi colega, mi cuñado o mi amigo. Ello explica que me dé igual que Bill Gates haya ganado este mes cien mil millones de dólares, pero me tenga sin dormir que a mi compañero de trabajo le hayan tocado diez mil euros en la Bonoloto. La Schadenfreude en sus diversos matices surge de la comparación con quienes tengo más a mano. Por eso me cuesta tanto soportar el bien o la suerte del familiar, del compañero de trabajo o del vecino. Por eso me alegro de su caída en desgracia. Por eso alimento mi autoestima ejerciendo sin cortapisas mi superioridad. Otra viñeta de The New Yorker daba en el clavo al expresar esa actitud tan usual: «No me basta con volar en primera clase. Además, mis amigos tienen que volar en turista».

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Ficha técnica

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