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La endeblez del posestructuralismo

Deconstruction After All. Reflections and Conversations

Christopher Norris

Eastbourne, Sussex Academic Press, 2015

322 pp. £29.95

Theory at Yale. The Strange Case of Deconstruction in America

Marc Redfield

Nueva York, Fordham University Press, 2015

272 pp. $29.95

Of Grammatology

Jacques Derrida

Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2016

Trad. ingl. de Gayatri Chakravorty Spivak

441 pp. $34.95

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¿Qué fue del posestructuralismo? No se trata de la pregunta más acuciante para quienes lo consideraron, antes de nada, una sarta de estupideces, pero su silenciosa desaparición tiene algo de intrigante. Nacido en París a finales de la década de los sesenta del siglo pasado, irrumpió en la escena intelectual más o menos al mismo tiempo que los estudiantes de esa ciudad se sublevaron contra sus maestros académicos. De la gramatología, de Jacques Derrida, que acaba de reeditarse en inglés con una introducción de Judith Butler, se publicó en 1967, un año antes de aquellos muy mitologizados acontecimientos, y existen algunas afinidades entre lo que estaba sucediendo en las universidades y lo que estaba tramándose en la interpretación de los textos. De la gramatología se ocupa, entre otras cosas, de mostrar cómo determinados escritos, de Rousseau y Saussure a Freud y Lévi-Strauss, tienden a minar la lógica que los gobierna, estableciendo jerarquías y oposiciones con una mano para, a renglón seguido, desmantelarlas con la otra. Cuanto más se exploran obras tan aparentemente coherentes, más empiezan a deshilacharse por los bordes y a deshacerse por las costuras.

Aunque el propio Derrida se sentía claramente incómodo en presencia de los soixante-huitards, el posestructuralismo estaba haciendo de una manera bastante más abstrusa lo que se esforzaban también por conseguir quienes estaban intentando arrancar los adoquines parisienses. (Una diferencia entre unos y otros era que a los nuevos filósofos no estaban moliéndolos a palos la gendarmerie.) Tras ser desenmascaradas, las estructuras iban a mostrarse menos estables de lo que parecían, carentes de cimientos sólidos y arbitrarias en sus exclusiones. Estaba siempre aquello que escapaba a su autoridad, desde el flotante significante hasta el cuerpo femenino. Se escanearían obras literarias en busca de esos deslices y momentos de indecisión que frustraban cualquier lectura «totalizada» de los mismos. Se liberaría la multiplicidad de la tiranía de la unidad y se dejaría a la diferencia liberada del despotismo de la identidad. Las nítidas distinciones y las lúcidas definiciones eran la consecuencia de una racionalidad represiva. El oscurantismo estaba, en consecuencia, del lado bueno. En este clima de alegre incertidumbre, no ser del todo consciente de lo que se estaba haciendo se convirtió en una especie de virtud. A este respecto, es una suerte que los neurocirujanos y los ingenieros aeronáuticos parezcan no haber sido los más ávidos lectores de Gilles Deleuze y Jean-François Lyotard. Al contrario que casi todos los anteriores proyectos críticos, de Aristóteles a Northrop Frye, el posestructuralismo valora enormemente lo discordante y autodividido. En este sentido, aunque en pocos más, es heredero de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX.

La revuelta estudiantil fue derrotada, pero la teoría posestructuralista siguió viviendo. Lo hizo en parte como un modo de mantener la revolución caliente al nivel de las ideas, pero también porque combinaba el ímpetu insurreccional de 1968 con el ambiente más sombrío y desencantado de sus secuelas políticas. En su curiosa mezcla de escepticismo y euforia, el posestructuralismo es una forma de pesimismo libertario, que sueña con un mundo libre de las constricciones de normas e instituciones, pero que no es tan incorregiblemente ingenuo como para imaginar que pudiera materializarse alguna vez. La candidez no es una cualidad que los parisienses tengan por especialmente admirable. Hay que negarse a renunciar a nuestros deseos, al tiempo que reconocemos que nunca se verán satisfechos (Jacques Lacan); puede oponerse resistencia al poder, pero no puede derribarse (Michel Foucault). El libre juego del significante pone en cuestión certidumbres metafísicas, pero aunque las paredes de la prisión de la metafísica puedan zarandearse, no puede abrirse inequívocamente en ellas una brecha (Jacques Derrida). Hay momentos de dicha utópica pura, pero la mayoría de ellos quedan confinados a las obras literarias modernistas (Roland Barthes). De hecho, hay un sentido en el que el crítico posestructuralista es tan parásito de los códigos y los sistemas como el más rígido burócrata. Sin ellos, al fin y al cabo, no hay nada que subvertir o transgredir. Ser sardónicamente conscientes de este hecho, como tienden a serlo los posestructuralistas, no resulta más satisfactorio, del mismo modo que ser sardónicamente consciente de que se bebe demasiado no es una excusa adecuada para ese beber en demasía.

Jacques DerridaLa etiqueta de la teoría posestructuralista patentada por Derrida busca deconstruir tanto textos como instituciones; pero puede llevar a cabo esta operación únicamente desde dentro, aferrándose tenazmente a la lógica interna de los sistemas que examina a fin de revelar su incoherencia esencial. Si no se ve a sí misma ni dentro ni fuera de su objeto de investigación, ello se debe en parte a que un gran número de teóricos posestructuralistas fueron ellos mismos figuras marginales, bien emigrados literales a Francia, bien lo que podría llamarse exiliados internos. El decano del estructuralismo propiamente dicho, Claude Lévi-Strauss, era un judío belga con inclinaciones marxistas que había dado clases en São Paulo y en Nueva York. Una lista de algunos de sus principales sucesores (pos-)estructuralistas –Barthes, Greimas, Todorov, Kristeva, Foucault, Cixous, Derrida, Irigaray– no contiene un solo varón nacido en Francia, heterosexual y no judío.

No resulta, pues, sorprendente, que la teoría deba centrarse con tan perversa insistencia en aquello que no acaba de encajar. Como tal, representa una corriente heterodoxa de izquierdismo político, de un talante más libertario que marxista. Su maître filosófico no es Marx, sino Nietzsche, cuya repulsiva teoría política queda en su mayor parte discretamente incontestada. El teórico marxista más eminente de la época, Louis Althusser, tuvo una estrecha relación personal con su compatriota argelino Derrida, pero la afirmación de este último según la cual la deconstrucción había sido en todo momento una versión radicalizada del marxismo fue recibida como una enorme sorpresa por parte de ambos bandos teóricos. Althusser también sermoneó a Foucault, gran parte de cuya obra puede leerse como una crítica en clave del materialismo histórico. La dialéctica había dado paso ahora a la diferencia. Desviados y heréticos desde el punto de vista del esclerótico Partido Comunista francés, los pensadores posestructuralistas afirmaron todo aquello que la izquierda oficial había suprimido denodadamente en su mayor parte: juego, estilo, forma, placer, diferencia, jouissance, el cuerpo, locura, sexualidad y el inconsciente. Como tal, era un conducto entre aquellos días vertiginosos en las calles alrededor de la Sorbona y los temas del posmodernismo en la actualidad.

Había que pagar, sin embargo, un alto precio por esta marca de disentimiento más agradable. Al contrario que otras marcas menos sofisticadas del pensamiento libertario, el posestructuralismo es lo suficientemente espabilado como para reconocer que las normas y los sistemas estarán siempre con nosotros. Aun así, su entusiasmo por ellos es manifiestamente mejorable. Es lo marginal y aberrante, por el contrario, lo que atrapa su imaginación. En su faceta más sombríamente previsible, el posestructuralismo tiende simplemente a invertir la polaridad entre la norma y la desviación, en vez de echarla por tierra. La marginalidad se vuelve ipso facto positiva, como si hubiera de alabarse a los asesinos en serie y a los neonazis. El hecho de que las leyes puedan cuidar y proteger queda convenientemente suprimido. Al igual que sucede con la verdad de que hay heterodoxias venenosas igual que las hay ilustradas. Es unidad, no un tonificante juego de diferencias, lo que necesitamos al abordar la cuestión de si recuperar la mano de obra infantil en las fábricas. No todas las normas son opresivas, o todo el consenso agobiante. Para las sociedades modernas es normativo no arrojar a los moribundos a los vertederos o pegar un tiro a todos los académicos mayores de sesenta años, pero el posestructuralismo parece groseramente indiferente a estos beneficios. Fue la solidaridad, no la diferencia y la diversidad, lo que acabó con el apartheid y el bloque soviético. En cuanto a la identidad, están aquellos que pueden permitirse tener su propio ser deconstruido y otros que necesitan una sensación razonablemente segura de quiénes son a fin de ser libres y sentirse realizados. El desagrado del posestructuralismo por lo convencional e institucional no es sólo políticamente miope; es también exactamente el tipo de gesto universalizador respecto al cual aquél se mantiene supuestamente escéptico.

Al igual que productos franceses mucho más lujosos, el posestructuralismo no viajó especialmente bien. En los años setenta y ochenta, floreció con gran vigor en Estados Unidos; pero aunque el propio Derrida lo había considerado siempre, antes que nada, como un asunto político e institucional, fue rápidamente asimilado en el clima despolitizado de la academia estadounidense como un conjunto más de técnicas para interpretar textos. Theory at Yale, de Marc Redfield, nos ofrece un apasionante relato de la conocida como escuela de deconstrucción de Yale, cuyas principales luminarias fueron Paul de Man, Harold Bloom, Geoffrey Hartman y J. Hillis Miller. De Man murió en 1983, Bloom ha renunciado ahora a la teoría literaria para convertirse en lo que Redfield describe acertadamente como «el regente cascarrabias del canon occidental» y Hartman se ha dedicado a los estudios sobre el Holocausto, mientras que Hillis Miller ha retomado sus intereses anteriores, como la literatura victoriana. Resulta innegable que la jouissance es cosa del pasado. El libro de Redfield podría haber situado su objeto de estudio en una perspectiva histórica más distanciada, pero es rico en percepciones e información.

No es la teoría misma lo que constituye el problema, sino una crisis subyacente de la cual resulta sintomática la teoría

Durante su apogeo, la teoría posestructuralista fue venerada y vilipendiada más o menos en igual medida. En 1992, tras enfrentarse a una férrea oposición, la Universidad de Cambridge concedió un doctorado honoris causa a Jacques Derrida, de quien se pensaba falsamente que sostenía que en el mundo no había otra cosa que escritura y que cualquier cosa podía significar cualquier otra cosa. Sería interesante saber cuántos de quienes acudieron a la Senate House para votar en su contra habían leído un libro suyo completo, o incluso un ensayo, y, de no ser así, si habrían tolerado semejante negligencia intelectual en un estudiante de primer año de carrera. Al contrario que estos adversarios, Christopher Norris, un estudioso extraordinariamente versátil, cuyos intereses abarcan de la poética y la filosofía de la ciencia a la musicología y el aeromodelismo, ve al fundador de la deconstrucción en Deconstruction After All como, en algunos aspectos, un pensador bastante conservador, en vez del nihilista que dibujan las fantasías de sus críticos. Con su agudeza y erudición características, la colección de ensayos y entrevistas de Norris recorre desde la estética y los estudios culturales hasta la relación entre Derrida y el pensamiento indio, además de incluir un elegante recuerdo biográfico del ya fallecido Frank Kermode.

Derrida se vio bien recompensado de los desaires que sufrió a manos del establishment académico al convertirse en el filósofo más sexy del planeta desde Jean-Paul Sartre. Él y otros teóricos literarios protagonizaron apariciones en televisión y en la revista Time, que es mucho más de lo que nunca consiguió hacer F. R. Leavis. Los estudiantes de doctorado podían acumular un valioso capital cultural al demostrar que una obra literaria significaba cinco o seis cosas mutuamente incompatibles al mismo tiempo. Cobró vida todo un nuevo léxico crítico: «aporía», «indecidible», «logocentrismo», «imposible», «ceguera», «impensable», «ilegible», «la metafísica de la presencia» y cosas semejantes. Algunos de los académicos más reacios en su momento a esta jerga desarrollarían más tarde todo un nuevo lenguaje hecho a medida, bárbaro y más propio del mundo de la neogestión empresarial.

Constantemente surgen teorías modestas y poco glamurosas. Cuando la cosa acaba alcanzando unas dimensiones epidémicas, sin embargo, como sucedió en el campo de los estudios literarios en las últimas décadas del siglo XX, normalmente podemos estar seguros de que algo ha ido mal. No es la teoría misma lo que constituye el problema, como tienden a imaginar los críticos conservadores, sino una crisis subyacente de la cual resulta sintomática la teoría. Cuando una práctica intelectual consolidada empieza a venirse abajo, puede verse obligada a convertirse en una nueva forma de autorreflejo simplemente a fin de sobrevivir, tomándose a sí misma como un objeto de conocimiento. Semejante procedimiento tiene, por tanto, algo de narcisista, como sabrá muy bien cualquiera que haya tenido la desgracia de toparse con ciertos renombrados teóricos literarios.

El posestructuralismo despegó con fortuna en un período de intensas turbulencias políticas (la guerra de Vietnam, los movimientos estudiantiles y de los derechos civiles) en el que el papel tradicionalmente armonizador de las humanidades en las sociedades occidentales estaba poniéndose cada vez más en entredicho. Durante un tiempo, la teoría misma proporcionó una suerte de solución a los problemas que dieron lugar a ella. Los departamentos de literatura tenían ahora cosas nuevas, apasionantes y bohemias que hacer. En el extranjero había un aire fresco de disidencia, que no era demasiado incómodo desde un punto de vista específicamente político y que, en algunos sentidos, sintonizaba suficientemente bien con el sesgo antidoctrinal del liberalismo convencional. Cuando, más adelante, acabó resolviéndose el problema de qué hacer con las humanidades ?es decir, privarlas de recursos y confiar en que pudieran esfumarse?, esta corriente de la teoría decayó a la vez que él. Las universidades, que existen fundamentalmente para prestar servicio a la economía, no son muy dadas a grandiosas especulaciones.

Una bandera negra en la Rue Saint Jacques después de una revuelta estudiantil en junio de 1968

Esto es, pues, parte de lo que le sucedió al posestructuralismo. Fue uno de los últimos jadeos intelectuales de la academia pretecnocrática, de una intelligentsia cuyo trabajo consistía en ser crítica, que no cómplice, de los ídolos del mercado. Había sobrevivido al llamado caso de Man, en el que se hizo público en 1987, poco después de su muerte, que el distinguido deconstruccionista de Yale había publicado artículos periodísticos antisemitas y colaboracionistas durante la ocupación alemana de Bélgica. En torno a esta época, toda una escuela de posestructuralismo en Cornell pareció guardar silencio en su mayor parte, pero la revelación de los sentimientos profascistas del joven De Man no consiguió asestar el coup de grâce al movimiento del cual él había sido el principal faro estadounidense. Tampoco lo hizo la desaprobación divina, que había abatido a Foucault con el sida, arrojado a Barthes bajo las ruedas de una furgoneta fuera del Palacio del Elíseo y provocado que Derrida cayera víctima de un cáncer de páncreas.

Son los atentados del 11 de septiembre los que deberían haber entonado el adiós de este estilo de pensamiento. Los años noventa resonaron con declaraciones de que Occidente era ahora poshistórico, posteológico, posideológico y posmetafísico; y este rechazo de las conocidas como grandes narraciones había sido un motivo fundamental del pensamiento posestructuralista. Llamar a la historia al orden es siempre, sin embargo, una empresa peligrosa. Justamente en aquel momento, dos aviones se estamparon contra el World Trade Center y empezó a desplegarse toda una nueva gran narración, la llamada guerra al terrorismo. La historia, sin embargo, no siempre hace las cosas exactamente como es debido, así que para cuando la tragedia golpeó a Nueva York, el posestructuralismo ya había pasado a mejor vida, siendo sustituido, entre otras cosas, por el posmodernismo.

El posmodernismo preserva un gran número de conceptos posestructuralistas, pero lo hace de un modo más práctico y espabilado. Mientras que el posestructuralismo es un conjunto de ideas, el posmodernismo es una verdadera cultura. En vez de enfrascarse en un arcano discurso filosófico de diferencia e identidad, llega a los centros de las ciudades con pancartas que reclaman los derechos de los homosexuales. Le preocupa más la discapacidad que el alejamiento del centro del sujeto humanista. Los posestructuralistas hablan de la inscripción cultural del cuerpo, mientras que los posmodernistas se tatúan los antebrazos y se tiñen el pelo de color morado. En un sentido, podría afirmarse, el posmodernismo es el posestructuralismo sin la teoría, ya que la teoría dentro de este clima populista es «elitista». Y si esto es cierto, entonces el posestructuralismo no expiró realmente en absoluto. Sigue estando vivo, pero en formas que no siempre son reconocibles como tales.

Hablando en términos generales, el momento de la «teoría» fue también el período en que la izquierda política estaba en auge. Cuando esa tendencia ascendente declinó, la teoría le prestó una fantasmal vida después de la muerte durante un par de décadas aproximadamente, antes de sucumbir al ambiente pragmático y antiespeculativo del capitalismo tardío. La muerte del posestructuralismo, por tanto, fue la consecuencia de dos factores principales. Primero, lo que murió fue no tanto el movimiento propiamente dicho como la «teoría» en general, lo que, en cualquier caso, planteaba un problema para aquellos más habituados a los mensajes de texto que a la textualidad. En segundo lugar, las nociones posestructuralistas no quedaron tanto extinguidas cuanto que se las apropió una cultura posmoderna que tiene poca paciencia con las ideas abstractas. Y que eso hubiera de ser así resulta especialmente irónico. Porque la deconstrucción había negado siempre que fuera ningún tipo de teoría, método, sistema o doctrina, sometiéndose así a sus propios principios. Era, en una palabra, un modo de teorización antiteórico. Aun eso, sin embargo, es un asunto demasiado recóndito para muchos de los entusiastas defensores del posmodernismo, para quienes lo que importa son menos las ideas que las imágenes. A pesar de todos sus puntos débiles, el posestructuralismo es también un punto de vista demasiado crítico, una excesiva hermenéutica de la sospecha, para aquellos para quienes todo el concepto de crítica puede clasificarse ahora, junto con las patillas masculinas y los trajes vaqueros, como algo irremediablemente pasado de moda. Es una lástima que Roland Barthes fuera arrollado por una furgoneta, pero no es enteramente lamentable que no viviera para ser testigo de la reducción sistemática de la cultura a una mercancía.

Terry Eagleton es Distinguished Professor de Inglés en Lancaster, Notre Dame y la Universidad Nacional de Irlanda. Sus últimos libros son Why Marx Was Right (New Haven, Yale University Press, 2012), How to Read Literature (New Haven, Yale University Press, 2013), Culture and the Death of God (New Haven, Yale University Press, 2014), Hope Without Optimism (New Haven, Yale University Press, 2015) y Culture (New Haven, Yale University Press, 2016).

Traducción de Luis Gago

© The Times Literary Supplement

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