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La condena

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Leo, en un número reciente de la edición digital de la revista Forbes, el llamado «Pensamiento del día» (por pura casualidad, pues no tengo costumbre de leer ese tipo de publicaciones): «Ser bueno en los negocios es el tipo de arte más fascinante. Ganar dinero es arte y hacer buenos negocios es el mejor arte» (Andy Warhol).

Personalmente, siempre he sentido cierta simpatía, aunque lejana y, si he de ser sincero, levemente despectiva, hacia Andy Warhol. Le tengo cariño porque me gusta The Velvet Underground, porque me parece un personaje excéntrico y, en parte, fascinante, por esos famosos Screen Tests en los que aparecen Lou Reed, Dylan, John Ashbery, Dalí o Susan Sontag, por esas polaroids de Debbie Harry o Ric Ocasek, por los restos de una obsesión que arrastro desde la adolescencia con los Estados Unidos de los años sesenta y con el Nueva York de los años setenta. Es decir, por motivos sentimentales.

Cuando estaba en la universidad, recuerdo un gran cartel en el hall de Filología con una frase de Nicanor Parra: «Todo es poesía menos la poesía».

Forbes es también una revista que elabora una famosa lista de las personas más ricas del planeta, las cuales, según la lógica warholiana, deberían ser los más grandes artistas de la historia de la humanidad, ya que nunca antes en la historia ha habido nadie más rico que los hombres que son más ricos hoy en día. Sin embargo, todos sabemos que eso no es así, y los hombres que encabezan esa lista son probablemente los seres humanos más vulgares y antiartísticos que jamás podríamos conocer.

Warhol fue, de todas formas, el profeta de un montón de fenómenos más o menos desagradables que nos rodean en el siglo XXI. Ya saben, la frase de los quince minutos («En el futuro, todo el mundo será mundialmente famoso durante quince minutos») es omnipresente desde hace años y parece que cierta parte de la humanidad la celebra. Desconozco el contexto en el que Warhol dijo o escribió la cita de Forbes (probablemente no fue nada más que una boutade) o, de hecho, si realmente es suya, pero, de cualquier forma, lo interesante aquí es que los responsables de una revista que trata exclusivamente sobre dinero se la tomen en serio. ¿Realmente se la toman en serio, como seres de perfecta inocencia, o el hecho de que la utilicen forma parte de esa actitud tan moderna que, partiendo del desprecio absoluto por el arte, afirma que cualquiera es un artista? Cristiano Ronaldo es un artista, dicen los periódicos, no se sabe bien si en serio o en broma; este cocinero o aquel otro es un artista, el tenista Nadal es un artista, tal torero es un artista. Llama la atención que personas pertenecientes a la cultura del hacer dinero porque sí se envanezcan de tal forma que comiencen a desear llamar arte a sus sombrías actividades. El arte, el verdadero arte, o al menos el centro que de verdad importa del arte, está contra ellos y contra lo que ellos hacen, porque el arte tiene que ver con la imaginación y con lo concreto, y ganar dinero tiene sólo que ver con las capacidades inferiores de la mente y con las abstracciones.

El arte tiene que ver con la belleza y con la percepción de la belleza, y nos permite conectarnos con ciertas energías sutiles. Es obvio que cuando escuchamos, por ejemplo, el primer coro, «Kommt, ihr Töchter», de la Pasión según san Mateo, y lo hacemos con verdadera atención, algo se despierta dentro de nosotros que normalmente está dormido. Y todo el mundo entiende que los sentimientos que puede provocar esa música son superiores a los que desencadena, digamos, el olor de los espaguetis con tomate que estamos preparando. Y casi todo el mundo entiende que, sean cuales sean nuestras ocupaciones cotidianas, necesitamos ponernos en contacto con esa energía cada cierto tiempo para seguir siendo seres humanos o, incluso, para no volvernos locos. El arte nos ayuda a ser seres humanos, y también provoca en nosotros una transformación. Por ejemplo, en nuestra psique hay fuerzas irresueltas, no expresadas, embrionarias, y el arte las resuelve, las expresa, las hace crecer y madurar, y nos pone, por tanto, más en contacto con nosotros mismos (partiendo de la idea de que el yo o la conciencia individual es, en realidad, un territorio muy vasto, en su mayor parte inexplorado). Para ello, como decíamos hace un momento, debemos poner atención. ¿Qué significa eso? En cierto modo significa lo siguiente: que una fuerza debe salir de nosotros al encuentro de esa otra fuerza que está en Bach, o en Rogier van der Weyden, o en Luis Cernuda, o en Pisanello, o en Brian Wilson, o en David Lynch, o en Roberto Bolaño, o en Keats, o en Neo Rauch, en The Incredible String Band, y que entonces esas dos fuerzas se convierten en una y lo que oímos, vemos o leemos se transforma, entonces, en una parte de nosotros mismos, una voz nuestra que hasta ese momento desconocíamos o habíamos olvidado. Todo esto puede decirse de muchas formas. Por ejemplo: el arte es una forma sutil de expresar la condición humana, es decir, de entendernos a nosotros mismos y tiene que ver con lo más alto y refinado de esa condición.

Por otro lado, esa fuerza que sale de nosotros podemos aplicarla a nuestras vidas y, si tenemos suficiente energía, podemos percibir con ella cada detalle de la realidad, de forma que ver, oír o tocar cualquier objeto, no necesariamente artístico, sea una experiencia transformadora: las nubes altas al amanecer, el mar gris del invierno, el sonido de nuestras propias pisadas, el olor de los tristes centros comerciales, la vivacidad de un perro, el sonido del limpiaparabrisas bajo la lluvia desde el interior de un coche, el ojo púrpura de una mosca, las altas grúas girando lentamente en silencio, las humildes hierbas que crecen en los solares secos de Madrid, las hormigas reuniéndose en torno a los pulgones amarillos bajo la hoja de una morera, la voz de una mujer, en un vagón de metro, contándole algo a su hijo en rumano, el sonido que hacen las hojas de papel al ser pasadas, el olor de los espaguetis con tomate, la sensación de ponerse guantes, la sensación de cambiar a segunda marcha, el ardor de la vergüenza en el rostro, el abrazo que damos a una amiga al despedirnos, la habitación a oscuras, el recuerdo de cuando fumábamos, el recuerdo de un paisaje entrevisto desde el coche, el recuerdo de cierto bolígrafo que perdimos hace mucho, el recuerdo de los libros de texto, el tacto del dinero, el olor sucio del dinero. «Las espigas de trigo doblándose, la melena del león, la espuma que surge de la boca del jabalí», como escribió Marco Aurelio. Todo podemos transfigurarlo, en todo encontramos belleza. Podemos transformar el cansancio, el dolor, la ceguera, la muerte, el sudor, las lágrimas, la mierda, y nuestra percepción atenta de cada una de esas cosas puede ser una semilla de la otra cara del arte, que es la creación, pues crear arte y contemplarlo son dos caras del mismo fenómeno.

Por supuesto, todos sabemos que el dinero no es arte, y no hace falta insistir en ello, porque sostener lo contrario no es más que una tontería. Pero vivimos extraños tiempos, y a veces tengo la sensación de que ya nadie se acuerda de lo que importa, aunque sean cosas que de palabra siguen vigentes. Vivimos una época profundamente irónica, en la que existe un divorcio brutal entre lo que se dice y lo que realmente se piensa. Oímos a un político decir que la cultura o el arte son esenciales para el hombre, y sabemos perfectamente que, en su fuero interno, sus preocupaciones son muy distintas. Cuando ya nadie sabe qué es el arte, cualquiera puede creer que cualquier cosa es arte. Pero sudar, llorar, morir, caminar por el metro, esperar en un semáforo bajo la lluvia o el acto de teclear en un ordenador, todas esas cosas en sí mismas no son formas artísticas. Tampoco es arte cocinar, torturar a un animal, jugar al fútbol o robar. Ganar dinero no es un arte, ganar dinero es una condena.

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Ficha técnica

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