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La importancia de Cristóbal Serra y otras cosas sin importancia

Ars Quimérica

CRISTÓBAL SERRA

Bizoc, Mallorca, 1996

736 págs.

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La discusión sobre las virtudes relativas a la longitud y la brevedad en la literatura es tan antigua como la literatura misma. Ya en el siglo III antes de nuestra era, Calímaco escribía, refiriéndose quizá a su contemporáneo Apolonio de Rodas, autor de poemas épicos de estilo homérico, que «un libro largo es un gran mal». De entre todos los defensores de la brevedad y la parquedad en la literatura, ninguno tan apasionado y constante como Cristóbal Serra, cuya obra completa se nos ofrece ahora en un elegante, si bien voluminoso, tomo de poco más de setecientas páginas. Digamos ante todo que Ars Quimérica es un baúl encantado donde es posible encontrar casi de todo: viajes fantásticos, descripciones de paisajes imaginarios, un interesantísimo ejemplo de narración surrealista (Péndulo), aforismos, humor, fantasía, erudición (del tipo que hace fruncir el ceño a los verdaderos eruditos), conversaciones imaginarias con diversos autores, incursiones libérrimas en las obras de autores heterodoxos, raros y lapidarios, recreaciones y reinterpretaciones de la Biblia, fragmentos dispersos de una obra autobiográfica jamás escrita, comentarios y «pensamientos» sobre temas tan variados como el taoísmo, la vida amorosa de los peces, los «males» de nuestra civilización, la inutilidad de escribir libros demasiado extensos, el papel del asno dentro de la cultura universal y la existencia del diablo. Estos tres últimos, que son, a mi modo de ver, los temas centrales de la obra de Serra, están secretamente relacionados entre sí. Libro tras libro aflora una y otra vez el tema de la figura del asno dentro de la cultura y la literatura, como si el autor estuviera cobrando impulso para escribir ese libro definitivo sobre los asnos que, según nos cuenta, Papini planeó pero nunca llegó a escribir (aunque sí escribió uno sobre el diablo; al igual que Bergamín, de cuya obra de demonología procede, por cierto, el título de la presente reseña). Lo cierto es que Serra parece estar permanentemente en busca de ese libro que no logra escribir. A pesar de su desprecio por las grandes novelas (Tolstoy, Cervantes), los grandes sistemas filosóficos (Hegel, Kant), las grandes explicaciones del mundo (Dante) y sus afirmaciones de que es persona demasiado indolente como para escribir una novela, el deseo de construir una obra que sea algo más que una colección de fragmentos es evidente ya desde su temprana narración Péndulo. Es sintomático lo que sucede con Augurio Hipocampo, por ejemplo, que comienza como una biografía de un autor imaginario, pronto salta a la primera persona para contar una «autominibiografía», pierde en seguida todo carácter narrativo para convertirse en un recuento de lecturas y se disgrega finalmente en los pensamientos sueltos y atomizados del diario del protagonista. Lo cual, por supuesto, no supone pérdida alguna desde un punto de vista artístico, ya que los fragmentos de Serra (misceláneas como Péndulo o Biblioteca Parva) son mucho más atractivos y estimulantes que sus obras construidas (las dos Cotiledonias, por ejemplo). Lo cual no debería sorprender a nadie. El escritor de fragmentos es, quizá, el único escritor verdadero, ya que mantiene en su obra sólo esos «fragmentos encendidos» de que habla Shelley en su Defensa de la poesía, los momentos de pura y verdadera creación, y se niega a construir puentes artificiales y retóricos para unir entre sí los fragmentos dispersos.

¿Qué significa el asno dentro de la obra de Serra? Investigar la historia del asno, las ramificaciones de su significado cultural o simbólico, es algo así como investigar el reverso de la historia, mirar allí donde no mira nadie. Esta inversión de la atención es necesaria, ya que el mundo está aquejado de una secreta y maligna enfermedad, tan maligna en verdad que Serra no se atreve siquiera a nombrarla y la va insinuando por medio de indirectas, burlas, citas desperdigadas y voces interpuestas. (Y es que, al igual que Borges y Lezama Lima, Serra es un maestro del arte de la cita, que incluye las actividades complementarias de extraer la cita del venero de frases indistintas, por el que nosotros, con ojo menos sagaz, pasaríamos una y mil veces sin encontrar esa particular voluta de forma asombrosa perdida entre los cientos de volutas del jaspe de la página, y hacer que la frase citada pase a ser parte del propio discurso.) El hecho es que Serra no sólo cree en la existencia del demonio, sino que, siguiendo a gnósticos y albigenses, lo considera creador de la realidad sensible, monarca omnipotente del mundo. Todos nuestros actos, nuestros pensamientos, nuestras obras, son, así, y sin nosotros quererlo, parte de la obra demoníaca. Por medio de Bloy, dirá Serra: no son nuestras buenas acciones lo que nos salvará, y a través de Joseph de Maistre, que quizá la guerra sea una institución divina y que pretender erradicarla es un absurdo. Vivimos en un mundo inverso, nuestra vida ha sido minuciosamente corrompida y falsificada. En este contexto cobra especial significado la historia del profeta Jonás, que muere desesperado no porque su palabra sea rechazada en Nínive, sino, todo lo contrario, porque el propio rey de Nínive se manifiesta deseoso de difundirla. Sería imposible no establecer un paralelismo entre el «éxito» de Jonás y el del escritor que ve su obra publicada y difundida (y ya comenzamos a comprender cuál es el secreto sentido del rechazo de Serra por las grandes obras y los grandes sistemas filosóficos), así como entre Jonás y Cristo, el gran antagonista de Satanás.

Quizá sea precisamente Cristo, una de las más curiosas y sibilinas creaciones de Serra, el personaje clave de su obra. Serra siempre está hablando de Cristo. Nos lo presenta equívocamente montado en un asno (un signo diabólico en el mundo inverso, ya que sabemos que el asno representa la lujuria y para los eremitas «asno» era un nombre del cuerpo), sugiere con Marción que era un fantasma, con Wilde que sus milagros sólo trajeron el mal y la desdicha a los que se beneficiaron de los mismos, susurra que quizá fue él quien le dictó a Juan las visiones del Apocalipsis. ¿Cuál es el verdadero poder de Cristo? Cristo es un ironista, nos dice Serra, igual que Lao Tsé o Chuang Tzu. La ironía, nos dirá, era su arma, pero entendamos esto: era su única arma. El arma de Cristo, nos dice Serra, es desarmar. (Ambivalencia, ambigüedad misteriosa de Serra: ¿es una casualidad que la palabra «armar» se parezca tanto a «amor»?) El Cristo de Serra no vino al mundo a traer amor ni a predicar verdad alguna, ya que no es posible hacer el bien en el mundo falsificado, en la vida sustituida, ni hay verdad ni palabra ni filosofía alguna que pueda redimirnos. Cristo vino al mundo a desarmar. Que es, precisamente, lo que hace, con brío y con gusto, Cristóbal Serra. El propósito último de la obra de Serra es, quizá, la metanoia a que él alude en algún lugar, y que nosotros tenemos más en la memoria a través de la obra de ese otro gran heterodoxo, Carlos Edmundo de Ory: la transformación de la conciencia. Pero al contrario que Ory, o que su muy admirado Blake, Serra no pretende realizar esta metanoia a través de la escritura, ya que él sabe que también el arte (o quizá especialmente el arte) corre siempre el riesgo de convertirse en algo mecánico y sin vida. «La poesía no es arte», dirá Serra en una obra temprana, «es un producto, una consecuencia. Yo diría que la poesía es omnipresente». Porque la poesía es omnipresente es inútil querer escribir un libro, desear reducir la vida a unas pocas frases. Serra no lo hace, y nos entrega una obra que tiene todo el encanto del esbozo y de lo incompleto, y que es una lectura deliciosa.

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