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La construcción del Estado

L´UTOPIE RÉACTIONNAIRE. ÉPURATION ET MODERNISATION DE L´ETAT DANS L´ESPAGNE DE LA FIN DE L´ANCIEN RÉGIME (1823-1834)

Jean-Philippe Luis

Casa de Velázquez, Madrid

462 pp. 56

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Estamos sin duda ante una sólida contribución a la tan desconocida como –sin embargo– utilizada historia de la formación de las estructuras básicas del Estado contemporáneo. Y no sólo: al reconocimiento del lector debería añadirse el agradecimiento del especialista, que sabe lo que significa dedicar tiempo y esfuerzo a la comprensión de una de las épocas más difíciles, oscuras y, añadiría, siniestras, de nuestro pasado peninsular más próximo. Creo que muchos convendrán en que, por más que se empeñasen Federico Suárez y sus discípulos en rehabilitarla, entendiéndola como una suerte de españolísima reforma tan contrapuesta como comparable al afrancesado experimento constitucional doceañista, lo cierto es que el mensaje ideológico de la así llamada Escuela de Navarra no llegó a calar sino entre los ya convencidos previamente.

Pero, en definitiva, y como afirma Luis, quien no comparte óptica pero sí interés por el estudio del período con dicha escuela, el análisis del último e inconstitucional tramo del reinado de Fernando VII no debe detenerse ante su apariencia inmovilista, sino extenderse a la valoración de las reformas habidas en su seno, las cuales, tal como él mismo propone, bien pueden comprenderse como una suerte de resurgir tardío del despotismo ilustrado.

La década ominosa, la décennieabominable, asistió a la definitiva crisis de la imagen y gestión que del gobierno de los hombres tuviera la plurisecular Monarquía Católica, esto es, a la quiebra de su legitimación e instrumentos debido, fundamentalmente, a su comprobable y comprobada ineficacia. Es de aquellos instrumentos y de las consideradas –por la fuerza de los hechos– necesarias reformas de su administración central, de lo que nos habla L´Utopie réactionnaire, centrada sobre todo en el pormenorizado análisis documental de la primera, y sin duda trágica, purificación general de los empleados públicos.

Fernando VII puso en marcha todo un inmenso dispositivo legal e institucional destinado a expulsar de lo que concibió como su aparato de justicia y de gobierno a todos aquellos que habían demostrado veleidades constitucionalistas, comprendidas después como actos de traición al verdadero y único soberano, el rey, que no, desde luego, la vencida nación doceañista. El estudio de Luis demuestra no sólo que la purificación de los empleados realizada en la década ominosa fue de una magnitud incomparable a cualquier otra realizada dentro y fuera de nuestras fronteras tanto por el número de depurados cuanto por lo mezquino de su gestión, sino también que constituyó un gravísimo factor de desestabilización y desorganización para una administración de naturaleza patrimonial que venía ya sufriendo una serie de profundas alteraciones desde 1809 por razones muy diversas.

Al mismo tiempo, el autor también intenta explicar las claves de la convivencia entre la reacción y la reforma, una reforma que, en todo caso, portaba importantes gérmenes para la racionalización, centralización y burocratización de la administración que el Estado liberal heredaría tras la muerte del mal llamado Deseado, con sus logros y, sobre todo, con sus inconsistencias. Su análisis permite a Luis diagnosticar certeramente que todo ello marcará el devenir posterior del proceso estatalizador decimonónico, el cual, a diferencia del ejemplo francés, no consiguió nunca fijar un año cero para la instalación de ese nuevo proyecto político que convenimos en denominar Estado liberal.

Así planteado, el estudio de Luis introduce aire nuevo en convenciones antiguas, ya que su obra se inserta en esa pujante historia de las élites y burocracias que hoy tanto preocupa, y que sin duda viene a renovar las imágenes creadas y reproducidas hasta el infinito por una historiografía legalista, la cual, en mi opinión, ha distorsionado el conocimiento de la fundación de la Administración entendida como novedad contemporánea. Porque, a diferencia de otros, Luis no busca cuadrar la imagen de un ente cuasi-intemporal –la Administración– rebuscando en su historia –normativa– más cercana, sino que pretende desentrañar la de sus mimbres básicos, esto es, la que nos habla de las prácticas de organización (o reorganización) de los recursos humanos en una época de transformaciones dramáticas, ya que aun cuando pretendiera restaurar en toda su pureza el Antiguo Régimen, el inconstitucional Fernando VII debió contentarse con ejercer un irritado y mezquino despotismo sobre un suelo esencialmente peninsular, empleándose además en la reforma de su gestión en aras de su propia supervivencia.

Ahora bien, aun cuando el proceso de depuración y modernización del Estado es analizado en Lautopía reaccionaria con documentación, precisión y distanciamiento respecto de debates periclitados, Luis se empeña desde un principio en categorizar su principal objeto de investigación a pesar de las resistencias que éste le opone (y de las cuales es plenamente consciente), ya que la por él denominada progresiva aparición de la función pública liberal, de la cual hace historia, no deja de ser una denominación altamente problemática. El uso constante de dicha categoría no sólo obliga a Luis a matizar de continuo, respondiendo así a una suerte de problema creado por él mismo, sino que además presta contenido a una serie de calificativos que son determinantes para la elaboración de su mensaje. Así, por ejemplo, nos debe advertir sobre cuestiones obvias, como es la inexistencia de un concepto legal asimilable bajo el Antiguo Régimen, localizar lo que considera arcaísmos en una fase de transición en que la imprevisión era consustancial a su propia naturaleza, o proponer esquemas que fuerzan, porque simplifican, la comprensión del plural y abigarrado mundo de los «empleados públicos».

Todo ello aboca a cuestionar la adecuación del corsé que Luis utiliza para modelar su relato. Tengo para mí que bien podría preguntársele al autor cómo, cuándo y dónde emergió el sentido estricto del propio término, al tiempo que también podría cuestionarse la historia de la consolidación y avatares de ese marco teórico intemporal que está implícito en el mero uso del término función pública cuando lo refiere a un Antiguo Régimen hispánico poblado de magistrados, oficiales de secretarías, cargos municipales u oficios vendidos. Recuérdese, además, que el problema no es nacional, sino que son muchos los autores que, como Rosanvallon, se emplean a fondo en demostrar lo moderno –y revolucionario– de su formulación y lo difícil de su organización en la mismísima Francia decimonónica, la cual contaba con precedentes «funcionariales» más aprovechables que los habidos en nuestro país para la edificación de un Leviatán centralizado; en este último sentido, también son muchos los que convienen en que cuerpos como el de Ingenieros de Puentes y Caminos, con sus formas de reclutamiento, formación y estatuto colectivo, prefiguraban ya desde 1747 un nuevo modelo de servidor público.

En definitiva, y aunque la siguiente sea simplemente una valoración, creo poder afirmar que no resulta convincente la sustitución de la historia genética de un concepto, que necesitó de la construcción de realidades institucionales, por el uso un tanto indiscriminado, por atemporal, de un término cargado de connotaciones.Y es que, a la postre, el distanciamiento ideológico de Luis resulta un tanto limitado. Desbordado, como en su día debieron de estarlo los tímidos reformadores fernandinos, por la multiplicidad de estatutos de los diferentes empleados públicos y la falta de medios ideológicos y materiales para emprender y consolidar la (re)organización de la administración central de una Monarquía ya muy dañada en su legitimación, el autor desprecia cuestionar algunos puntos de partida muy discutibles, aun cuando, por supuesto, no tan obvios como aquellos que enfrentaron a la historiografía liberal con ciertos representantes del pensamiento reaccionario español.

De entre todos ellos, dos revisten una trascendental importancia historiográfica, por cuanto que son indicativos de diferentes formas de ver y hacer la historia mal llamada institucional. El primero se refiere a la comprensión que del legado recibido por Fernando VII mantiene Luis, aunque no lo explicite, ya que da por supuesto que hay sólo una posible valoración del funcionario oempleado público de las monarquías patrimonialistas, cuando justamente esta es una de las cuestiones más que discutidas, discutibles. Porque hay que advertir que no se alcanzan las mismas conclusiones si pensamos que el final del Antiguo Régimen provocó la muerte del modelo jurisdiccional de gestión del poder político, cuya figura central resultaba ser el magistrado que prestaba caracteres a todos los demás, que si, por el contrario, convenimos en que el comisario lo había no tanto desplazado cuanto sustituido por completo en las postrimerías del Antiguo Régimen, transformando así la naturaleza política de la Monarquía Católica.

El no cuestionamiento de este clásico dilema que nos viene ocupando desde que Tocqueville impuso su canon conduce a Luis a no diferenciar jueces y magistrados de los demás empleados públicos, dando por supuesta su administrativización cuando ésta debiera ser objeto de historia, a interesarse por la selección y destitución de los empleados públicos, pero no por las alteraciones habidas en su régimen de responsabilidad respecto de los súbditos, y a olvidar de dar cuenta del problema de la formación de los empleados, aun cuando se extienda en el análisis de la racionalización o jerarquización del aparato central de la Administración fernandina. No se me interprete mal: no es tanto que a la obra de Luis le falten temáticas cuanto que su apuesta por evitarlas da por resuelta, sin que lo esté realmente, una cuestión central para la comprensión de la crisis institucional del Antiguo Régimen peninsular: la valoración en uno u otro sentido de las alteraciones habidas en torno a la relación entre el gobierno y la justicia en una época de transición como fue la década ominosa.

El segundo no cuestionamiento tiene una similar aunque no idéntica naturaleza. En la medida en que a Luis le interesan la selección y destitución de los hombres, pero no lo que hacen y cómo lo hacen, el autor tiende a identificar en exceso la historia de la organización central de los recursos humanos con la del Estado, como si esta última fuera evidente de por sí. El despotismo ilustrado tardío, que tan bien describe Luis, convivió con una sociedad organizada corporativamente, lo que significa no tanto anacronismo cuanto resistencia sorda –pero activa– a proyectos nacionalizadores y estatalizadores, como bien puede comprobarse en cualquier fuente que documente las dificultades de instalación del famoso Ministerio de Fomento.

Pero más allá de las discrepancias, que ya advertí que lo son sólo respecto de un modo de hacer las cosas, hay que resaltar de nuevo la importancia y valor de L'Utopie réactionnaire. Frente a una multitud de estudios sobre el liberalismo, resalta la soledad de los análisis de la más importante de sus construcciones: el Estado.Y no cabe duda de que no puede pensarse el uno sin el otro, como tampoco cabe duda de que cualquier relato que nos informe sobre diferentes aspectos de la crisis institucional del Antiguo Régimen tiene que contar inexcusablemente con las conclusiones alcanzadas por Jean-Philippe Luis en esta espléndida obra.

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Ficha técnica

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