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La okupación del partido demócrata (2)

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Los cuarenta años que van desde 1968 (fecha del triunfo presidencial de Nixon) hasta 2008, cuando Obama se alzó con la victoria, fueron una era marcada por la hegemonía electoral del Partido Republicano, sólo puntuada por la efímera victoria de Carter en 1976 y los ocho años de Bill Clinton entre 1992 y 2000 —un anverso del largo trecho de control demócrata entre 1934 y 1968—. 

Bajo Clinton, la economía americana conoció una etapa de auge. El crecimiento económico se mantuvo alrededor del 4% y la creación de empleo alcanzó un récord con 22,7 millones de nuevos puestos de trabajo. Clinton subió los impuestos a las rentas más altas al tiempo que recortaba gastos en defensa y en asistencia social. Al final de su mandato, el presupuesto federal marcaba superávit y la deuda nacional había descendido hasta 31% del PIB. 

Pese a esos éxitos económicos el año 2000 fue especialmente amargo para los demócratas porque su candidato presidencial, Albert Gore, fue incapaz de revalidarlos con un triunfo electoral. Al igual que en 2016, Gore superó en número de votos populares a Bush Jr., pero se estrelló en el Colegio Electoral. En 2000, Bush Jr. ganó 11 estados que habían votado demócrata en 1996, entre ellos, Florida cuyos 25 votos electorales inclinaron la balanza a su favor. En 2004, pese a que el nuevo presidente se veía anegado por dos largas e inciertas guerras (Irak y Afganistán) y una creciente contestación interna, John Kerry mordió otra vez el polvo. 

Entre los estrategas demócratas, esas derrotas impulsaron una larga etapa de reflexión que desembocó en una radical puesta en cuestión de prioridades y conductas. Muchos votantes tradicionales del partido, especialmente los trabajadores blancos sin título universitario le habían vuelto la espalda. La lección estaba clara: it’s not the economy, stupid

No lo estaba tanto el por qué. Ya en 1997 —con una victoria de Bill Clinton algo menor de la esperada en 1996— algunos habían apuntado la necesidad de sortear la contradicción de un partido orientado casi en exclusiva hacia los sectores sociales más pobres, por quienes apostaban con un liberalismo cultural y globalista. Había que «establecer una nueva síntesis de sentido común cultural con medidas para apoyar y dar poder a los ciudadanos de a pie en sus lugares de trabajo, en sus familias y en sus instituciones sociales» (Theda Skocpol y Stanley Greenberg, The New Majority: Toward a Popular Progressive Politics, Yale UP: New Haven 1997). Pero eso era un deseo, no un análisis. 

Cuatro años más tarde, se apuntaba algo más concreto: la causa de las derrotas había sido la Gran División en el seno de los trabajadores blancos. A un lado estaban quienes contaban con un título universitario y habían alcanzado notables mejorías en su nivel de vida durante los últimos veinticinco años; al otro, la gran mayoría (70-75%) que no había conseguido despegar. 

Esa gran mayoría, empero, tampoco era homogénea. En su mayor parte estaba compuesta por personal que trabajaba en la creciente economía de servicios frente al predominio anterior de los obreros fabriles. Buena parte de ese grupo tenía algunos años de estudios superiores y pertenecía al género femenino, lo que les inclinaba menos al radicalismo y a la protesta. Pero, «en términos económicos no [son] tan diferentes de la clase trabajadora blanca de las generaciones anteriores» (Ruy Teixeira y Joel Rogers, America's Forgotten Majority, Basic Books, Nueva York, 2000). Y era justamente en ese grupo —alrededor del 55% de los votantes y de la población y sin adhesión estable a ninguno de los dos grandes partidos— en donde se decidían las elecciones. 

En 2004 Stanley Greenberg subrayaba cómo la oscilante fidelidad de ese enorme bloque del electorado había convertido las elecciones americanas en una lucha cada vez más igualada —Greenberg la llamaba paritaria, es decir, en igualdad de fuerzas— en la que lo importante para los partidos era y es controlar con firmeza a sus bases y, luego, conseguir sumar a ellas a los independientes. De esta forma, como se ha visto en los últimos veinte años, quien gana, gana por diferencias escasísimas, salvo en las dos elecciones presidenciales de Obama. Y aun entonces, tras la etapa 2008-2010, el Congreso estuvo profundamente dividido. Resultado: América está cada vez más polarizada. 

Pero Greenberg aportaba un matiz decisivo a la reflexión anterior: los trabajadores blancos de todos los sectores, ya sean fabriles o de cuello blanco, ya de la industria o de los servicios, pueden no ser fundamentalmente diferentes de las generaciones que les precedieron en cuestiones económicas, pero eso no es lo que cuenta. «La paridad ha encerrado al país en una política de diferencias culturales […] Son esas divisiones las que crean la polarización entre las dos Américas, pues sus diferencias se enmarcan cada vez más en la discusión sobre las formas de vida mejores o más deseables; y no sobre las cuestiones de la vida [económica JA] cotidiana» (The Two Americas, Thomas Dunne Books: Nueva York 2004). 

¿Era un diagnóstico correcto? 

En su momento Martin Luther King Jr. había dicho algo que Obama repetiría a menudo: que «el arco del universo moral es alargado, pero acaba por inclinarse del lado de la justicia». Ninguno de ellos aclaró de dónde surgía ese poderoso clinamen del arco, pero algunos estrategas demócratas les habían tomado la delantera y sabían de qué lado caía la justicia. «Los demócratas de hoy son el partido de la transición desde el industrialismo urbano a un nuevo orden postindustrial y metropolitano en el cual hombres y mujeres desempeñarán los mismos papeles y donde la América blanca será relevada por una América multirracial, multiétnica» (John Judis y Ruy Teixeira, The Emerging Democratic Majority, Scribner: Nueva York 2002). 

En los años 20, decían, Estados Unidos inició su marcha hacia una sociedad posindustrial donde la producción de ideas y servicios iba a dominar sobre la de bienes. Los nuevos profesionales que se sentían frustrados por la lógica del mercado veían en el Partido Demócrata al partido de un capitalismo regulado, no salvaje. 

A partir de los 60 esos nuevos profesionales también iban a imponer un profundo cambio axiológico: críticas a la familia patriarcal; igualdad de oportunidades para mujeres y hombres, para negros y blancos; revolución sexual; conciencia ecológica. En suma, los americanos abandonaban los valores de la antigua sociedad conservadora para abrirse a nuevos movimientos feministas, ecologistas, de defensa de los derechos civiles, y abrazaban una ética libertaria en su vida personal. 

Finalmente, la geografía del país estaba llamada a pasar de la estructura impuesta por la tríada ciudades/campo/suburbios a una nueva formación —las áreas urbanas metropolitanas que se iban a convertir en los centros decisivos para la producción de ideas y donde los nuevos profesionales, además de ejercitar sus nuevos valores, los extienden al conjunto de la población hasta impregnar a la propia clase trabajadora blanca—. «Y a medida que se extiendan esas metrópolis posindustriales, el conjunto del país se tornará más demócrata». 

Conviene tener en cuenta la fecha de la escritura del libro para no rociar a sus autores con una excesiva ración del sarcasmo que merecen. Poco sabían a la sazón de lo que les quedaba por pasar con Bush Jr. y, más tarde, cuando la nueva era demócrata parecía estar finalmente encarrilada con Obama, que iban a tener que habérselas con Trump. Si algunas de las profecías sobre los efectos miríficos de esos cambios pretendidamente inexorables se han cumplido, hasta el momento la más importante de todas -la creación de una nueva mayoría demócrata- ha resultado inane. 

No, no la ha habido y, más aún, lejos de unificar al país, los cambios en la afiliación partidista —como  había anticipado Greenberg en 2004— han empujado a una creciente polarización. Así aparecía en un estudio del Pew Center que anticipó atinadamente el comportamiento de los votantes poco antes de la elección 2016  y así aparece hoy en otro más cercano.

¿Por qué? 

La hipótesis de Daniel Bell sobre esta nueva sociedad post-industrial resultó correcta a grandes rasgos, pero el tiempo se ha encargado de precisar sus detalles y de activar sus múltiples efectos inesperados. En las sociedades desarrolladas el peso de la economía recae, sí, sobre una creciente fracción de los servicios que han eclipsado a la agricultura y a la industria. Es un sector de dimensiones gigantescas en el que convergen grandes empresas (financieras, transporte, comunicaciones, alimentación, hostelería, etc.) y un vastísimo universo de pymes y de prestadores individuales (ayuda doméstica, cuidado de personas dependientes, beneficencia, etc.). Que, empero, una mayoría de trabajadores de los servicios haya de experimentar los mismos cambios en sus valores, en sus modos de vida y en sus opciones políticas porque todos ellos han escapado del trabajo manual parece una sinécdoque insostenible. 

La trama se espesa con la relativamente reciente expansión -no más de treinta años- de las empresas globales y la llamada revolución TIC (Tecnologías de Información y Comunicación) que cambió las formas y los estadios de la producción de bienes y servicios, sustituyendo las ventajas comparativas nacionales de Ricardo por las cadenas globales de valor en lo que Kenneth Baldwin ha llamado la Curva de la Sonrisa

En síntesis: el valor añadido de esas compañías se produce  en tres momentos principales: pre-fabricación (diseño), fabricación (manufactura) y posfabricación (marketing, ventas y atención al cliente), de los cuales sólo el primero y el último se llevan a cabo en el país de la propiedad intelectual, en tanto que el intermedio puede deslocalizarse hacia otros, con dos consecuencias importantes: abaratamiento de los costes de producción (bajos  salarios entre los trabajadores manufactureros, por ejemplo, chinos) y recorte salarial o paro entre los trabajadores del país donde reside la matriz. 

Apple, por ejemplo, cerró sus fábricas USA en 2004, dejando al pairo a muchos trabajadores estadounidenses —un proceso que ha contado con muchos imitadores en los años de globalización sin freno—. Los intereses y los salarios de los nuevos profesionales que se agrupan en las comisuras de la sonrisa —pre- y post-fabricación—, y que poseen generalmente grados universitarios, difícilmente coincidirán con los de los trabajadores del Cinturón de la Chatarra, digan lo que digan Judis y Teixeira o sus seguidores sobre las variaciones culturales que ha experimentado el conjunto de la sociedad estadounidense. Si hay algo sorprendente en la geografía electoral norteamericana no es la falta de eclosión de una mayoría demócrata, sino que todavía ese partido cuente con el apoyo significativo de bastantes trabajadores blancos sin grado universitario —un 32% de los votantes demócratas en 2016—.

Ante la creciente pérdida del voto de los trabajadores blancos no cualificados, los estrategas demócratas han apurado el recurso a lo que llaman la variedad necesaria para una integración social armónica que facilite su ascenso al poder. Hasta los 1960s la mayor división en la sociedad americana era racial: blancos y negros.  Había otros grupos étnicos pero el número de sus integrantes fue escaso hasta que en 1965 un cambio legislativo facilitó la entrada de otros, especialmente hispanos y asiáticos. La legislación antirracista de los 1960s y las políticas de acción afirmativa que le siguieron se encaminaban a dar mayor protagonismo económico, social y político a las crecientes minorías en aquella sociedad mayoritariamente blanca. Desde entonces, el Partido Demócrata ha dedicado grandes esfuerzos a cooptarlas, con especial atención hacia la población negra y, cada vez más, hacia todos los grupos que no sean abiertamente blancos —esa borrosa gente de color de la que habla la jerga periodística actual—. 

En su defensa de la variedad, los demócratas han impulsado también la acogida de otros grupos identitarios a los que extienden su protección no por ser minorías —algo imposible en el caso de las mujeres (51% de la población USA en 2017)— sino, en una interpretación lata de la Ley de Derechos Civiles de 1964, por haber sufrido o sufrir discriminación en el ejercicio de esos derechos. Así se han incorporado al programa demócrata las reivindicaciones de múltiples grupos feministas, de los de orientación sexual no cispatriarcal y de otros que creen ser víctimas de algún tipo de discriminación o selección excluyente. Ser excluido implica serlo respecto de algo, lo que, en el caso norteamericano, nos remite a los supuestos privilegios de que disfruta el conjunto de la población masculina y blanca. 

La igualdad de todos ante la ley ha dejado de ser vista como igualdad en los derechos que asisten a los distintos individuos en la defensa de sus intereses y cada vez más —según los partidarios de la cosmogonía socialjusticiera— se equipara con los resultados iguales que tienen que alcanzar todos y cada uno de los miembros de esos grupos identitarios. Que la fórmula no sea más que un oxímoron retórico no ha impedido que sus partidarios hayan okupado un importante espacio en el Partido Demócrata. Que esto les haya enajenado a muchos de sus antiguos seguidores, y, más importante, a buena parte de sus necesarios votantes actuales, tampoco parece preocupar en exceso a sus dirigentes. Pero el partido, como lo muestra la plataforma programática, entre pedante y gaseosa, aprobada en su Convención 2020, parece estar perdido a la hora de fijar líneas claras de actuación que le permitan ganar las elecciones. 

Cada día más, sus dirigentes y sus apoyos mediáticos y sociales pujan por convertirlas en un referéndum sobre la personalidad de Trump mientras evitan definir y debatir sus propias prioridades políticas. Y eso no se debe a que carezcan de la inteligencia necesaria para formularlas; sino, a mi entender, a que les resulta imposible conformarlas en medio de los objetivos mutuamente exclusivos que inspiran a sus corrientes internas.

La primera y más importante —orientada a un 60% de su electorado— es la que incluye a lo que suele llamarse el establecimiento, es decir, un sector centrista interesado en la obtención de recursos y votos por medio de las instituciones que les vinculan con buena parte de la sociedad civil, especialmente los sindicatos y los comités del partido. Este sector mayoritario suele adoptar con disciplina las decisiones de sus órganos de dirección (Comité Nacional y las cumbres del partido en el Congreso) y las ejecuta con fuerza y determinación, incluyendo a los numerosos voluntarios que se ponen a su disposición. La vocación centrista suele consistir en mantener un equilibrio entre extremos, aunque en la presente elección no siempre resulte clara su ubicación ni su peso.

Junto a ellos, hoy, es necesario referirse a los progresistas que, a su vez, se dividen en dos sectores de mal acomodo mutuo —progresistas de izquierdas y globalistas, también conocidos como neoliberales—. Los primeros recogen a los diferentes movimientos agrupados en torno a las exigencias de la justicia social y han okupado buena parte de lo que antaño estaba en manos de los sindicatos y las asociaciones en las que se agrupaban los trabajadores blancos sin diploma. Se supone que cuentan con alrededor de un 20% de la militancia y que sus miembros tienden a ser parte de la intelligentsia universitaria y mediática. Los grupos más conocidos son plataformas identitarias como Black Lives Matter o #MeToo o, con mayor ambición en sus fines políticos, Democratic Socialists of America. Este último sector oscila entre la exigencia de reducir el poder de los grandes grupos de negocios (Elizabeth Warren) o, simplemente, implantar una polis con rasgos socialistas a mitad de camino —espinoso equilibrio— entre la socialdemocracia escandinava y la planificación central de ominosa memoria (Bernie Sanders). Más o menos cercano a ellos aparece el Green New Deal propuesto por Alexandria Ocasio-Cortez, la estrella de este sector progresista de izquierda que cuenta con amplias simpatías entre el electorado más joven, especialmente la generación del Milenio.

A mi entender, el sector más curioso de todos es el de los mal llamados neoliberales, al que los biempensantes atribuyen alrededor de otro 20% del partido. Buena parte de sus componentes son defensores tradicionales del mundo de los negocios, con su epítome en Wall Street, pero provienen de las empresas tecnológicas del Nasdaq. No consiguen ver nada bueno en las propuestas de la izquierda de acabar con el capitalismo, pero están dispuestos a unir fuerzas con parte de ella a favor de un capitalismo bien manejado —por así decir, a la francesa—, con fuerte protagonismo del estado y del sector público. A su estado —aún tendría que ser nacional— le correspondería la complicada misión de ser el defensor último de los intereses de las empresas globalizadoras en un mundo cada vez más complicado geopolíticamente; y, al tiempo, el sector público organizaría y dirigiría las transferencias necesarias para que el sector de los trabajadores blancos sin diploma y otros perdedores de una globalización renovada aceptasen quedarse en casa con una renta mínima universal y sin molestar mucho. 

Por más que los grandes aliados mediáticos del Partido Demócrata traten de que pensemos lo contrario, John Biden va a tener que apretar mucho para ganar las elecciones de 2020. Estas van a ser, sin duda, un momento crucial en la vida de Estados Unidos… y del resto del mundo.

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