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El libro y la técnica, una cuestión de vida o muerte

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Hace ya muchos años que entrar en una librería es cosa de valientes. Tiene poco de sorprendente que la gente «lea poco». No es para menos: la oferta es tan enorme, la preparación media de los libreros de hoy es tan escasa y el afán editorial de vender es tan irrefrenable que cualquier supermercado de alimentación está mejor ordenado y es más amigable con la clientela que la librería media. Ésta parece hecha para ahuyentar al posible lector: intimida. Intimida hasta a quienes estamos fogueados en eso de comprar libros.
Por una parte, la producción anual de libros ha aumentado a niveles escandalosos. ¿Dónde habrase visto que España, por ejemplo, pueda digerir casi ochenta mil nuevos títulos por año, con tiradas medias del orden de tres o cuatro mil ejemplares? Por otra parte, algunos títulos, cual caníbales, se comen a la mayor parte de sus congéneres. «Libros-basura», como El código Da Vinci, venden millones allí donde, cuando Guerra y paz vende quince mil ejemplares (que está muy bien), se habla de milagro. Quiero referirme aquí no a El código Da Vinci, sino a todos esos libros que se venden poco o nada y cuyas primeras ediciones raramente constan de más de unos dos mil ejemplares.
 

EL PRECIO DE LOS LIBROS
 

El libro es el producto cultural más barato del mercado. Una novela media en edición normal (no de bolsillo) se vende hoy en España a veinte euros, lo que equivale a dos entradas de cine, más o menos. Pero por ese precio el libro puede ser leído por bastante más de dos personas, cada una de ellas puede leerlo varias veces y, a la larga, entra a formar parte de la biblioteca familiar para siempre.
El cine –como el teatro, pero también el concierto y la visita al museo– cuesta dinero cada vez que uno va, y cuesta dinero a cada persona que va. Ver una película dos o tres veces cuesta ya lo que un libro y, en pareja, lo que dos. Pienso en mis padres que, cuando yo era chico, me llevaron a ver Pinocho, de Walt Disney, cuatro o cinco veces (a petición mía, desde luego). ¡Fue toda una inversión! Pero el libro de la película, que tenía en mi biblioteca, me lo compraron una sola vez. ¿Cuántas veces lo habré leído? También cuatro o cinco, seguro. No fue ninguna gran inversión.

Las cosas han cambiado mucho desde entonces, está claro, pero me temo que no necesariamente para mejor. El libro sigue siendo barato, pero su precio ha aumentado y aumenta año tras año. Esto no se debe sólo a la inflación, sino al canibalismo de que hablé hace un momento. La aparición de librerías en las llamadas grandes superficies, eso que Mario Vargas Llosa bautizó como los «libródromos», ha introducido un elemento de competencia desleal entre los grandes y los pequeños libreros. En un «libródromo», la oferta es infinitamente mayor que en una librería de barrio, y la venta con descuento más factible.

Si a ello se agrega el hecho funesto de que (desde hace unos años también en España) el viejo, probado y saludable sistema de «precio único fijo», que establece que el mismo libro ha de venderse en todas partes al mismo precio y que el Estado pone coto al descuento autorizado (5% sobre el precio de cubierta), fue abolido por el Gobierno del PP en lo que toca a los libros de texto o escolares, se comprende que las librerías de barrio hayan entrado en una caída vertical y muchísimas hayan tenido que cerrar.

Es fácil entenderlo. Los libros de texto, de venta intensa en determinadas épocas del año, representan una parte importante de la facturación anual. Se calcula que, salvo descuentos, el libro de texto representa un 40% de la facturación anual de una librería pequeña o media. ¿Qué pasa si se libera el descuento legal? Que los «libródromos» pueden permitirse descuentos muy altos, del 25 ó 30% (porque especulan con que, por cada euro gastado en libros, el cliente se gasta otros nueve en zapatos, manzanas o cosméticos). Es como si el «libródromo» se convirtiera, en ciertos momentos del año, en el señuelo de las grandes superficies para captar clientes. No es para menos: la madre de familia compra los libros escolares de su prole allí donde le salen un 25% más baratos, ventaja muy importante para el presupuesto familiar.

Pero la ventaja es pura demagogia. Primero: la librería de barrio entra en crisis, porque si de ese 40% anual de su facturación ha de deducir un 25% para ponerse a la altura del «libródromo», estará perdiendo un 10% bruto de su facturación anual. Y todos sabemos que no hay empresa pequeña o mediana cuyos beneficios anuales superen el 10% (en general se quedan por debajo del 7%). Es decir, que a fin de año habrá perdido di­nero. Desde que se liberó el descuento en los libros de texto, en Madrid han desaparecido decenas de libreros pequeños. En España, centenares. Como ya señalaba Rafael Martínez Alés en agosto de 2002, «quienes han resultado más perjudicados han sido las librerías medianas y pequeñas y se estima que esta extensa red de cerca de 2.300 puntos de venta ha recibido un golpe mortal en cerca de un 25% de sus efectivos. Los cierres están a la orden del día».

Segundo: una vez desaparecida la competencia de los pequeños, el precio libre actúa precisamente en contra de las familias, porque el precio de venta de los libros aumenta por la inflación pero, sobre todo, por el mero afán de lucro de los libreros grandes y muy grandes (¡y de los editores!). En Inglaterra se liberó el precio de los libros (de todos los libros) hace una docena de años, quizá como secuela de la política de Thatcher. El resultado es que los libros, ­teniendo en cuenta la inflación –digamos en euros constantes–, son mucho más caros hoy que entonces. Quienes han estudiado el asunto, como Markus GerlachProtéger le livre: Enjeux culturels, économiques et politiques du prix fixe, París, Alliance des Éditeurs Indépendants, 2003., calculan que entre 1995 y 1999 el precio medio de los libros en Inglaterra subió un 16%, mientras que la inflación acumulada, durante el mismo período, sólo fue del 8%. Comparativamente, en Francia, donde los precios de todos los libros son fijos, un libro de bolsillo cuesta la mitad de lo que cuesta en Inglaterra. Sobre el tema se ha escrito mucho, pero es muy recomendable leer Prix fixe et diversité culturelle, una ponencia que Jean Sarzana, delegado general del Sindicato Nacional de la Edición francés, presentó ante el Congreso de la Unión Internacional de Editores (Berlín, 21-23 de junio de 2004). También es aconsejable leer el artículo luminoso de Gabriel Zaid, aparecido en Letras Libres en juniode 2006De él extraigo los siguientes párrafos: a) ?Los libros son prescindibles. Si el precio es excesivo y la compra no es obligatoria, no se venden. El comprador deja el libro para después o para nunca. O se lo pide prestado a un amigo. O (con suerte) lo encuentra en una biblioteca pública o en la web. O lo fotocopia. O lo compra en edición pirata. […] b) ?Algunos economistas creen que el precio fijo del libro impide una deseable competencia en precios de la misma edición, como si los precios fueran ajenos al editor, que es el único proveedor de la edición. ¿Quién fija el precio de un libro? Para evitar conflictos entre el monopolio del autor y el monopolio del editor, los contratos definen que esta prerrogativa le corresponde al editor. No sólo eso: prohíben al autor comercializar los ejemplares que reciba del editor, gratis o con descuento de autor. La oferta del libro en el mercado está bajo el control de su único proveedor. Un control mayor que nunca en los tiempos que corren, porque los libros que ofrecen las librerías están ahí por cuenta del editor. No han sido comprados y pagados en firme, sino entregados en consignación o facturados a crédito con derecho a devolución. […] c) ?Sin embargo, los editores pueden abusar de su monopolio de una manera más sutil: con precios supuestamente rebajados en algunos puntos de venta. La mecánica, muy simplificada, es la siguiente. Supongamos un libro con precio fijo que el editor vende al librero en 65 para que lo venda al público en 100. Cuando no hay precio fijo, el mismo libro se anuncia al público en 120 y se vende a los libreros en 78 (con el mismo descuento del 35%), pero a los favoritos en 60 (con un descuento del 50%). Éstos pueden entonces venderlo a 100, que parece una gran rebaja (sobre el precio de catálogo de 120), aunque son los mismos 100 que se hubieran pagado con el precio fijo. Pero los demás libreros ya no pueden venderlo a 100, porque no pueden mantenerse con un descuento del 22% en vez del 35%. Tienen que vender más caro para sacar sus gastos. Ahí está el secreto de las «grandes rebajas». No se trata de que los favoritos vendan más barato, sino de que los otros vendan más caro. El editor fija los precios de catálogo (120 en vez de 100) sobre los cuales se hacen las supuestas rebajas (de 120 a 100) y fija los precios al mayoreo (78 y 60) para que sólo sus favoritos puedan hacer las supuestas rebajas..

En Francia el precio único de los libros se fijó en 1981, precisamente para luchar contra el monopolio de las grandes superficies. El resultado ha sido, al cabo de veinticinco años, una disminución del precio relativo de venta de los libros. En la España gobernada por el PSOE, a propuesta del Consejo de Ministros, el Congreso ha aprobado una nueva Ley del Libro. Este nuevo engendro del Estado ratifica el precio único fijo de los libros, en general, pero dice cambiar el estatuto de los libros de texto: ya no será posible anunciar descuentos ad libitum. Lo que queda libre, en cambio, es el propio precio del libro de texto. Venda usted a ocho euros un libro de diez euros, ¡pero ni se le ocurra poner un cartel que diga «Descuento: 20%»!

En suma, estamos exactamente en las mismas. No es políticamente correcto ofrecer y publicitar descuentos sino precios: lo correcto es vender al precio que el librero quiera. Lo importante, en definitiva, no es ser ecuánime; lo importante es parecerlo: es una hipocresía muy típica de nuestros tiempos de liberalismo de izquierdas.

Vale la pena recordar que ciertas grandes superficies, no contentas con descuentos de un 25%, ofrecen reservar antes del verano la compra que la madre de familia hará en septiembre, ofreciéndole además la posibilidad de pagarla en noviembre. Y ya hay toda una guerra de ofertas demenciales desde el punto de vista del librero de barrio, como, por ejemplo, la oferta, en otras grandes superficies, de libros de texto ¡a precio de costo!

LAS CONSECUENCIAS CULTURALES
 

Todos sabemos que, para ser expuesto en un «libródromo», un libro debe hacer méritos. Digamos que debe hacer un mérito. Es decir: debe venderse bien. No es fácil que un libro de Beckett o de cualquier otro autor de venta difícil aparezca en alguna de las mesas de novedades de un «libródromo». Estos libros van directamente a las estanterías, donde poca gente se molesta en buscar nada. Suelen verse más en las pequeñas librerías especializadas, cultas, vocacionales, esto es, en las librerías más vulnerables desde el punto de vista que estamos adoptando aquí. Si estas librerías van desapareciendo y si los «libródromos» no consideran rentable exponer adecuadamente este tipo de libros, evidentemente, a menos de estar loco, su editor reducirá las respectivas tiradas. ¿Cuánto las reducirá? Lo más posible. Sí, pero, ¿cuánto?

Hay, en imprenta, un umbral que la tirada debe superar para que el costo de impresión permita fijar un precio de venta compatible con los precios de mercado. Hoy día, en España, es difícil imprimir competitivamente menos de mil quinientos ejemplares de una novela o de un ensayo. Sabiéndolo, los editores prefieren en muchos casos abstenerse y no editarlos. Está claro: el editor, a su vez pequeño, a su vez vocacional, no se siente motivado por subliteraturas que le permitirían sobrevivir. Y, en muchos casos, camina hacia su muerte. Se cuentan por cientos las librerías pequeñas y, por consiguiente, los editores pequeños que han cerrado en Inglaterra desde que el precio de los libros fue liberado. Aquí, en España, donde el problema es algo menos grave, la repercusión de lo dicho anteriormente llega hasta editoriales no tan pequeñas, no tan vocacionales, pero con menos prejuicios en cuanto a los «libros-basura».

¿Y Beckett? ¿Qué hará Beckett? ¿Qué harán los autores de esas pequeñas editoriales cuya producción estaba en venta en las pequeñas librerías que han ido cerrando o, a lo sumo, en las estanterías de los «libródromos»? Valen todas las hipótesis, y yo someto al lector una, por lo que tiene de thriller (catastrófico, pero perfectamente concebible): algunos, perseverantes, seguirán escribiendo, aunque deban guardar sus manuscritos en los cajones, en espera de tiempos mejores. Otros deambularán por las antesalas de los editores de siempre, sabiendo que tienen menos probabilidad de ser editados. Y otros, muchos otros, dejarán de escribir.

En resumen: de cómo una mera ley del libro, hecha para favorecer –supuestamente– a las familias humildes, tiene consecuencias culturales desastrosas.

PROPUESTA DE LUCHA
 

Va a resultar que las tan denigradas nuevas tecnologías (¿nuevas tecnolo­gías? Categóricamente no: nuevas técnicas) podrían ser la salvación del libro. Porque, entre los «libros-basura», las leyes-adefesio, la competencia de la electrónica –juegos, televisión, telefonía móvil– y otras plagas, el libro está en vías de extinción. ¡Cuántas aguas han corrido bajo los puentes desde el día en que, a mis cinco o seis años, mi padre me llevó a visitar los talleres gráficos de la Compañía General Fabril Financiera! Era una planta inmensa en la periferia de Buenos Aires, en la que trabajaban más de mil personas, la imprenta más grande de Latinoamérica. Recuerdo la sonrisa bonachona con que un linotipista sentado ante su máquina me preguntó cómo me llamaba. Tecleó brevemente y en un santiamén me alcanzó el cliché de mi nombre, en plomo. Claro, estaba al revés, y yo no podía leerlo. El buen hombre tomó el cliché, lo embadurnó de tinta y lo apoyó sobre una hoja de papel blanco. Entonces sí pude leer. Y me dijo: «Así se hacen los libros».

¿Cuáles son las nuevas técnicas salvadoras del libro? Me referiré ahora a la primera gran revolución en el mundo del libro, desde la invención de Gutenberg: las tiradas cortas o, como también se llama, la «impresión bajo pedido». ¿Bajo pedido? ¿Por qué no sobre pedido? Yo prefiero llamarla «impresión a pedido» y propongo que se la abrevie como IAP.

En 1998 recibimos en casa la visita de nuestra gran amiga neoyorquina Barbara Probst Solomon. Nos traía un regalo sorprendente: una nueva edición de su libro The Beat of Life (publicado por primera vez, en Estados Unidos, en 1960, e inédito en español).

–Así como lo ves, Mario, este ejemplar está impreso en una máquina nueva que permite fabricar pocos ejemplares sin que el costo unitario aumente.
Mi perplejidad y mi escepticismo tuvieron rápida respuesta.
–Se llama impresión digital. Tú le das a la máquina un CD con el texto y en pocos minutos te devuelve un libro listo para encuadernar, fresco, perfecto.
–¿Uno?
–O dos, o veinte, no más de cuatrocientos, porque entonces ya conviene imprimir con el método tradicional.
–¿Dos? Pero, ¿a qué costo?
–El costo habitual. Lo puedes vender a un precio apenas superior al que habías fijado para tu primera edición de dos o tres mil ejemplares.
Tuve que sentarme. Pensé en el bueno de Gutenberg, que seguramente, en algún momento, le habrá dicho a su aprendiz:
–Oye, tenemos que imprimir la Biblia. ¿Cuántos compradores tendríamos?
Y el muchacho:
–Vamos a ver: el Papa, uno; el Rey de Francia, dos. El Dogo de Venecia, tres…

A partir de las previsiones, que a lo mejor no llegaban a cien comprandores, Gutenberg hacía la edición. Después resultaba que el Dogo de Venecia no quería saber nada de otra Biblia y que el Rey de Francia aducía que «ese libro» ya lo tenía. Gutenberg se quedaba con varios ejemplares en el almacén, hacía las cuentas y se encontraba con que el asunto daba pérdidas en lugar de ganancias.

Desde Gutenberg hasta ese día fastuoso de 1998 en mi casa, el editor había vivido sometido a la esclavitud de los ejemplares no vendidos, para los que necesitaba un almacén, y el almacén necesitaba un equipo de encargados. Además, los no vendidos representaban un capital inmovilizado que figuraba en el balance anual, y el fisco pedía que se amortizara a los pocos años y se mandara su costo a pérdidas. Menudo incordio.

Con la IAP, teóricamente, el editor dejaba de pronto de necesitar un almacén o, en todo caso, un almacén tan grande; dejaba de necesitar encargados; dejaba de arrastrar el lastre del capital inmovilizado. Pero es más: cada vez que un librero pedía un ejemplar de un libro, el impresor podía enviárselo directamente, ¡y así, de pronto, el editor se saltaba a la torera al distribuidor, con un beneficio de alrededor del 20% en la facturación! Y, broche de oro, nadie tenía necesidad de conservar las películas de impresión (con el beneficio añadido de no necesitar inmensas estanterías para almacenarlas), películas que con el tiempo ama­rillea­ban y se pudrían: un CD dura mucho más y, llegado el caso, se duplica.

Desde el punto de vista cultural, este método de impresión lleva aparejadas dos ventajas importantes. La primera: de una edición de pocos ejemplares a la siguiente de otros pocos ejemplares pueden corregirse erratas o modificarse errores de autor, hasta llegar a un texto «fijado», válido para siempre. Y la segunda: ya no tiene por qué haber obras agotadas y descatalogadas. Es decir, un libro se vuelve imperecedero.
El asunto va muy lejos. Un año después de la visita de Barbara, mi mujer y yo fuimos a la Feria del Libro de Fráncfort. Alguien nos advirtió de que, en el gran pabellón de nuevas técnicas (¡que no nuevas tec­nologías!), había una máquina para rea­lizar la IAP. Allí fuimos y nos encontramos con una cadena de tres máquinas que ocupaba una superficie, según mi memoria, de unos cincuenta metros cuadrados. La primera máquina era la impresora-plegadora. La segunda la cosedora. La tercera, la encuadernadora.

Se nos acercó un señor elegante y nos preguntó si queríamos ver cómo funcionaba. ¿Nos interesaría el Candide, de Voltaire? Asentimos. Cogió un CD, lo introdujo en la correspondiente ranura y le dio al botón rojo. Una bobina de más de dos metros de diámetro se puso a alimentar el papel en la impresora-plegadora, que se puso a trabajar. A los pocos segundos salió el primer pliego impreso, debidamente plegado; luego el segundo, el tercero, hasta completar las tripas, que pasó a la cosedora. Ésta se puso a coserla furiosamente y la pasó entonces a la encuadernadora, que encoló el lomo y encajó en él el espacio equivalente de la cubierta (previamente impresa en una máquina plana normal). Luego guillotinó el ejemplar por los otros tres lados y… ¡miracolo, miracolo, a los pocos segundos teníamos Candide en la mano!

El futuro quedaba trazado. Llegará el día –nos dijimos– en que un señor entre en una librería y pida Candide, de Voltaire. El librero le propondrá un café en el pequeño bar que la librería tendrá a la entrada. Y se meterá en la trastienda. De allí, por Internet, pedirá el Candide al correspondiente editor, que se lo enviará a vuelta de correo electrónico y se lo facturará. El librero bajará el Candide a su ordenador, lo introducirá en su microimpresora IAP y le dará al botón rojo. A los pocos minutos –el cliente quizá no habrá terminado su café– el librero le alcanzará su ejemplar, con el recibo de caja… ¡sin que el papel haya viajado, lo que supondrá otro ahorro importante! No, no es ciencia-ficción: en Estados Unidos ya hay librerías que trabajan así.

¿Y el próximo paso? Muy sencillo: la miniaturización de este equipo ya miniaturizado, y la aparición de algo que yo llamaría «la imprenta en casa». Necesito un Candide. Entro en la web y lo pido. Doy mi número de tarjeta de crédito y me dan acceso a un archivo bloqueado que no puedo descargar, pero sí imprimir, válido para una sola impresión. De mi ordenador pasa a la impresora (sólo que ya no es la clásica impresora en DIN-A4 sino una impresora IAP). Ésta imprime y manda las páginas impresas a la mi­croen­cua­der­na­do­ra que tiene por encima. En pocos minutos tengo mi ejemplar de Candide. Es un libro normal, sin nada que lo diferencie de los que tengo en mi biblioteca.

El editor ya se había saltado a la torera al distribuidor. Ahora se salta a la torera al librero. Ahorro total (sobre todo en vista de los demás ahorros: almacén, amortizaciones y demás), entre un 50% y un 60%, que el editor puede aplicar en parte a reducir el precio de venta, en parte a la promoción y, en parte y con toda justicia, a aumentar sus beneficios.

¿En qué consiste, a todo esto, el trabajo del editor? Editorialmente, en lo de siempre: selección de obras a editar, diagramación de página y de cubierta, maquetación, corrección de pruebas, fijación de texto, etc. Empresarialmente, contabilidad de pequeña empresa. ¿Quién necesita plantillas grandes? ¿Quién locales vastos, servicios de mensajería, trato con papeleras?
Tiradas tan cortas –menos de quinientos ejemplares– hacen posibles libros de interés local, hoy imposibles.

La gente de Granada, por ejemplo, podrá acceder a toda una literatura de interés local, integrada no sólo por guías turísticas, gastronómicas o históricas, sino por obras sobre problemas propios de la agricultura o la industria locales, sobre la historia de la región, sobre los debates políticos locales, amén de obras estrictamente literarias cuyo destino, en manos de editores de alcance nacional, es hoy por hoy francamente negro. Igualmente, el barrio madrileño de Cuatro Caminos, que tiene su propia historia, una historia que interesa a quienes viven en él y mucho menos a quienes viven en otros barrios de Madrid, podrá –digámoslo como hay que decirlo– permitirse el lujo de «leerse a sí mismo», sin los condicionantes de las actuales tiradas en offset.

Si he de resumir todo esto en pocas palabras, diría que las nuevas técnicas pueden resolver el problema económico del libro, digna respuesta al juicio perentorio (y justo, hasta ahora) de John Maynard Keynes quien, en los años veinte o treinta del siglo pasado, dijo aquello de «el libro no es negocio». El editor, como el autor, hará su negocio, que será modesto (y de mejor calidad).
En cuanto a los distribuidores y libreros, no desaparecerán, no, ni falta que hace. Al contrario, estarán al servicio de las primeras ediciones, tiradas mínimas de tres mil ejemplares (o treinta mil, o trescientos mil), tendrán un trabajo más rentable, las librerías estarán más despejadas y serán menos intimidantes. De todos modos, seguirán siendo tiendas maravillosas en las que los amantes del papel impreso encuentren sorpresas y estímulo.
 

PARECE JAUJA
 

¿Lo es? Nadie lo sabe. Hay muchos factores e intereses en juego que ponen en solfa todo esto. Los primeros, los editores. Cuando todo el proceso de fabricación, a finales de los ochenta, estuvo en condiciones de hacerse a partir de textos digitalizados, la mayoría de los editores siguió mandando libros a imprenta en forma de manuscrito (dactiloscrito). Recuerdo esos años en que la mayor parte de mis colegas ni siquiera tenía pantallas en sus despachos. La propia imprenta componía tipográficamente los manuscritos y, para la corrección tipográfica, mandaba al editor galeradas, luego compaginadas y por fin, si el editor lo pedía, pruebas de impresión. El lado bueno era que los libros llegaban a las librerías con dos, a veces tres, lecturas a la caza de erratas. El lado malo: los costos eran superiores y el trabajo era más largo, y no por nada: las erratas siempre fueron un virus rebelde, y a cada corrección en la que intervenían nuevas manos en la imprenta, si bien se limpiaban las erratas halladas, se generaban otras nuevas.

Al hilo de las erratas, vuelvo un momento al linotipista de mis cinco o seis años, en Buenos Aires. Probablemente era italiano. Lo eran la mayor parte de los buenos tipógrafos y linotipistas de la ciudad. Y no por casualidad: ya lo habían sido en aquella culta Italia de artesanos meticulosos, antes de emigrar hambrientos a Argentina. Pero su calidad profesional se había multiplicado en un medio que escribía en castellano, no en italiano. Y eso era así porque no leían y tecleaban, sino que estaban obligados a copiar letra por letra el original que les daban. Letra por letra, acento por acento, coma por coma. Las erratas eran forzosamente pocas y, en su mayor parte, fruto de un original imperfecto.

Sin pretender dármelas de pionero, y para volver al aspecto técnico de mi profesión, recuerdo que en la segunda mitad de los años ochenta comencé a trabajar con ordenador personal. Era uno de los primeros enanitos de Apple, llevaba la sigla «Apple IIc» y su memoria RAM era, si mal no recuerdo, de 256 Kb. Es decir, que no tenía capacidad para mucho más que una carta de pocas páginas. La máquina era incapaz de justificar un texto por ambos márgenes, de manera que se componía «en bandera». Cuando saqué Tatlin!, el primer libro compuesto en mi Apple IIc, un crítico elogió el texto soberbio de Guy Davenport, pero señaló lo extraño de que el «poema» fuera en verso no ya libre, sino libérrimo… No, el verso no era libérrimo; ni siquiera era libre, porque no era verso, ni el poema era poema. Como los dactiloscritos de entonces, iba justificado en bandera.

Recuerdo la proeza que fue mi edición de Lo imprescriptible, del filósofo francés Vladimir Jankélévitch, en 1987. A raíz del juicio que iba a tener lugar en Lyon contra Klaus Barbie, el asesino nazi, una mañana pedí por teléfono los derechos de estas vibrantes noventa páginas contra todo olvido y todo perdón por tratarse de crímenes contra la humanidad. Los obtuve verbalmente junto con la promesa de que recibiría el contrato a vuelta de correo. Entonces me aislé del mundo, encendí mi Apple IIc y me puse a traducir. Cada día traducía e imprimía diez o doce páginas, compuestas en bandera, por supuesto. Pero no las imprimía en papel, sino en hojas de acetato, para que la imprenta las utilizara como películas para la impresión. A medida que iban recibiendo mis entregas cotidianas, los de la imprenta iban montando lo que entonces se llamaban «los estralones», a partir de los cuales se insolaban las planchas bimetálicas para el offset. En horas libres (por así llamarlas), diseñé la cubierta. En una semana, a contar desde aquella mañana en que pedí los derechos, el libro entró en máquina. El personal hizo turnos extra durante el fin de semana y, cuando se cumplieron diez días desde aquella mañana, la edición entró en los almacenes de mis distribuidores. Mis colegas se asombraron cuando les conté, muy excitado, la aventura.

Así y todo, los editores tardaron años en aceptar la idea de trabajar con textos digitalizados. Sólo a finales de los ochenta una obra ya pudo mandarse a imprenta en discos floppy, con lo que la generación de nuevas erratas podía ser mínima. Luego vino la época deslumbrante de las planchas de impresión creadas por láser, una técnica que permitía pasar de disco a plancha sin el mínimo proceso fotográfico (¡fin de las películas!). Y, con la invención de la plancha de plástico, se eliminó el problema del desgaste de las viejas planchas bimetálicas: las planchas de impresión, baratísimas, ahora eran siempre nuevas (y la imprenta se ahorraba espacio de almacenaje).

Cuando por fin, no hace muchos años, los editores aceptaron enviar a imprenta los libros digitalizados, las imprentas cerraron sus talleres de composición: en el texto definitivo sólo intervenían ahora el corrector (que siempre, hasta el día de hoy, ha de trabajar en papel, no en pantalla) y el editor, que vigilaba las correcciones (mirándolas con lupa, porque también los correctores se equivocan).

Ahora le toca el turno a la impresión digital. Es verdad que en esta nueva técnica hay problemas por resolver. Unos ejemplos: la máquina que yo vi en Fráncfort entregaba libros con encuadernación cosida. Parece que eso no termina de cuajar, tal vez porque sale algo más caro. Las máquinas en servicio actualmente, aunque pueden entregar encuadernaciones cosidas, prefieren entregarlas fresadas: las páginas no van cosidas, sino encoladas. Eso hace que el libro, sobre todo el libro fresco de imprenta, se abra con mayor dificultad. El problema está en vías de solución, pero yo hablo a día de hoy.

Otro ejemplo: no todos los formatos son posibles en las máquinas digitales actuales. También este problema está en vías de solución. Y otro ejemplo más: el costo unitario de una IAP de unos cientos de ejemplares es superior al costo unitario de una impresión clásica en offset de unos miles de ejemplares. Lo que sucede es que la inversión global en la IAP de unos cientos de ejemplares resulta muy inferior a la inversión total en una impresión en offset de varios miles de ejemplares. Es obvio: un centenar de ejemplares a pedido puede costar, por ejemplo cuatrocientos euros, esto es, cuatro euros el ejemplar; la impresión offset de dos mil ejemplares puede costar unos cuatro mil euros, es decir, dos euros el ejemplar. Entre invertir cuatrocientos o cuatro mil euros, teniendo en cuenta los costos financieros y el tiempo de venta de un libro que sólo pide cien ejemplares, no dos mil, la ventaja de la IAP es evidente, aunque para ello sea necesario aumentar ligeramente el precio de venta del ejemplar. Pero aquí, nuevamente, los editores son rea­cios, cuando no rácanos. El beneficio que les deja un libro que les cuesta cuatro euros es inferior al que les deja uno que les cuesta dos euros, ¡y no se hable más!

El razonamiento económico es otro, más grave. Y es que una tirada tan corta, como de cien o doscientos ejemplares, cuesta poco, pero deja igualmente poco beneficio. Si un editor quisiera vivir sólo de tiradas cortas –y los hay–, tendría los siguientes problemas, dado que el trabajo editorial (y el respectivo costo) es el mismo para una tirada de cien o de cien mil ejemplares: 1) los costos fijos –como el de la traducción o de las correcciones– pesan mucho en una tirada corta; 2) el anticipo habitual sobre derechos es prohibitivo, y es improbable que los derechohabientes lo adapten a tiradas tan cortas; 3) la «visibilidad» del libro es reducida: en España habría que limitar la distribución a relativamente pocas librerías.

Es decir, la gama de obras inéditas adecuadas para tiradas en IAP no es, pues, muy amplia: preferentemente obras y traducciones de dominio público, breves, dentro de contextos editoriales ya prestigiosos y, por consiguiente, bien implantados en libre­rías. De ahí que la IAP sea ideal no para novedades, sino para reediciones. Un libro cuya primera edición haya sido debidamente colocada en cientos de librerías y que se haya agotado, puede, sí, ser reeditado en IAP, para que el distribuidor lo sirva en función de los pedidos de los libreros.

Pero, ojo, también es concebible la IAP como método para sondear el mercado. Si, sobre diez novedades hechas con IAP, una se agota rápi­damente, quizá sea signo de que ese libro en particular puede tener un público amplio y que valga la pena hacer una tirada offset, clásica, de algunos miles de ejemplares. El criterio comercial del editor debe ir aliado con un fino olfato literario para no equivocarse.

Esto, por lo que respecta a los editores. Tampoco los distribuidores son muy entusiastas de la IAP, porque ven peligrar su función. Un pequeño editor puede perfectamente servir ejemplares a los libreros directamente, como dije antes, saltándose a la torera al distribuidor. Como también dije, estas impresiones digitales no valen para tiradas superiores a los quinientos ejemplares, para las que el offset sale más rentable. Miopes, los distribuidores no ven que la abrumadora mayoría de los libros que ofrecen a los libreros tienen ventas muy bajas, tal vez de unas pocas unidades mensuales (de ahí que las tiradas medias de las primeras ediciones estén bajando desde hace varios años, y que actualmente las tiradas de muchos libros, sobre todo de los ensayos, se sitúen en ese límite, que ya mencioné antes, de mil quinientos ejemplares).
Lo mismo dígase de los libreros, a quienes les asusta un futuro de ventas directas de libros por parte de los editores (por Internet). No ven, igualmente miopes, que la mayor parte de los libros que ofrecen no se venderán nunca. Harían bien, por lo menos, en ir estudiando la posibilidad de agenciarse un día una máquina IAP e instalar una buena cafetera a la entrada de sus tiendas.

 

¡AH, LOS LECTORES!
 

¿Qué se leerá en el siglo XXI? La que hasta hace pocos meses era ministra de Cultura sostenía que cada vez se lee más. Mi opinión es que hoy se lee menos, y no porque los lectores estén muriéndose, sino porque quien se muere es el libro. Las ventas millonarias de ciertos «libros-basura» hinchan las estadísticas y esconden el hecho de que las ventas de libros buenos son raquíticas. La perspectiva de librerías más despejadas, menos intimidantes, me lleva a pensar, eso sí, que en un futuro no lejano los lectores aumentarán. Tal vez sea tomar deseos por realidades, pero preveo que las librerías medianas o grandes se parecerán cada vez más a los buenos mercados de productos alimenticios. Oferta abundante, pero nada de caos. Las manzanas junto a las naranjas, pero separadas de las coles. El código Da Vinci junto a Harry Potter, pero separado de Cien años de soledad. Mucha luz, un ambiente acogedor, el bullicio alegre de los mercados. Bien, muy bien.

Estoy refiriéndome, en definitiva, a una separación clara de géneros, que no existe hoy. Es difícil que en un concierto rock intercalen la sonata Claro de luna de Beethoven. Sin embargo, eso es precisamente lo que sucede en las librerías. Una librería, al parecer, debe ofrecer todo lo que tenga forma de libro, desde El código Da Vinci hasta Esperando a Godot, de Beckett. Es como entrar en una buena frutería y encontrarse con que venden también tabaco.

Creo yo, pero sólo lo creo, que tarde o temprano aparecerán las «librerías de arte y ensayo». Estas tiendas, a cambio de buenas ventajas fiscales, sólo ofrecerán libros de venta modesta. En el cine, en todo caso en Francia, ya es así desde hace muchos años. A propósito de esto, acabo de recibir con alborozo la noticia de que el Ministerio de Cultura del actual Gobierno francés, a través de Benoît Yvert, director general del Libro y presidente del Centro Nacional del Libro, estudia crear esta nueva categoría de librerías, exactamente en los mismos términos que yo vengo propugnando desde hace años. Concretamente, según el informe Rapport Livre 2010: Pour que vive la politique du livre, de Sophie Barluet (junio de 2007), se propone la creación de la etiqueta «LIR» (Librería Independiente de Referencia) para distinguir los locales que vendan sólo libros que constituyan un fondo literario y, por ello, sean transmisores de cultura, de aquellos otros que, aunque también vendan libros, funcionen como papelerías, quioscos de tarjetas postales, periódicos, jugueterías, etc. Todo nace de la doble constatación de que, por una parte, ciertos libreros se toman la molestia de aconsejar ciertos libros y ciertas lecturas a su clientela, y otros no; por otra, los primeros suelen encontrarse en situaciones económicamente precarias, y los segundos no. Como ejemplo: la masa salarial de los «libródromos» se sitúa entre el 6 y el 10% de la facturación, mientras que la masa salarial en las librerías independientes varía del 15 al 20% de la facturación. El Ministerio de Cultura francés estudia la posibilidad de implementar todo un plan de ayudas a estos libreros «LIR», los libreros creativos –como desde hace años se hace en el cine con las salas «de arte y ensayo»–, con el respaldo de mejores salarios para sus dependientes (de manera que «no se los remunere como a quienes venden pirámides de naranjas») y la concesión de ventajas fiscales, como la reducción del impuesto profesional y otras exoneraciones.

Estas librerías serán pequeñas y complementarán la venta de IAP y la venta directa por Internet. La venta de El código Da Vinci les resultará prohibitiva, pero será allí, en las librerías «de arte y ensayo», en las «LIR», donde se ofrecerá la obra de Beckett, como las de Joyce, Proust, Conrad o Góngora. Con la mente despejada y sin inhibiciones, el lector del siglo XXI entrará en ellas sabiendo que, sin problema alguno, encontrará lo que le interesa y no lo que el marketing le imponga. Y descubrirá muchas otras obras de cuya existencia a lo mejor nunca tuvo noticia. Sólo por ello, serán, además de puntos de venta, centros de formación cultural.

No me importa ser tachado de «visionario loco». Hace sólo un par de décadas, ¡no había ordenadores! Amigos, el futuro está en vuestras manos.

 

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