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Ibn al-Muqaffa, un espejo de príncipes roto 

Ética y educación para políticos

Ibn al-Muqaffa

Madrid, Verbum, 2018

Trad. de Margarida Castells Criballés y María Luz Comendador

184 pp. 19,99 €

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«Hacer pedagogía con la ciudadanía» se ha convertido en uno de los propósitos más absurdos de los políticos de hoy. Su pomposa defensa suele resultar más ridícula si cabe cuando advertimos que suelen ser precisamente los menos instruidos quienes se comprometen más solemnemente con esa paternalista presunción de que los ciudadanos somos como niños ignorantes y maleables que han de ser educados desde el poder. Por ello, quizá fuera hora ya de que los ciudadanos «hiciéramos pedagogía» con la clase política, protagonista convencida, por cierto, de reiteradas y escandalosas falsedades curriculares. Desde una perspectiva pedagógica, métodos tales como el tuit, el scratch, el like, el lazo o la cacerolada, no siempre resultan muy eficaces y, lo que es peor, a menudo son menos edificantes y legítimos que las conductas con ellos reprobadas. Más elaboradas, en cambio, resultan ciertas iniciativas que buscan el desarrollo de una deontología legislativa e incluso la extensión de la teoría de la argumentación jurídica y moral (propia, en principio, del ámbito jurisdiccional) a la actividad legislativa; una vía explorada en nuestro país por autores como Manuel Atienza, Àngels Galiana, Gema Marcilla o Virgilio Zapatero. Tras estas propuestas se adivina un incipiente cambio de conciencia en estos asuntos, cuya traducción práctica está por ver. Entretanto, pareciera que la Escuela de Traductores de Toledo hubiera querido calmar nuestra desazón política rescatando para nuestra lengua una obra de pedagogía para gobernantes del siglo VIII, cuya fuerza simbólica e histórica quizá nos sirva de consuelo en la coyuntura política actual.

Se trata de la primera traducción directa al castellano del Ádab mayor (al-Ádab al-Kabir) y el menor (al-Ádab al-Sagir) de Abd Allah Ibn al-Muqaffa (a veces hispanizado como Benalmocaffa, ca. 720-757). Siguiendo la costumbre de los editores árabes, ambos libros son publicados en un solo volumen, que en castellano se titula Ética y educación para políticos. Las traductoras respectivas de los textos son Margarida Castells Criballés, profesora de lengua y literatura árabes de la Universidad de Barcelona, y María Luz Comendador, traductora y bibliotecaria de la Escuela de Traductores de Toledo. Con el fin de presentarnos la vida y la obra fascinantes de Ibn al-Muqaffa, Margarida Castells amplía y abunda (pp. 17-57) en el estudio introductorio más breve que sirvió en su día de prólogo a la traducción catalana previa del año 2014, publicada en la editorial barcelonesa Angle. En esta nueva introducción en castellano, Castells nos informa de que Ibn al-Muqaffa fue autor, pero también traductor, de obras muy influyentes, oportunamente reseñadas por ella (pp. 37 ss.). Entre esas últimas, quizá sea Calila y Dimna la que nos resulte más familiar, por haber sido romanceada directamente de la versión árabe de Ibn al-Muqaffa por orden del Rey Alfonso X el Sabio (quizá siendo todavía infante). La doble condición de autor y traductor de Ibn al-Muqaffa parece una manifestación más de su «personalidad dual», siempre a caballo «entre dos culturas (persa y árabe), dos lenguas (una indoeuropea y otra semítica), entre dos religiones (mazdeísmo e islam) y entre dos épocas históricas (omeya y abasí)» (p. 36).

Me parece procedente aquí una reflexión de Salvador Peña sobre los muladíes españoles en sus Apuntes de trujamán, que quizás explique la natural simpatía que despierta esa «dualidad» de Ibn al-Muqaffa: «“Fecundación” es lo que significa muladí, el término que en la Hispania islámica se aplicaba a quienes, descendiendo de los autóctonos, cristianos y de lengua latina, hablaban ya el árabe y eran musulmanes. La mezcla de razas y grupos culturales se comparaba con la regeneración de la vida». A manera de persuasiva invitación a la lectura de los libros mayor y menor, que aquí se reseñan y cuya autoría se atribuye a Ibn al-Muqaffa, el estudio introductorio de Castells ilumina con gran claridad dos aspectos que conviene avanzar aquí, a saber: el género literario que ambos ilustran paradigmáticamente (el ádab) y el contexto histórico y cultural en que ven la luz, tan relevante para la historia del pensamiento y la literatura árabes.

El contexto histórico en que surge esta Educación para políticos coincide con un momento de plena expansión del islam durante la primera mitad del siglo VIII, cuando los Omeyas aún dirigen el imperio desde Damasco. Castells subraya cuatro circunstancias relevantes para comprender las transformaciones de aquel entonces: la cultura oral cede relevancia a la escrita; los árabes descubren el papel gracias a unos prisioneros chinos; surge la figura ilustrada del secretario (kátib) y el islam asimila la cultura persa y, con ella, a su vez, un rico sustrato imbuido por «la filosofía griega, la mitología hindú, la espiritualidad budista o la teología cristiana, sobre todo en su versión nestoriana» (p. 22). Es en esta atmósfera donde surge la figura de Ibn al-Muqaffa, descendiente de una familia de notables persas. Ibn al-Muqaffa domina perfectamente el árabe además de su lengua materna (el pehlevi, persa literario); pero siempre habrá de cuidarse frente a la acusación de zindiq (infiel, ateo) que soportaban los practicantes del culto mazdeísta, como era el caso de su propio padre.

Por otra parte, el género al que se adscribe esta obra es el «ádab» (término que, en árabe, significa educación). Originariamente, el ádab es un ensayo moralizante y didáctico que presuponía la autoridad de su autor y cuya dimensión ética se sitúa en dos planos: «la reflexión sobre las normas morales» y «la práctica aplicada a la conducta y formas de comportamiento» (p. 24). Por tanto, hoy diríamos que el ádab formula una ética normativa (un discurso prescriptivo) eventualmente orientada a aspectos concretos de su aplicación (esto es, una ética aplicada, diríamos hoy). Posteriormente, el género del ádab fue asimilándose a cualquier reflexión humanística que reuniera convenientemente, como indica Castells, «seriedad y amenidad […] proverbios, aforismos, hadices, poemas, epístolas, artículos, relatos, anécdotas, etc.» (p. 25). Este «género de géneros» (ibídem) fue aproximándose a lo que probablemente hoy constituiría el ensayo y se hizo así susceptible a su vez de una clasificación por temas (viajes, etc.), con que encauzar ese desbordamiento que lo asimilaba simplemente a «literatura» (ibídem).

Desde esta perspectiva, el subgénero al que hoy se asimilaría más naturalmente la Ética y educación para políticos sería el del regimiento o espejo de príncipes, de larga tradición, como es sabido, en la cultura europea, muy especialmente durante el Renacimiento. No es, pues, de extrañar, que, como subraya Castells, el libro de Ibn al-Muqaffa haya sido comparado con El príncipe de Maquiavelo. Aunque Castells no menciona la fuente y meramente insinúa una cuestión que, a buen seguro, merecerá la reflexión de los especialistas, ella advierte anacronismo y eurocentrismo en la calificación de Ibn al-Muqaffa como «maquiavélico» (p. 52). Sin embargo, quizás ese juicio no sea fácilmente inteligible sin despejar mínimamente la ambigüedad del propio calificativo «maquiavélico», cuya carga negativa es de todos conocida y que Quentin Skinner nos ilustraba con el vehemente rechazo de Henry Kissinger a la insinuación de un entrevistador de que su acción política pudiera haberse inspirado en Maquiavelo. Esta visión de Maquiavelo ?la más popular, por otro lado? se condensa en un eslogan maquiavélico que jamás escribió Maquiavelo: «el fin justifica los medios». Aquí ya comienza a advertirse una disociación entre lo maquiavélico y lo maquiaveliano.

Para comenzar, todo parece indicar que la influyente obra de Maquiavelo, El príncipe (o más propiamente De los principados: De principatibus) no obtuvo entre sus contemporáneos la atención merecida. Nunca consiguió el beneplácito de sus nuevos señores en Florencia y por Francesco Vettori, consejero de Lorenzo de Médici, sabemos que éste prestó más atención al cruce de dos perros sobre el que estaba tratando en aquel momento que al manuscrito a él dedicado por Maquiavelo. En cuanto a los juicios modernos sobre su obra, las opiniones se extreman, como ha subrayado en nuestro país Benigno Pendás: para algunos, es un «maestro de tiranos» (Harvey Mansfield) o un «maestro del mal» (Leo Strauss). Pero, frente a esta visión francamente negativa del «sanguinario Maquiavelo», como lo llamó Shakespeare, otros han hallado en su obra un precedente del nacionalismo, del republicanismo y singularmente del «hombre sin amo» (George Sabine), capaz de sobreponerse con su personal criterio a contextos de deslegitimación, apatía política y una anomia que hoy día recuerda a la crisis experimentada al final del Medievo, un extremo recientemente subrayado entre nosotros por José María Lassalle.

Buscando un equilibrio razonable, Rafael del Águila nos proponía decantar dentro del universo maquiaveliano (todo lo relativo a la obra de Maquiavelo) aquellos elementos que son puramente maquiavélicos para distinguirlos de aquellos que no lo son. Desde esta perspectiva, ser maquiaveliano no implica ser maquiavélico. Incuestionablemente imbuido de una racionalidad estratégica o instrumental, es cierto que, por encima de todo, El príncipe ofrecía al gobernante un catálogo de reglas técnicas, es decir, una serie de medios con los que alcanzar cada fin, desentendiéndose, en principio, de la justicia de tales fines. En ello pudiera quizá recordar a Hobbes, pero Maquiavelo no identifica la ética con una racionalidad puramente instrumental, ni pretende reducir la política a una técnica para la obtención de obediencia. Por más que la redefina, Maquiavelo no desprecia la virtud. A diferencia de Hobbes, Maquiavelo sabe que hay cosas que están bien y cosas que están mal más allá de la racionalidad instrumental, y por más que a veces la política pueda obligarnos a actuar no del todo bien.

Quizás hallemos buen ejemplo de ello en el capítulo VIII de El príncipe, titulado «De los que llegaron al principado por medio de maldades», donde Maquiavelo elogia con contención la figura de Agatocles. Con ocasión de unas negociaciones con el cartaginés Almílcar en Siracusa, Agatocles ordena degollar a los notables de Siracusa al objeto de evitar una guerra civil y poder rechazar a los cartagineses; pero, a juicio de Maquiavelo, «su feroz crueldad y despiadada inhumanidad, sus innumerables maldades, no permiten alabarlo, como si él mereciera ocupar un lugar entre los hombres insignes más eminentes». Pues bien, en la edición anotada por un lector tan aplicado de El príncipe como Napoleón, podemos comprobar que, en este punto, Napoleón se muestra mucho más maquiavélico que el propio Maquiavelo. Así, leo en la acotación distinguida con el número 218 en mi vieja edición de El príncipe de la colección Austral: «¡Preocupaciones pueriles todo esto! ¡La gloria acompaña siempre al acierto, de cualquier modo que suceda!» Por tanto, quizá valga aquí apuntar, por tratar de salvar a quienes se lanzan a la siempre audaz tarea de buscar paralelismos entre autores distantes en el tiempo y el espacio, que ni siquiera Maquiavelo fue plenamente maquiavélico. Desde esta perspectiva, sería posible conjeturar sin anacronismo ni eurocentrismo que Ibn al-Muqaffa fue en alguna medida maquiavélico, aunque nunca maquiaveliano y, conversamente, que el universo de Maquiavelo, trivialmente maquiaveliano, no siempre resultó maquiavélico. Con todo, el universo de discurso que pretende iluminar Ibn al-Muqaffa con su libro es el de la corte. Sus consejos se dirigen a guiar el comportamiento del gobernante en su corte e influir en su vida psíquica, moral y social; pero no suele descender a las decisiones concretas que deben tomarse fuera de palacio.

Por eso, Ibn al-Muqaffa concede (como Maquiavelo mucho después, ciertamente; pero también como Cicerón o como Aristóteles mucho antes) gran importancia al cultivo de la virtud. Ello requiere del príncipe un autodominio constante («no te dejes llevar por las emociones», p. 74). De hecho, en su consejo de que ante un dilema debe escogerse «la opción contraria a la que dicte tu corazón» (p. 131) parece adelantarse a la «ética viril» de Kant en su severa oposición de la moralidad a las inclinaciones naturales. En la específica necesidad de dominar el vicio de la pasión por las mujeres («quien se deja arrastrar por él está perdido», p. 122) coincidiría con Cicerón cuando manifestaba en De officiis la necesidad de cierto decoro, y no tanto con Maquiavelo, quien respondía a esta cuestión con «un encogimiento de hombros», en palabras de Quentin Skinner; pues, para Maquiavelo, el gobernante prudente haría bien en no caer en ese vicio si puede; pero, en caso contrario, no habría que dar demasiada importancia a unos «sentimientos tan vulgares» (ibídem). Con todo, según Ibn al-Muqaffa, a «la cabeza de los defectos se sitúa la mentira» (p. 166); pero también la avaricia, el rencor, la ira (pp. 76 y ss.) y, muy especialmente, la envidia, «un sentimiento vil, rastrero e imperdonable» (p. 80) que, siendo «impropia de la nobleza, carcome el alma» (p. 117).

El estilo «conceptista» (p. 54) y sobrio de Ibn al-Muqaffa a la hora de escribir parece coherente con sus consejos al príncipe de expresarse con cierto laconismo, cultivar una «oratoria parca y poco florida», p. 107) y evitar tanto el «parloteo y el hablar por hablar» (p. 77) como la reiteración de los mismos argumentos («no seas pelmazo», concluye sin rodeos en la página 127). A juicio de nuestro autor, en fin, siempre es «mejor romper un silencio que interrumpir un parlamento» (p. 80). Por lo demás, convendría no olvidar que si «la vanidad es lacra del intelecto» (p. 161), «la ostentación del ingenio, en general, es objeto de odio y de toda suerte de envidias y celos» (p. 119). La actitud general del príncipe debe estar por ello presidida por la «serenidad» (ibídem), así como por «la discreción, la flema y una actitud conciliadora» (p. 128). El consejo rige incluso ante la mendacidad del enemigo, pues «las mentiras, como gotas de agua de lluvia, se ahogan en su propio charco» (p. 121). Asimismo, Ibn al-Muqaffa sugiere al gobernante mantener una actitud abierta al parecer de todos, incluso al de la persona más humilde, porque «la perla escogida no desmerece por insignificante que fuera el buscador que la sacó del mar» (p. 161)

La virtud del gobernante requiere piedad religiosa, indiferencia frente al elogio (p. 70) y, en fin, «paciencia, mucha paciencia» (p. 72); «paciencia a raudales» (p. 115). Ibn al-Muqaffa no ahorra consejos prácticos como «saber delegar» (p. 78), «fijarse un horario» (p. 73), «no perderse en asuntos nimios» (ibídem) o «desconfiar de los nobles cuando tienen hambre y de los siervos cuando están ahítos» (p. 79). También guía al príncipe en la aristotélica búsqueda de la virtus in medio, cuando recomienda no demostrar «demasiada condescendencia ni exceso de afabilidad, [puesto que] una condescendencia desmesurada puede ser indicio de soberbia y […] demasiada afabilidad equivale a necedad» (p. 76) o cuando advierte de que «(l)a cobardía es detestable […], pero la temeridad es fatídica» (p. 130) y hay, en efecto, «asuntos que no sirven sino asociados a otros»: «De nada sirve el intelecto sin piedad; ni el estudio sin razón; la fuerza con coraje pero sin coraje de corazón; la belleza sin dulzura; el tiento sin educación; la alegría sin seguridad; la riqueza sin generosidad; la hombría sin humildad; la moderación sin un límite; y el esfuerzo sin éxito» (p. 169).

La crudelísima muerte que hubo de padecer Ibn al-Muqaffa en castigo al modo en que prestó sus servicios constituye en sí misma una triste lección. En sus consejos sobre «cómo actuar en el entorno del príncipe» (pp. 83 y ss.) Ibn al-Muqaffa exhorta al cortesano a «guardarse de soltar la lengua» (p. 87), puesto que «siempre es mejor callar que hablar demasiado» (p. 93). Este obsesivo «control de la lengua» (p. 111) debería disuadir al consejero de «dárselas de sabio», algo muy mal visto (p. 106). Pues bien, según algunas fuentes, Ibn al-Muqaffa, que no tendría aún cuarenta años en el momento de su muerte, fue condenado a su progresivo desmembramiento y al asado de esos miembros descuartizados ante sus propios ojos (p. 35). Su desgraciado final da que pensar cuán difícil nos resulta a los seres humanos guiarnos por los mismos sabios consejos que prodigamos, sobre todo cuando reparamos en que Ibn al-Muqaffa, entre otras cosas, no había perdido oportunidad de mofarse del mal árabe que hablaba el gobernador de Basora, Surfyan Ibn Muawiya al-Muhallabi, a quien a su vez correspondió en mala hora el encargo de someter al persa a un «castigo ejemplar». Por si fuera poco, en su propio nombre, «Ibn al-Muqaffa» («el hijo del de la mano tullida»), nuestro autor portaba, como signo indeleble de su trágico destino, la advertencia de la inhumanidad de los castigos que se estilaban por entonces. Su padre (al-Muqaffa, el de la mano tullida) fue llamado así tras afrontar una condena por malversación (p. 27).

Resulta tentador entonces leer la introducción a Calila y Dimna, que escribe Ibn al-Muqaffa, como una especie de advertencia premonitoria: «ca aquel que supiere la cosa y no usare de su saber, no le aprovechará […]. Ca dicen que el saber no se acaba si no con la obra. Y el saber es como el árbol, y la obra es la fruta; y el sabio no demanda el saber si no por aprovecharse dél. Ca si no usare de lo que sabe, no lo tendrá pro. Y si un hombre dijese que otro hombre sabía otra carrera provechosa, y andodiera por ella diciendo que tal era, y no fuese así, haberlo hían por simple». Sin embargo, tantos siglos después, y a pesar de sus onerosas incongruencias, cualquier cosa menos simple, nos parece ahora el muy sabio y también muy humano, Abd Allah Ibn al-Muqaffa; en especial, cuando lo comparamos con el ejército de botarates que actualmente pretenden hacer pedagogía con nosotros desde el escaño y el coche oficial.

Alfonso García Figueroa es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Castilla-La Mancha. Sus últimos libros son Criaturas de la moralidad. Una aproximación neoconstitucionalista al Derecho a través de los derechos (Madrid, Trotta, 2009) y Praxis. Una introducción a la moral, la política y el derecho (Barcelona, Atelier, 2017).

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