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La lucha por el reconocimiento

Hacia la mayoría de edad (1888-1914)

SANTIAGO CASTILLO

Publicaciones Unión, Madrid, 248 págs.

Vol. I de la Historia de la Unión General de Trabajadores, dirigida por Santiago Castillo

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En 1868 penetraba la Internacional en España tras producirse la revolución del Sexenio democrático que abría una etapa de cambios corta, pero determinante en el proceso de implantación del liberalismo en nuestro país. El régimen revolucionario instauró, entre otros, los derechos de reunión y asociación y el sufragio universal masculino, aunque por poco tiempo. El golpe del general Pavía acabó en 1874 con la experiencia de la I República y abrió paso a la Restauración en la figura del rey Alfonso XII. El derecho de asociación no pasó de ser una mera alusión dentro de la mención a los derechos generales en la Constitución de 1876. Pero el ingenio político ideado por Cánovas para sustentar la Monarquía, estaba basado en la idea de pacto y por ello, tuvo que desarrollar algunas de las libertades del Sexenio que había recortado la Monarquía restaurada. De reclamarlas se encargaron los liberales en cuanto pudieron hacer uso del turno a partir de 1881.

La presencia de los liberales en el Gobierno cambió en ciertos aspectos la política de gobierno: más tolerancia en las cuestiones de orden público, mayor sensibilidad hacia la «cuestión social» –la Comisión de Reformas Sociales es exponente– y, sobre todo, un compromiso con las libertades del Sexenio. La aprobación en 1887 de la Ley de Asociaciones fue una pieza más de esa orientación característica del partido liberal. Patrocinada por el Gobierno Sagasta, la Ley, aun dirigida a las asociaciones religiosas que constituían para el Gobierno un problema más grave que las organizaciones sindicales, supuso un estímulo considerable para las sociedades obreras que podían actuar, si bien con ciertas restricciones, al amparo de la ley.

Legalidad, en virtud del compromiso moral con los principios del Sexenio, y control, como representantes de los poderes públicos, eran los dos conceptos básicos del texto que presentaron los liberales al Parlamento y que reflejaban el techo de su permisividad con el derecho de asociación que afectaba, en el caso que nos ocupa, a las organizaciones obreras. El debate parlamentario sobre la ley lo refleja con toda claridad. El extremo de la tolerancia, por la izquierda, estaba en los republicanos que defendieron la versión del texto menos restrictiva sobre las libertades, en su línea característica de defensa de principios éticos más que políticos referidos, en este caso, a la relación individuo-Estado. Los liberales, sin embargo, como patrocinadores de la ley, lejos del tono filosófico de los republicanos, manifestaron respecto a las actividades de la Internacional los mismos temores que los conservadores que representaban, por la derecha, el máximo escrúpulo respecto a la posición del Estado sobre los individuos. Mientras que los liberales defendían la libertad individual de asociarse y de no asociarse, como quedaría de manifiesto en el texto que finalmente fue aprobado, los conservadores consideraban que las actividades subversivas que habían desarrollado las asociaciones obreras vinculadas a la Internacional eran motivo suficiente como para no legislar en esa materia. El Estado, en último extremo, habría de ser el responsable de su funcionamiento a través de sus órganos. Para los conservadores, la prevención y la coerción debían imponerse sobre la idea de regulación.

Liberales y conservadores no compartían las mismas concepciones acerca de las funciones del Estado pero coincidían en el temor a la Internacional. De hecho, en el articulado de la Ley quedó patente el tratamiento restrictivo que se daba a las actividades de las asociaciones, una alusión clara a las reservas que producía en ambos la posible influencia de la Internacional en los asuntos relativos al orden público y a la seguridad del Estado. En la memoria colectiva estaba la permisividad instaurada por la revolución del 68 como causa del auge internacionalista. Y era cierto, el ambiente del Sexenio había dado lugar a que las sociedades obreras constituidas entre diferentes tipos de trabajadores industriales y de artesanos de núcleos urbanos como Madrid o Barcelona, de Málaga, Zaragoza, Valencia, Sevilla, Cádiz… celebraran sus primeras reuniones oficiales. La propaganda bakuninista de la Alianza (Alianza Internacional por la Democracia Socialista, no inscrita en la AIT) caló hondamente entre ellas. El activista italiano Fanelli se había encargado de divulgarla entre los pequeños grupos organizados de Madrid y Barcelona que visitó ese año. Constituida como tal, la Internacional española había celebrado sucesivos congresos, determinado estrategias y acciones, enviado delegados a los congresos internacionales de la AIT y esforzado en mantener vivos sus órganos de prensa y de propaganda a pesar de las dificultades que encontró para ello y que condicionaron su evolución hasta su desaparición definitiva a finales de los años ochenta.

Las actividades supuestamente subversivas de la Federación Regional Española de la AIT –FRE– dominada por la corriente bakuninista provocaron su ilegalidad. El problema fue que la suspicacia de los poderes públicos a la Internacional se extendió a todas sus actividades, incluso a las de los grupos abiertamente reformistas que practicaban dentro de la FRE un asociacionismo de resistencia. La clandestinidad fue, a la larga, la causa de que se impusieran en algunas de sus organizaciones las tácticas insurreccionalistas de los grupos republicanos con los que habían mantenido relaciones estrechas.

Ya en 1881, con los liberales en el poder, la FRE había evolucionado hacia la constitución de un nuevo organismo, la FTRE, pero la herencia de la Internacional era pesada, en ese sentido, y la represión que provocaron los sucesos de La Mano Negra, con sus supuestos caracteres de complot anarquista, afectó directamente a su organización que terminó desapareciendo. De ahí a la creación de la Unión General de Trabajadores hubo unos cuantos pasos y, en ese proceso, las sociedades supervivientes de la quiebra definitiva de la Internacional tuvieron mucho protagonismo, como lo demuestra la trayectoria de la célebre Las Tres Clases de Vapor, federación del sector textil catalán, o la Federación de Tipógrafos. Los debates entre las diferentes orientaciones sindicales que defendían unas y otras tendencias dentro de la vieja FTRE marcaron la transición hacia la constitución de la UGT en 1888. Por ello, el sindicalismo de clase en España, polarizado en torno al socialismo y al anarquismo y extraordinariamente politizado en lo sucesivo, no puede entenderse si no se hacen explícitas las claves de ese proceso previo y porque, a diferencia de otros países, el sindicalismo no llegó a ser, hasta bien avanzado el siglo XX , la expresión de un movimiento y unas organizaciones de masas. De todo ello y de su evolución hasta 1914 trata Hacia la mayoría de edad (1888-1914) de Santiago Castillo, primera entrega de una Historia de la Unión General de Trabajadores, dirigida por el propio Santiago Castillo y patrocinada por la UGT que en ningún caso pretende, como lo señala el director en la presentación de la obra, ser una historia oficial del sindicato. Son diferentes especialistas con plena autonomía metodológica los autores de una serie de títulos que irán publicándose sucesivamente para completar su «biografía» histórica.

El éxito editorial de una historia de la UGT está garantizado, independientemente de sus cualidades, porque tanto entre especialistas como entre aficionados, las carencias eran de tal magnitud que aún hoy siguen vigentes las consideraciones que en 1986 en la presentación de la obra El socialismo en España hacía Santos Juliá acerca del avance que se había producido en el conocimiento del socialismo español S. Juliá (coord.), El socialismo en España.Desde la fundación del PSOE hasta 1975, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 1986. . Si entonces no teníamos, como allí se decía, una historia general del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores, ciertamente que hoy ya no podemos decir lo mismo. Hay trabajos individuales –de Manuel Pérez Ledesma El obrero consciente sobre el partido y sobre el sindicato, de Enrique Moradiellos sobre el Sindicato Minero Asturiano–, colectivos –la compilación de Manuel Redero sobre sindicalismo y movimientos sociales– y diversas monografías de publicación reciente que vienen a suplir por un mayor y mejor conocimiento del socialismo las aludidas lagunas M. Pérez Ledesma, El obrero consciente. Dirigentes, partidos y sindicatos en la II Internacional, Madrid, Alianza, 1987. E. Moradiellos, El sindicato de los obreros mineros de Asturias. 1910-1930, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1986. M. Redero San Román (coord.), Sindicalismo y movimientos sociales. Siglos XIXy XX, Madrid, CEH, UGT, 1994.. El hecho de que esta iniciativa editorial complete un ciclo abierto hace unos años es, necesariamente, motivo de satisfacción en el gremio de historiadores. Pero el desafío de una historia de estas características es enorme porque no es una historia oficial sino académica y que se dirige a los especialistas y al gran público.

Lo que Santiago Castillo nos presenta es una obra académica, indudablemente, que puede agradar al lector no especializado a través de una reconstrucción histórica muy detallada del proceso casi laberíntico que experimentó el asociacionismo obrero en nuestro país en los años del cambio de siglo. Las evoluciones de las sociedades obreras, las tendencias, los congresos o las representaciones están expuestas al hilo de unos acontecimientos políticos en los que se enmarca el proceso de gestación del sindicalismo socialista y a partir de los cuales cobra sentido. No podría entenderse la tendencia a estrategias de tipo insurreccional –e, incluso, de sociedad secreta– en ciertos sectores de la primitiva organización obrera si no es en defensa de unas libertades proclamadas en el Sexenio y reprimidas en la Restauración y, en consecuencia, en la suspicacia y en el tratamiento represivo que las autoridades –desde los gobernadores civiles a los jueces– le dieron. De ahí que no sea lo mismo que gobiernen los conservadores que los liberales puesto que de ello dependía la tolerancia o la represión, la legalidad o la ilegalidad para la organización obrera. Y eso está perfectamente expresado en el libro, pero el avance que han experimentado en los últimos diez años los estudios históricos en nuestro país quizá nos permita ser más exigentes. Desde el momento que la historia del sindicato enfila el cambio de siglo, el discurso toma otros derroteros y el marco histórico termina por desaparecer engullido por la especialización temática de los epígrafes. De la estructura diacrónica de los primeros capítulos se pasa a una estructura temática y de ello se resiente la comprensión global del proceso.

Si en los primeros años la política había sido decisiva, no parece serlo en los sucesivos. El autor desarrolla la etapa de «juventud» del movimiento sindical socialista independientemente de otros factores que, sin embargo, durante la gestación sí le parecieron determinantes. Que el régimen de la Restauración fuera tan poco flexible que no permitiera la integración real del sindicalismo de clase no se justifica en los términos que utilizaron para definir al movimiento obrero y sindical los grupos más reaccionarios de la política, el pensamiento económico y social, la industria o las finanzas de la época. A excepción del republicanismo y los sectores vinculados a la izquierda liberal, el movimiento obrero sindical era considerado un fenómeno revolucionario y reactivo y, por tanto, sus actividades y sus manifestaciones debían ser objeto de control y represión.

Cuando el marco legal lo permitió los sindicatos, y más concretamente los socialistas, como se plantea en el libro, centraron su lucha en el terreno de las relaciones laborales y no en hacer la revolución. Por tanto, su politización, la politización del sindicalismo en España, que constituye uno de sus rasgos más característicos, no parece haber estado motivada en una vocación decidida de hacer política «revolucionaria», sino en la relación que los sindicatos se vieron obligados a establecer con el Estado y con otras fuerzas políticas, económicas e institucionales que no facilitaron su integración en el sistema. El fracaso de la reforma social lo demuestra.

Ello resulta de importancia porque, si bien la UGT en sus comienzos era una reunión de pequeñas sociedades que luchaban por reivindicaciones corporativas –los planteamientos y las cifras de afiliación del congreso fundacional de 1888 son expresivas: lo primordial era la constitución de la Unión para la lucha económica y la representación fue de 49 sociedades y 5.154 afiliados–, también fue una escuela de conciencia societaria y socialista, como queda perfectamente de manifiesto en el libro con la alusión a la metáfora del propio Morato de «la cuna» y «el gigante». Por tanto, el proceso de estructuración interna no fue independiente de su proyección política.

No se desdeñan estos aspectos en el libro, los epígrafes dedicados a la organización de huelgas o la celebración de los 1º de Mayo son muy significativos pero, y puesto que son tratadas aisladamente, lo que se echa en falta es un análisis más extenso de las repercusiones que tuvieron las grandes movilizaciones de principios de siglo, concretamente las huelgas generales. En este sentido, la de Barcelona de 1902, determinante para las estrategias de la UGT en lo sucesivo, podría haber dado más de sí. Sobremanera porque contrasta con el tratamiento pormenorizado de los debates internos, las tendencias, los problemas de la gestión eficiente del sindicato –como la cuestión de los cargos, los secretariados, etc.– o todos los aspectos relativos a la representación en la Internacional Sindical, cuando se sabe que los sindicatos socialistas en España no fueron nunca comparables en términos cuantitativos y cualitativos a los sindicatos socialistas europeos.

El exceso de detallismo en las cuestiones específicas del sindicato podría estar justificado en la necesidad de dar luz a las caras ocultas del poliedro sindical en un período especialmente intrincado y sobre el que no abundan los estudios. Pero, con todo, al ir en detrimento de un planteamiento más globalizador se convierte, junto al desaliño formal de la edición, en el mayor defecto de un libro, sin embargo, de enorme interés y que abre muchas expectativas sobre lo que está por publicar hasta completar la obra colectiva.

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