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La buena oposición

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El éxito de la moción de censura presentada por el PSOE de Pedro Sánchez, que ha convertido al PP en oposición y al PSOE en gobierno, ha llamado la atención acerca de las capacidades de los partidos que no ostentan el poder. Para explicarla, se ha hablado de la «deselección» teorizada por Pierre Rosanvallon, de las coaliciones negativas que aglutinan el rechazo a un líder o proyecto, e incluso de la «vetocracia» descrita por Francis Fukuyama: estado en que se coloca al sistema político cuando sus actores dejan de cooperar entre sí y emplean las instituciones para vetarse recíprocamente. Por mi parte, quisiera estudiar este asunto a partir de las reflexiones vertidas por el politólogo italiano Gianfranco Pasquino en un breve opúsculo publicado originalmente en 1995 (que aparece en España tres años después, en Alianza Editorial) y titulado sencillamente La oposición. Que el trabajo fuese publicado a mediados de los años noventa no le resta interés, sino quizá lo contrario: es lo bastante cercano para permitirnos apreciar aquello que haya podido cambiar desde entonces.

Irónicamente, una de las cosas que ha pasado en este tiempo es que España ha empezado a parecerse un poco más a Italia, al menos en lo que a su vida parlamentaria (notables diferencias al margen) se refiere. Y eso da actualidad a un librito que, como subraya María Luz Morán en el prólogo, es «profundamente “italiano”», suscitado como está por la peculiar coyuntura política de Italia a comienzos de los años noventa. En este prólogo, redactado en 1997, se añade que Pasquino escribió el libro poco después de la victoria de Forza Italia, es decir, de Berlusconi, tras unas elecciones consideradas

el punto culminante de la desintegración del viejo sistema político que había surgido en la reconstrucción de la democracia tras la derrota del fascismo y como el inicio de un nuevo período en el que […] parecía existir un acuerdo básico de que la principal tarea a abordar era la de la creación de una «nueva política».

¡Vejez de la nueva política! Pasquino escribe así tratando de contribuir al debate acerca de cómo alcanzar ese objetivo regenerador y, de paso, insinuando posibles vías para la renovación de la izquierda en una época posmaterialista (o que entonces lo parecía). No obstante, lo que aquí interesa sobre todo es lo que este ensayo tiene de meditación acerca de la democracia y sus instituciones, en especial la oposición. El politólogo italiano escribe convencido de que la realización de la esencia de la democracia está vinculada con la idea de la alternancia en el gobierno, y sorprendido, en consecuencia, de que el papel de la oposición en regímenes democráticos no haya merecido especial atención por parte de los científicos de la política. Su enfoque, por lo demás, entronca con los planteamientos de la teoría pluralista de la democracia que tuvo en pensadores como Robert Dahl, Seymour Lipset o Arend Lijphart a sus principales exponentes, lo que explica la primacía de la perspectiva institucional en su análisis.

Pero, ¿qué dice Pasquino? Pues, para empezar, que ninguna oposición puede renunciar a su propia piel dejando, sin más, que el gobierno gobierne. O, mejor dicho: la oposición debe impedir que el gobierno malgobierne. Y sugiere que la «buena oposición» será aquella que aplique la enseñanza de Maquiavelo sobre el zorro y el león: combinando la astucia político-parlamentaria y su fuerza político-social. Su misión será contender con el gobierno en materia de reglas y en materia de políticas:

Serán absolutamente intransigentes cuando el gobierno se proponga establecer reglas que destruyan la posibilidad misma de la alternancia. En cuanto a las políticas, las oposiciones serán críticas de los contenidos que propone el gobierno y propositivas de contenidos distintos, pero también conciliadoras cuando existan espacios de intervención, mediación, colaboración y mejoras recíprocas.

En otras palabras, la oposición controla, critica y propone. Tiene así el deber de enfrentarse al gobierno, demostrando ser ella misma un gobierno alternativo. Obsérvese una de las paradojas que aquejan a la función de la oposición: está obligada a enfrentarse al gobierno haga el gobierno lo que haga. Pues si aplaude lo que hace el gobierno, o deja de controlarlo, no ejercerá su función y dejará coja a la propia democracia. Y es que, si resulta inimaginable una democracia sin gobierno, también debe serlo una democracia sin oposición; porque un gobierno que no encuentra oposición puede fácilmente abusar de su poder. En todo caso, Pasquino es perfectamente consciente de que el papel de la oposición puede variar, para empezar, dependiendo del sistema institucional en que se inserte: siguiendo a Lijphardt, no es lo mismo una democracia mayoritaria que una democracia consensual. Si en las primeras la oposición tiene un cometido más difícil y se ve obligada a estructurarse como alternativa, en las segundas la oposición tiene mayor margen de acción, pero menos incentivos para cualificarse como tal alternativa. En ambos supuestos, el arraigo institucional de la oposición será mayor cuanto mayor sea su arraigo social; y viceversa. Pasquino, por cierto, incluye a España y a Alemania entre las democracias mayoritarias.

Nuestro autor advierte de que la oposición no puede ?o, mejor dicho, no debe? limitarse a aplicar la estrategia del «cuanto peor, mejor». Sobre todo, porque eso le impide hacer visible su alternativa de gobierno. La dificultad estriba en que la oposición no puede quedarse al margen del juego de las relaciones con el gobierno, a riesgo de ser culpada de la parálisis institucional, mientras que persigue al tiempo objetivos propios: mantener su pureza ideológica, preservar su identidad política, conservar su cohesión organizativa. Y ello sin olvidar que ninguna oposición puede renunciar a adquirir recursos para quienes la sostienen; recursos que, huelga decirlo, son más abundantes cuando se gobierna. En todo caso, lo que dice Pasquino es que ninguna oposición parlamentaria «puede ni debe ser jamás antagónica por completo […] si es consistente y responsable». Se trata de un condicional formidable, pues si la oposición es siempre antagónica, ¿será necesariamente castigada por los votantes? Cuando menos, apunta, los representantes de la oposición habrían de colaborar realizando enmiendas, comentarios, críticas y sugerencias durante la formación de leyes, un aspecto central, aunque poco publicitado en los media, de la lógica parlamentaria. Sin embargo, la oposición ha de preparar la alternancia; por esta razón, no puede colaborar demasiado alegremente con el gobierno. Siguiendo en esto a Joseph Schumpeter y Anthony Downs, entre otros, subraya Pasquino que

la competición democrática produce vitalidad y es, al mismo tiempo, síntoma de la vitalidad del sistema, precisamente cuando se exterioriza en el paso decisivo de un gobierno a la oposición y de una oposición al gobierno, con una periodicidad ni muy frecuente ni muy rara.

En fin de cuentas, la democracia no es sólo un conjunto de leyes, sino también la encarnación de un conjunto de valores. De manera que la alternancia no es un fin en sí mismo, sino el mejor medio para lograr que se realicen esos valores. Ocurre que, si el buen funcionamiento del régimen democrático depende en buena medida de la calidad de su oposición, las instituciones deben hacer más fácil que la oposición se comporte apropiadamente. Y eso, para Pasquino, pasa por un rediseño de las mismas que las aproxime al llamado «modelo Westminster». Pero el italiano arranca aquí de una premisa algo dudosa, a saber: «El problema en los regímenes democráticos es que hay quizá poca oposición». ¿Poca oposición? ¡Si los gobiernos no encuentran tregua!

Pasquino explica esta idea, en primer lugar, cuantitativamente: muchos de los opositores potenciales al gobierno, o incluso al sistema, habrían encontrado nichos gratificantes en su interior, mientras que los oponentes reales (el tercio más pobre de la sociedad, en su formulación) tienen cada vez menos recursos con los que organizarse. En segundo lugar, existiría también un problema cualitativo, derivado de la convergencia ideológica en el centro, que debilita la oposición al sistema y reduce el rango de los desacuerdos a una disputa por la distribución de los recursos económicos estatales; la revolución ya es sólo una pose. Por último, habría «poca» oposición porque a ésta «le faltan los instrumentos institucionales en sentido amplio para “dramatizar” su existencia, para comunicar sus programas, para afirmar lo que tiene de distinto». Se encontraría la oposición enjaulada en un sistema democrático que la convierte en copartícipe y responsable del funcionamiento del sistema y de su administración: un rehén del gobierno. A ello habría que sumar la inevitable fragmentación de la oposición, más visible en los sistemas proporcionales, derivada del aumento de la complejidad social. En este punto, Pasquino dice algo que nos recuerda las tesis de Ernesto Laclau sobre el populismo, así como la urdimbre de la reciente moción de censura en España (la cursiva es mía):

la oposición se vería tentada de proporcionar una representación parcelada a todo grupo social que proteste por sentirse insatisfecho con la actividad del gobierno u olvidado y abandonado, prescindiendo de la calidad de los intereses que ha de representar. Si lo hiciera así, la oposición se transformaría en una especie de conglomerado o sumatoria de las insatisfacciones sociales […]. Naturalmente, sobre tales fundamentos, la oposición no podría desarrollar un programa coherente.

Estas tendencias, sugiere Pasquino, sólo puede contrarrestarlas la oposición tratando de ser más institucional y más previsible: más «gubernamental», podría decirse. Y por eso recomienda, en lo que a la oposición se refiere, generalizar el modelo de shadow cabinet o gobierno en la sombra propio del modelo británico,

capaz de proporcionar una respuesta satisfactoria a las necesidades de personalización de la política, vale decir de atribución de responsabilidades personales, visibles y explícitas, controlables y verificables, a los gobiernos en la sombra.

Entre otras virtudes, el gobierno en la sombra convierte a la oposición en aquello que ha de ser: no sólo alternativa, sino programática y propositiva en sentido fuerte. No le bastaría entonces con un no a las iniciativas del gobierno, sino que a ellas habría de contraponer una alternativa de cosecha propia. Sólo así podrá la oposición mejorar la calidad de la democracia, llegue o no al gobierno, mediante su actividad de control, crítica y propuesta.

Finalmente, y esto presenta especial interés, Pasquino añade algunas consideraciones sobre los mecanismos de la democracia mayoritaria. Estas se caracterizarían por la posibilidad de la alternancia o, cuando menos, por la legítima expectativa de la alternancia de partidos y coaliciones. Pensemos en Andalucía o Baviera: no hay alternancia, pero nada impide que la haya. Y en estas democracias, la oposición sustituye al gobierno mediante un episodio electoral decisivo. ¿Siempre? No: la excepción a esta regla viene representada por el cambio de gobierno que se produjo en Alemania en octubre de 1982, cuando los liberales abandonaron a los socialdemócratas de Helmut Schmidt y formaron una coalición con los democristianos de Helmut Kohl por medio de una moción de censura constructiva. En aquella ocasión, el cambio de mayoría se verificó en las urnas en marzo de 1983, cinco meses después del éxito de la moción. Los liberales habían dicho a sus electores que gobernarían con los socialdemócratas, y, al cambiar de criterio, entendieron que debían interrogar al electorado:

El cambio de la mayoría, aunque efectuado mediante el instrumento constitucionalmente correcto del voto de censura constructivo, se vería mejor ratificado por el voto popular. Y así fue.

Pero, añade Pasquino, el voto de censura constructivo puede emplearse, en clave de democracia mayoritaria, no para realizar un cambio de mayoría, sino para prepararlo. Y aquí es donde nuestro autor pone de ejemplo a España. No sólo la célebre moción de censura planteada por el joven Felipe González contra Adolfo Suárez en mayo de 1980, que no tenía posibilidad de victoria, pero que sí acreditó la competencia de González como líder de gobierno, sino también el fracasado intento del popular Antonio Hernández Mancha en marzo de 1987, que tuvo el efecto de renovar el liderazgo en el centro-derecha y allanó el camino a una oposición más efectiva. Resulta de aquí una enseñanza para las democracias mayoritarias (la cursiva es, otra vez, mía):

Si el gobierno es producto de una victoria en las urnas y, por tanto, se sostiene sobre una mayoría parlamentaria, la oposición no sólo carece por lo general de la posibilidad de sustituirlo durante la legislatura, sino que me atrevería a decir que no debe hacerlo. Con todo, debe continuar actuando para derrotarlo, obligándolo a dimitir.

Bajo esta óptica, la operación relámpago que ha llevado a Pedro Sánchez a la Moncloa, con ser tan legal como legítima ?si entendemos la legitimidad como una derivación del cumplimiento de la legalidad constitucional?, presenta algunos problemas conceptuales. O los presenta, si se quiere, a la vista del deseo expresado por el mismo Sánchez de mantenerse en el cargo sin convocar elecciones que validen el cambio operado en el gobierno. Por mucho que se invoquen los principios de la democracia parlamentaria, el sistema español ha desarrollado ?como tantos otros? rasgos presidencialistas. De ahí que la moción no pueda evaluarse únicamente en términos de su ajuste a los procedimientos constitucionales, sino también a la luz de la finalidad de esa singular figura del parlamentarismo racionalizado que es la moción de censura constructiva. Y vaya por delante que eso no excluye que esta última pueda ser empleada instrumentalmente, como hicieron González (con éxito) y Hernández Mancha (sin él). De lo que se trata con la moción es de instaurar un gobierno alternativo, como sucedió en Alemania en 1982, sustituyéndose una coalición formal por otra; pese a lo cual, como se ha dicho, el país celebró prontas elecciones.

En nuestro caso, el problema viene dado ya desde el origen por el hecho de que ninguna coalición formal de gobierno haya gobernado aún en nuestro país, hecho en buena medida atribuible a la renuencia de los partidos-bisagra nacionalistas, que con cada vez mayor desparpajo se desentienden de la gobernabilidad de España influyendo simultáneamente en ella. A veces, como en esta última ocasión, de forma decisiva: cambiando un gobierno por otro tras haber apoyado (en el caso del PNV) los presupuestos generales una semana antes. Pasquino no da ninguna razón por la cual la oposición no deba sustituir al gobierno, pero el hecho de que la moción de censura sea «constructiva» da una pista: el sistema requiere de una estabilidad que sólo una mayoría alternativa puede proporcionar. Es evidente que Sánchez solo ha articulado una coalición de rechazo a Rajoy, como ha señalado, entre muchos otros, Santos Juliá, sin disponer de tal mayoría alternativa: a un gobierno que podía contar con 170 diputados (PP y Ciudadanos tras su acuerdo de legislatura) y mayoría absoluta en el Senado le sustituye otro que goza de 84 diputados y un Senado donde la mayoría absoluta la conserva el partido al que ha desalojado del gobierno. Ciertamente, el escrúpulo de los liberales alemanes, que habían anunciado a sus electores con quién gobernarían, no es aplicable en nuestro caso: nadie dijo con quién pactaría o dejaría de pactar antes de ir a elecciones. Y no parece que las afirmaciones recientes de distintos dirigentes del PSOE, Pedro Sánchez incluido, en el sentido de que con los partidos independentistas no podría siquiera hacerse una moción de censura, cuenten como compromiso preelectoral. Sin embargo, la trascendencia del cambio operado en el gobierno parecería aconsejar la convocatoria de elecciones, dada la precariedad parlamentaria del gobierno entrante. De otro modo, no se ve claro cómo podría juzgarse «constructiva» la moción triunfante, si tenemos en cuenta que la han apoyado partidos que mantienen un contencioso con el Estado de carácter existencial. No hay, así, en la moción problema formal alguno, pero, si tomamos como referencia el escrúpulo de los liberales alemanes, no estaría de más que los votantes pudieran refrendar este súbito cambio de orientación. Todo indica que, si esas elecciones no se celebran, es debido a las malas expectativas electorales del partido que ya gobierna.

Quienes celebran el cambio de gobierno, en fin, encontrarán sin dificultad argumentos de peso en favor del mantenimiento de la nueva situación: desde la emergencia moral creada por la sentencia del caso Gürtel a la literalidad de los procedimientos parlamentarios. No se trata de discutirlos, sino sólo de señalar de qué modo el acceso al gobierno por esta vía contradice algunos de los postulados de la «buena oposición» formulados por Gianfranco Pasquino. Entre ellos, como vimos más arriba, la inconveniencia de que la oposición se despliegue como sumatorio de insatisfacciones sociales o extraiga su única razón de ser del rechazo a quien gobierna. Es verdad que el caso español expresa igualmente el efecto de cambios sociológicos de amplio espectro con influencia sobre el funcionamiento de las democracias: la mayor fragmentación partidista, que dificulta sobremanera la formación de gobiernos allí donde no existe una cultura consensual o de coalición; la digitalización de la conversación pública, que refuerza la polarización ideológica y alienta las pasiones adversativas de los electores; o el impacto psicopolítico de la Gran Recesión, que ha alentado las actitudes antisistema, con su correspondiente traducción en los sistemas de partidos. Y ello sin entrar a considerar las especificidades de las distintas culturas políticas nacionales.

No hay espacio aquí para seguir ahondando en la delicadísima relación entre democracia, gobierno y oposición. Delicadísima, porque su centro es paradójico: la oposición debe oponerse al gobierno, aunque el gobierno lo haga bien, del mismo modo que ningún gobierno, por mal que lo haga, cederá su lugar a la oposición. Se derivan de aquí unas necesidades escénicas que, en la era de la campaña electoral permanente, convertida la política en una rama del entretenimiento gracias al smartphone, plantea no pocos problemas de orden sistémico. Sobre todo allí donde, como sucede cada vez con mayor frecuencia, no existen mayorías parlamentarias absolutas ni demasiados incentivos ?remember Nick Clegg? para forjar coaliciones de gobierno. En este contexto, sin embargo, hay un criterio de análisis que se mantiene estable, al margen de las modas y los cambios sociales, en el que Pasquino, quizá debido a su vocación constructiva, no pone demasiado énfasis. Y es que, si bien la oposición es una función democrática indispensable, su actor es siempre un partido (o varios). Lo cual no puede dejar de tener consecuencias si tenemos presente que, por muchas funciones que puedan predicarse de los partidos, cualquier partido quiere, ante todo, dos cosas: sobrevivir y alcanzar el poder. Entre otras cosas, porque si no ostenta el poder no podrá jamás realizar su programa ni proveer de recursos a sus miembros. De donde se deduce que hacer oposición no será jamás un fin en sí mismo, sino un medio para lograr esos otros fines: si aplicamos la lógica maquiaveliana, será «buena» la oposición que lleve a un partido al poder y «mala» la que fracase en el intento, con independencia de los efectos que ello pueda tener para el sistema democrático en su conjunto. Sin introducir esta dosis de realismo, ningún análisis será capaz de dar cuenta del modo en que la oposición ?al margen de las prescripciones normativas que indican el modo en que «debería» comportarse? se desenvuelve en la práctica. Y ese rasgo «egoísta» de la oposición no es ni bueno ni malo, sino inevitable: un rasgo consustancial a las democracias.

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