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La melancolía… ¿al alcance de todos?

Melancolía y cultura. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro

Roger Bartra

Anagrama, Barcelona, 2021 [Edición actualizada de Cultura y melancolía, Anagrama, 2001.

Edición actualizada de Cultura y melancolía, Anagrama, 2001

320 p.

El duelo de los ángeles. Locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno

Roger Bartra

F.C.E., México, 2018, consultado en formato e-book [Primera edición, Pretextos, España, 2004]

La melancolía en tiempos de incertidumbre

Joke J. Hermsen

Siruela, Madrid, 2019

Traducción de Gonzalo Fernández Gómez

172 p.

El mono ansioso. Biografía de la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión

Xavier Roca-Ferrer

Arpa, Barcelona, 2019

452 p.

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Hace ya dos décadas, el veterano y polifacético antropólogo mexicano Roger Bartra, hijo de exiliados catalanes, publicó una obra que ejercía de referencia ineludible para todos los que estábamos implicados en seguir el rastro de la melancolía en la cultura occidental y, más propiamente, en el marco hispano: se trataba del volumen titulado Cultura y melancolía que Anagrama publicó en 2001. Su subtítulo aportaba mucha mayor precisión acerca del contenido del ensayo: Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro. Ha pasado tiempo más que suficiente para los que los estudiosos del tema o simplemente los interesados en el mismo acudan a esas sabias páginas en busca, no tanto de certezas, que no las había o, al menos, no eran determinantes, como de pistas e intuiciones sobre la fascinante elaboración artística e intelectual que se sirve de la desesperanza como combustible privilegiado. No voy a entrar por ello en el análisis de aquel libro, porque presupongo ya suficientemente informado de él a todos los que podía afectarles. Sí quiero en cambio dar noticia de la llegada de una nueva edición, que no introduce modificaciones significativas en el contenido propiamente dicho, pero que permuta el orden de los dos principales conceptos aludidos en el título de un modo que el autor justifica como algo más que un capricho o un mero reclamo publicitario: «He cambiado el orden de los ensayos y de muchas de sus partes con el propósito de que el texto fluya mejor, desde la apertura teórica hasta la exploración de casos concretos en el Siglo de Oro español. Estos cambios los realicé para las ediciones en inglés (2008) e italiano (2012) del libro».

Dividido en tres partes, «Los mitos de la melancolía», «El Siglo de Oro de la melancolía» y «Melancolía y cristianismo», el volumen en cuestión, no muy extenso –algo superior a las trescientas páginas- para la vastedad del asunto, toma como eje de reflexión, en el que se engarzan otros motivos, la glosa de tres libros: por una parte, dos tratados médicos del siglo XVI –el Libro de la Melancolía (1585) de Andrés Velásquez y el Examen de ingenios para las ciencias (1575) de Juan Huarte de San Juan-; por otro lado, una lectura pro domo sua de la inmortal novela de Cervantes, pues no en vano el «Caballero de la Triste Figura», toda una carta de presentación, constituye en su interpretación el adalid de la melancolía en la cultura europea de la época. Pero, como ya anuncié antes, creo que no tiene sentido a estas alturas diseccionar una obra ya suficientemente conocida y ponderada. Es cierto que algo parecido podría decirse de la bastante menos difundida El duelo de los ángeles –subtitulada Locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno-, que apareció en 2004 en Pretextos y que luego se reeditó en 2018 en el Fondo de Cultura Económica. La apuntada circunstancia de su menor difusión creo que justifica hasta cierto punto que diga algo más de esta especie de continuación, ahora en tiempos más cercanos, del mal de Saturno.

Hay un paralelismo formal muy acusado entre El duelo de los ángeles y Melancolía y cultura: ambos volúmenes están integrados por tres ensayos que son complementarios pero relativamente autónomos, como si se tratara, tanto en uno como en otro caso, de una pequeña compilación de análisis previos, escritos con independencia a su presentación conjunta. La gran diferencia es que en El duelo de los ángeles, Bartra abandonaba por completo la perspectiva hispana y diseccionaba la clave melancólica de tres grandes figuras de la cultura europea: Immanuel Kant («La melancolía como crítica de la razón: Kant y la locura sublime»), Max Weber («El spleen del capitalismo: Weber y la ética pagana») y Walter Benjamin («El duelo de los ángeles: Benjamin y el tedio»). La ausencia de una introducción digna de tal nombre y, sobre todo, de una recapitulación global acentuaba la sensación antedicha: el lector o, por lo menos, este lector que ahora escribe esto, echaba de menos una visión de conjunto que trazara las líneas esenciales de la presencia de la melancolía en la cultura del Viejo Continente en el largo período considerado, nada menos que toda la convencionalmente denominada historia moderna y contemporánea.

Lo más parecido a esto último eran las breves consideraciones desgranadas en unas apretadas páginas del prólogo. En ellas, el profesor mexicano señalaba que se había planteado «una especie de experimento antropológico», enfocando su atención en las dimensiones «aparentemente marginales» del pensamiento de los tres autores arriba citados «para resaltar la manera en que ellos dirigieron su mirada hacia la oscuridad. Esta oscuridad queda simbolizada por la idea de melancolía, una noción antigua que cristaliza como una pieza clave de la cultura occidental moderna». No es asunto fácil, añadía Bartra, «entender cómo la melancolía, símbolo del desequilibrio y de la muerte, encontró un espacio en la sociedad moderna». Una civilización que había abrazado tan fuertemente el racionalismo debía en principio estar protegida contra las tinieblas exteriores a este pero, lejos de ello, las pulsiones irracionalistas y hasta el desorden mental hacen acto de presencia y, en determinados momentos, casi se enseñorean del corazón y la mente europea. Bartra no quiere constreñir su reflexión al romanticismo; antes al contrario, trata de orillarlo, imbuido de la convicción de que «la melancolía no sólo ocupó un lugar privilegiado en la tradición romántica» sino que «enraizó también en otras manifestaciones culturales anteriores y posteriores».

En términos más usuales, podría decirse que el objetivo del libro es «observar la manera en que la filosofía ilustrada, la ciencia social moderna y el pensamiento crítico han reaccionado ante el sentimiento y la idea de melancolía y su larga cauda [sic] de tristezas». El experimento, si así puede llamársele, «consiste en usar como lazarillos a tres ciegos ilustres incapaces de ver el rostro oscuro del ángel de la melancolía. Acostumbrados a la intensa luz de sus ideas, reconocieron su presencia inquietante pero no lograron formarse una imagen de ese brillante sol negro del que hablaba Nerval». Considera Bartra que «acaso nadie en nuestra modernidad» ha logrado capturar y explicar el perfil de la aflicción, dulce y letal, como el veneno. Es obvio que no llegaron a ello los autores de los que aquí se ocupa, pero sus tentativas para evitar esta dimensión de la existencia nos iluminan acerca de los bordes del vacío. El «ángel de la melancolía», dije antes, tomando una expresión que parece ser del agrado del autor: «Kant percibió su presencia, explicó las razones por las que no podía verlo y nunca dio un paso hacia su encuentro. Weber cerró con miedo los ojos para no mirarlo, pero tropezó y cayó inconsciente en sus brazos. Benjamin creyó divisarlo y avanzó para abrazarlo, pero se quitó la vida antes de llegar». De este modo, más que estudiar la melancolía en sí misma, Bartra examina «las cicatrices que el mal dejó en Kant, Weber y Benjamin». Y desliza una frase tan sugestiva como inquietante: «Me interesan las secuelas que ese extraño olor a muerte, que emana de la modernidad, ha dejado en los tres pensadores».

Frente al carácter académico, fuertemente erudito y un tanto abstruso que singulariza el lenguaje de Roger Bartra y, por tanto, caracteriza a sus libros, los otros dos volúmenes de los que me voy a ocupar aquí se distinguen por todo lo contrario, un tono accesible –entiéndase, todo lo que permite el tema-, una voluntad deliberada de trascender el ámbito de los especialistas y, lo que es más remarcable, una visión de conjunto para establecer de una forma sucinta o esquemática lo que ha significado la llamada bilis negra para la cultura occidental. El más elemental, con diferencia, es sin duda La melancolía en tiempos de incertidumbre, un breve ensayo, casi un opúsculo –unas ciento cincuenta páginas- de la filósofa y profesora holandesa Joke J. Hermsen. Confieso que no sabía nada de la autora, especialista, por lo que se informa en el propio libro, en Hannah Arendt y Lou Andreas-Salomé (a las que se cita profusamente, según puedo comprobar a lo largo del recorrido). No obstante, lo más definitorio del libro es que, como ya preludia el título, aborda explícitamente la melancolía desde la atalaya actual, es decir, desde los sinsabores y frustraciones del mundo que vivimos. Desde aquí, desde nuestro hoy conflictivo e incierto, se despliega una mirada al pasado de una forma un tanto desordenada en ocasiones, para entender el papel que han desempeñado la aflicción y la desesperanza en nuestra cultura y en nuestra forma de ubicarnos en el mundo.

En consonancia con lo antedicho, Hermsen parte del reconocimiento de que «experimentar miedo y sentirse amenazado son emociones comunes a todos los tiempos», pero esas sensaciones, por llamarlas de algún modo, se han intensificado en la sociedad contemporánea hasta desembocar en un profundo «malestar» que constituye la faceta más determinante de nuestra era. Su propósito declarado es que la perplejidad del presente no desemboque en actitudes sombrías de miedo, depresión y xenofobia sino en un talante reflexivo, que quizá no desvanezca del todo las sombras pero que, desde luego, no se permita renunciar a valores positivos como la «cohesión social, afecto, arte y un espacio político-cultural común». Hay, como es ostensible, un punto de lo que hoy suele llamarse buenismo, o una cierta ingenuidad, en la mirada de Hermsen, que insiste en distintas ocasiones en reivindicar una «forma privilegiada de melancolía» -la que en último extremo, siguiendo el tópico aristotélico acompaña a la genialidad-, de sus «formas patológicas», entre las que la depresión sería la expresión más conspicua, pero también obviamente la más letal. Luego me ocuparé de este matiz, muy discutible en mi opinión. Me limito a señalar ahora que, según la autora, este carácter dicotómico de la melancolía viene de muy atrás, hasta el punto de que en cada una de las fases históricas que se suceden en el libro de forma acelerada, puede delimitarse con mayor o menor claridad. Por lo menos hasta Freud y el siglo XX en su conjunto, es decir, hasta desembocar en una «sociedad fuertemente medicalizada y comercializada» que la reduce a una patología, esto es, la expresión de una «conducta divergente o improductiva» que choca con «la mentalidad de mercado basada en la maximización de los beneficios».

El recorrido temático que propone Hermsen –la relación de la melancolía con la infancia, el arte, la ansiedad y la natalidad, entre otras- da la impresión de apresuramiento o incluso arbitrariedad y desemboca en dos capítulos finales -«La melancolía y el mundo, antes y ahora» y «Melancolía y esperanza»- en los que parece que, pese a la reiteración del concepto, no es tanto la melancolía lo que realmente le interesa a la autora cuanto el señalamiento crítico o denuncia de los múltiples males del mundo que vivimos, del populismo a las fake news, del mercantilismo a la cosificación, de las dictaduras a las diásporas, de la violencia a la guerra. Es difícil no estar de acuerdo con su catálogo crítico y su agenda de propuestas -intervenciones bienintencionadas- pero el lector puede pensar que para este viaje tan alicorto no necesitamos más alforjas que la de suscribir los principios de la primera ONG que llame a la puerta de casa. Para que se hagan una idea, Hermsen nos hace participar de sus descubrimientos, como que los políticos mienten -¡incluso los políticos europeos!-, que es peligroso tergiversar el pasado, que no somos generosos con los refugiados que llegan a nuestras fronteras o, cito literalmente, para que no piensen que tergiverso: «La sociedad de consumo no ofrece los medios para crear un espacio cultural en el que las personas sientan un vínculo humano entre sí, dado que su fin, por definición, es el consumo inmediato de productos».

Teniendo en cuenta lo que acabo de exponer no es muy difícil colegir que muy flojo tendría que ser el otro libro que me queda por comentar para que, por contraste, no apareciera casi como una obra de referencia. Hablando seriamente, se trata en realidad de un ensayo divulgativo correcto, de tono sobrio, bien escrito, que cumple su función sin estridencias. Su título, El mono ansioso, viene acompañado por un subtítulo que me despierta más reservas, por lo que luego diré: Biografía de la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión. Su autor es Xavier Roca-Ferrer, polígrafo de larga trayectoria, capaz de abordar con solvencia una vasta panoplia de temas y géneros. En esta ocasión ha optado por un ensayo que arriesga poco o, dicho en otras palabras, que resulta poco innovador, con un estricto tratamiento cronológico de lo que ha representado la enfermedad saturnal en lo que conocemos como cultura occidental, desde los tiempos más remotos de los que se tiene noticia hasta nuestros días. Como bien pueden suponer, un recorrido de tan largo aliento, distribuido en una treintena larga de breves capítulos, implica que sea difícil profundizar en casi ningún aspecto, a pesar de las cuatrocientas cincuenta páginas del volumen. Estamos, por así decirlo, casi ante una historia completa de la humanidad mirada con el cristal oscurecido de la pesadumbre.

Con todo, no es esa la mayor perplejidad que me suscita el libro de Roca-Ferrer. Me detendré en un par de cuestiones que expondré a modo de reparos u objeciones –creo que nada baladíes- a su, por otro lado, digno trabajo. El primer asunto afecta a la nomenclatura o, mejor dicho, a la deliberada –para mí desconcertante- mezcolanza de conceptos que, como ya anticipé, llega hasta el propio subtítulo de la obra. No hace falta ser un especialista en el tema para convenir que angustia, melancolía, hastío y depresión son, pese a su fondo común, manifestaciones anímicas lo suficientemente diferenciadas como para que no se las pueda meter sin más en el mismo saco. Tan evidente es ello que el propio autor titula el primer capítulo «El miedo y la angustia: parecidos pero distintos», introduciendo aquí, dicho sea de paso, un nuevo concepto, el miedo, a sumar a los anteriores. Lejos de obrar en consecuencia, el capítulo segundo aborda «La angustia en tiempos históricos», para pasar en el inmediatamente posterior, el tercero, a tratar de «La muerte y otros miedos en Grecia». Este baile de conceptos prosigue a lo largo de los capítulos siguientes, de modo que lo mismo nos encontramos la melancolía como asunto central (capítulos cuarto y quinto) que, nuevamente, la angustia (capítulos seis y siete), que luego se conjuga con el taedium vitae (capítulos ocho y nueve) y otras variantes, como la acedia o la depresión, sin que en ningún caso se perciba una voluntad firme de delimitación conceptual. El lector no puede por menos que sacar la impresión de que Roca-Ferrer se desinteresa de la precisión y usa todos esos vocablos como sinónimos o simples variantes de la misma dolencia anímica, tan inespecífica como persistente a lo largo de los tiempos.

La segunda objeción tiene como punto de partida la anterior pero nos conduce por otros derroteros. No quiero ser purista hasta el punto de impugnar las múltiples expresiones de la aflicción como asimilables a la melancolía. No todo vale, como he tratado de argumentar antes, pero a cualquiera se le alcanza que, aun siendo diferentes, en una obra de divulgación pueden perfectamente utilizarse vocablos como tristeza, pesadumbre, desazón, tedio, acedia o postración –e incluso términos tomados de otros idiomas como ennui, spleen, saudade o hüzün– como equivalentes a melancolía. Pero esta flexibilidad, en mi opinión, no debe ser tan laxa como para permitir que se nos cuele el concepto de depresión, que nos lleva a un terreno muy diferente. Una vez más, el propio Roca-Ferrer es plenamente consciente de ello: «para el clínico –escribe-, la depresión es una enfermedad común» con unas características muy precisas, tanto desde el punto de vista afectivo como cognitivo y vegetativo, «que tiene un curso típico y predecible y es capaz de responder a determinados tratamientos». Aun así, nuestro autor insiste en utilizar en estas páginas el concepto de depresión, para entenderlo –aclara- en un sentido «antropológico», bien como situación pasajera de nostalgia (!), bien como estado prolongado de tristeza. Creo que dicha opción no contribuye al esclarecimiento analítico, sino todo lo contrario, no ya solo porque considero más fructífero un tratamiento claramente diferenciado de la melancolía y la depresión, y con ello de los planteamientos hospitalarios y humanísticos, sino porque la confusión conlleva otras complicaciones, como la vinculación con el suicidio, que es insoslayable cuando se sustenta la perspectiva de patología clínica, pero bastante prescindible desde el plano cultural.

La confusión conduce a que el último capítulo, que presumiblemente debía tratar de la melancolía en la sociedad de comienzos del siglo XXI, se abra con una reveladora cita de Andrew Salomon hablando de… ¡depresión y pobreza!: «la mayoría de la gente que es pobre y está deprimida está condenada a permanecer pobre y deprimida. Y cuanto más tiempo sean pobres y estén deprimidos, más pobres y deprimidos se encontrarán». No es –me concederán- una cita muy brillante que digamos. Pero lo más importante es que este enfoque del problema -¿dónde quedó la melancolía sensu stricto?- nos aboca a todos (y, naturalmente, al autor en primer lugar) a la consideración de la angustia contemporánea en términos de medicalización, tratamiento psiquiátrico, antidepresivos y, en último término, tasas de suicidio. «Doce mil suicidios anuales en Francia, treinta y dos mil en Estados Unidos, donde el 6% de la población sufre depresión crónica, etc., son datos significativos (2003). Incluso en los países en vías de desarrollo la OMS prevé un millón de suicidios para 2020. Más de veintiocho millones de ciudadanos toman antidepresivos de forma regular. Quizá el doble». Hay que reconocer que no se trata solo de un equívoco atribuible al libro de Roca-Ferrer pues, como vimos, el anteriormente considerado de Hermsen incurría en el mismo amasijo. Obsérvense las significativas concomitancias entre ambos autores (la cita corresponde ahora a la filósofa holandesa): «Alrededor de cuatrocientos millones de personas repartidas por todo el mundo padecen hoy en día trastornos de ansiedad y estados de ánimo sombríos, los cuales se combaten con cantidades industriales de antidepresivos. En los últimos veinticinco años se ha multiplicado por cuatro el uso de este tipo de medicamentos, a pesar de que su efectividad sigue sin estar demostrada para formas de depresión más leves. Solo en Holanda se prescribieron antidepresivos a más de un millón de personas en 2014, aproximadamente el 7,5 por ciento de la población adulta».

No puedo tirar más de ese hilo sin abusar de la paciencia del lector. A estas alturas, pretendo tan solo esbozar una especie de recapitulación. Lo más parecido a una interpretación de conjunto de lo que ha significado la melancolía a lo largo de la historia occidental aparece en los compases iniciales del ensayo de Roca-Ferrer y se recoge luego, con algo más de detalle, en su tramo final: la melancolía empezó siendo un mal elitista, prestigiado por la aureola de la creación artística y la genialidad. En el fondo, como sinónimo de lucidez, quedaba bastante atemperada su potencial condición dañina o enfermiza. En todo caso, implicaba la hermandad de los selectos que se regocijaban en el placer de la oscuridad, la atracción del abismo, el descenso a las tinieblas. Así fue durante mucho tiempo. De hecho, durante la mayor parte de la historia, aunque con las modulaciones específicas de cada época o cada corriente cultural, más acentuada por ejemplo en el Barroco o el Romanticismo, más contenida durante las fases de entronización racionalista, ya fuera durante las Luces ya en la etapa positivista. La rebelión de las masas de nuestra era conlleva, entre otras cosas, ¡cómo iba a ser de otro modo!, la «democratización de la melancolía». Dice Roca-Ferrer «que deja de ser patrimonio de intelectuales, artistas, damas ociosas y ejecutivos desbordados y puede afectar al conserje, al conductor de tranvía y a la florista». Este es el punto en el que ya no le sigo. No, evidentemente, porque considere que las convencionalmente llamadas clases populares no sean susceptibles de sucumbir a la bilis negra, sino porque lo que aquí describe o apunta el autor no es ya melancolía, en mi opinión.

Si no queremos caer en un tótum revolútum, en el todo vale, debemos precisar que la melancolía es otra cosa, que implica no ya solo una suerte de pereza o desgana –los ninis serían entonces los melancólicos por excelencia- ni una mera apatía derivada del exceso consumista, ni un «tedio frenético» –como les pasa a los enganchados a las redes- sino lo que siempre ha sido, un vacío interior derivado de una determinada actitud contemplativa, el poso de un desmedido empeño intelectual, una disposición reflexiva en suma, un sentimiento que no puede traducirse como simple malestar ante el mundo que nos rodea. Argüirán, probablemente, que mantengo una concepción elitista, pero si la aludida «democratización de la melancolía» significa en última instancia concebirla como desorientación generalizada o inestabilidad promovida por las múltiples crisis del mundo contemporáneo –crisis de valores, de la familia, la educación o del trabajo- entonces sí que me resisto a compartir tal diagnóstico. Sostiene Roca-Ferrer «que la melancolía de la elite acabó contagiando a toda la sociedad» -dictamen que necesitaría matizar mucho para compartir-, aunque a renglón seguido no tiene más remedio que reconocer que, en todo caso, el resultado de tal contagio no sería más que una «banalización de la angustia», conclusión que me parece más ajustada. En un sistema que prescribe de modo compulsivo no solo la dicha sino la exteriorización de dicha felicidad, los depresivos son los nuevos apestados, en tanto que constituyen «la mala conciencia de una sociedad hedonista». Son los perdedores y, por ello mismo, están abocados a la soledad y a la nada. Acepto el planteamiento pero de lo que no estoy tan seguro es del paso siguiente, cuando argumenta el autor que «hay algo que los hace especialmente odiosos: su lucidez, el hecho de que hayan visto el mundo con excesiva claridad». La depresión no es clarividencia. En verdad quizá tampoco lo fuera la melancolía clásica, pese a lo que nos complace creer. Pero ello no nos autoriza a equiparar el genio melancólico –de Aristóteles a Cervantes- con el fracasado, el perplejo o incluso el nihilista de nuestros días.

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