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La brecha trágica

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Hace unos días, la cantante norteamericana Patti Smith culminaba su actuación en un festival celebrado en Oporto, en la que ofreció la interpretación completa de Horses, su legendario debut de 1975, con un par de bises: uno de tema romántico y otro de contenido político. Después de «Because the night», compuesta junto a Bruce Springsteen en 1978, se lanzó a por «People have the power», canción escrita diez años después junto a su marido, el guitarrista Fred «Sonic» Smith. Ante un público entregado, Smith se movía por el escenario con una energía que se diría impropia de sus sesenta y ocho años, entonando estrofas como éstas: «Escuchad, creo que cada cosa que soñamos / Puede hacerse realidad con nuestra unión / Podemos volver el mundo del revés / Podemos activar una revolución mundial». Después de repetir el estribillo, coreado por el público, gritó a la multitud «Don't forget it!», antes de dar amablemente las gracias y marcharse, dejando entre los asistentes la sensación de haber visto en directo a una de las últimas portavoces de una generación de artistas caracterizada por su compromiso político y un estatus simbólico quizás impensable en la actualidad. Justo es matizar que la carga histórica de su repertorio –o más bien de parte del mismo– proporciona a sus canciones una fuerza emocional que no han podido acumular creadores más jóvenes. Smith herself ejerció sobre el escenario esa portavocía generacional, enunciando los nombres de ilustres desaparecidos como Joey Ramone o Lou Reed, quien, por cierto, fue –es de justicia– el más aplaudido en ese improvisado panteón fantasmal.

Ahora bien, la aparente ingenuidad con que el público coreaba la tesis central de esa canción final –people have the power– sirve para plantear un problema inherente a cualquier forma de organización política. Un problema que, de puro elemental, solemos olvidar: la trágica brecha que se abre entre la voluntad individual y el orden colectivo. O, si se quiere, entre la libertad del sujeto y su limitación dentro del marco social. Este auténtico punto ciego en la constitución de la comunidad política es irresoluble y dificulta sobremanera la justificación filosófica del Estado, incluido el democrático. Asunto éste que, a la vista de los fervores ideológicos últimamente visibles en España, merece la pena explorar. No hay mejor escuela para la forja de un sano escepticismo que la sosegada reflexión.

Pero, ¿qué tiene que ver eso con una canción de Patti Smith, interpretada tranquilamente a orillas del Océano Atlántico? Dejando para otro día la eficacia movilizadora y simbólica de la música pop, daba la impresión de que a nadie se le pasaba allí por la cabeza que la «gente» invocada en el estribillo pudiera querer cosas distintas a las que los asistentes daban por supuesto que todos habríamos de querer. Es decir, el poder de la gente es siempre y en todo caso el poder de la gente que persigue los ideales con los que uno está de acuerdo y nunca aquellos que nos parecen dignos de rechazo. Desde este punto de vista, por ejemplo, se sobreentiende que el poder pertenece a la gente que defiende el derecho al aborto y no a quienes se oponen a él, igual que serán dignos de respeto los defensores de otorgar un estatuto moral a los animales y no quienes se lo deniegan. Y no digamos ya si nos salimos de la esfera democrática y aludimos a quienes se movilizan para sostener un régimen autoritario o, como sucedió en los años veinte del pasado siglo, para derribar las democracias liberales en nombre del comunismo o el fascismo. Sin embargo, todos ellos son gente: los buenos y los malos.

Huelga decir que en un marco democrático no todos los fines son legítimos. Para empezar, no lo son aquellos que persiguen socavar la democracia misma y el conjunto de valores que la sostienen. Esto no fue siempre así, ni faltan ejemplos recientes de grupos humanos que recurren a la violencia terrorista como expresión directa de su rechazo frontal al orden establecido. No obstante, hay, en la confusión entre la «gente» a la que corresponde el uso legítimo del poder –people have the power– y la «gente» en su totalidad, un desprecio implícito del pluralismo inevitable en las sociedades modernas. Más aún, es aquí discernible una anhelo comunitario, suerte de pulsión rousseauniana, que delata asimismo la desatención hacia la dimensión trágica de la política: la imposibilidad de que un orden colectivo resulte enteramente satisfactorio para todos los individuos que lo conforman. Deseen o no formar parte del mismo, por cierto: no todos podemos ser apátridas, ni existe un país que recoja a los disidentes –ya sean anarquistas o libertarios– del mundo.

Existen, no obstante, proyectos de acogida para los libertarios de todas las confesiones. Ahí está el promovido por Patri Friedman, nieto del economista liberal Milton Friedman, al frente del Seasteding Institute. La idea consiste en construir una zona libre de injerencia gubernamental en aguas internacionales, a 320 kilómetros de la costa de San Francisco, para desarrollar allí una comunidad libre de gobierno. Peter Thiel, fundador del medio de pago electrónico PayPal, ha donado un millón de dólares a la causa, y dedicado un breve ensayo publicado por el Cato Institute, conocido think-tank libertario, a explicar el porqué:

En nuestra época, la gran tarea para los libertarios es encontrar una forma de huir de la política en todas sus formas […]. La cuestión crítica tiene que ver con los medios, cómo hacer para escapar no mediante la política sino más allá de ella […]. La escapatoria ha de implicar algún proceso nuevo, hasta ahora no probado, que nos lleve a algún país por descubrir; por esta razón he centrado mis esfuerzos en nuevas tecnologías que puedan crear un nuevo espacio para la libertad.

Se trata, en principio, de una fe tan entrañable como la que movía al público de Oporto, ya que, de hecho, también aquí se trata de dar el poder a la gente, sólo que sin Estados de por medio. Y desde luego, si hablamos del desacuerdo entre la conciencia individual y el orden colectivo, un desacuerdo tal –o una conciencia tan rebelde– que se deniega obediencia al Estado, escapar del campo de acción de su soberanía parece una solución coherente. En otro momento de su texto, Thiel abjura de la «democracia social» que obliga al libertario a aceptar un orden estatal más pesado que el vigente, pongamos, hace un siglo: porque decide más cosas. Es, en la feliz expresión de Octavio Paz, un «ogro filantrópico»: un gigante burocrático que ordena la vida social, mejorándola, mientras nos presiona al mismo tiempo con su ordenancismo y la inevitable racionalización de las tareas administrativasOctavio Paz, El ogro filantrópico, Barcelona, Seix Barral, 1990.. De ahí que un liberal pueda recelar, por razones de principio, aunque pueda añadir también razones de eficacia, del aumento de las funciones y los poderes del Estado, para argüir, en cambio, que cuanto menos decida éste menor será la brecha entre las conciencias individuales y los mandatos colectivos.

Es una forma de verlo. Pero, por más que uno se escape a la isla más lejana, el resultado final será decepcionante, aunque quizá más entretenido. No hace falta haber leído El señor de las moscas para comprender que jamás puede escaparse de la política, porque ésta será necesaria allí donde viva más de un ser humano. Bastan dos, como la literatura generada por Robinson Crusoe, la ficción aislacionista de Daniel Defoe, un ensayo sobre el estado de naturaleza, viene a demostrar. Habrá un conflicto allí donde dos individuos quieran cosas distintas; y si lo que quieren es satisfacer eso que la psiquiatría llama un deseo irrenunciable, el conflicto será insoluble. Del mismo modo, decidir que el Estado decida menos puede incrementar la libertad de los individuos, pero no resolverá ni mucho menos el problema. Pensemos, de nuevo, en el aborto: su absoluta prohibición será inaceptable para los defensores del derecho a practicarlo; en cambio, su consagración lo será para quienes se le opongan sin matices. Y bastará con que uno –uno solo– de ellos, en cualquiera de los dos casos, se oponga a la decisión estatal correspondiente, para que se abra la brecha entre la conciencia del sujeto y los imperativos estatales. Multiplique el lector el número de asuntos contenciosos, así como el de conciencias intransigentes, y el resultado es un choque permanente –se haga o no visible– entre la autoridad política y los individuos.

Naturalmente, esta brecha será especialmente aguda en quienes llevan una vida moral más intensa, así como en quienes rechazan in toto el sistema político o económico existente: de ahí la tentación de la violencia. A ellos les sería de plena aplicación aquel verso que John Milton pone en boca de Satanás, el ángel que se rebela contra la autoridad de Dios: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo»John Milton, El paraíso perdido, trad. de Esteban Pujals, Madrid, Cátedra, 1986.. Y, si bien se mira, ¿que expresan los protagonistas de novelas como Memorias del subsuelo o Viaje al fin de la noche, sino la alienación de un orden social en el que no se reconocen? No es éste, precisamente, un tema menor en la historia de la cultura.

Ya se ha hablado en este blog en ocasión reciente del imposible metafísico que constituye la conocida voluntad general rousseauniana que defiende, en general, la tradición consensualista del pensamiento democrático: si deliberamos lo suficiente, se sugiere, llegaremos a entendernos. Sin embargo, el problema que representa la figura del disidente no está resuelta por la filosofía política. Y es un problema conocido desde antiguo. Robert Filmer, defensor de la monarquía absoluta en la Inglaterra de la Guerra Civil (1642-1651), ataca la noción del contrato social apuntando hacia el punto débil de la teoría del consentimiento: «Los actos de las multitudes en que hay exclusiones no son obligatorios sino para aquellos que han dado su consentimiento»Robert Filmer, Patriarca, o el poder natural de las leyes, trad. de Ángel Rivero, Madrid, Alianza, 2010, p. 75. John Locke, padre fundador del liberalismo político, atacaría a Filmer por ver en él a un crítico avant la lettre de la idea de la obligación política.

Ciertamente, el tenor de las objeciones de Filmer no resultará ajeno a un observador contemporáneo, a pesar de los tres siglos y medio que nos separan de su obra más conocida. La creencia en la libertad natural –sostiene el pensador inglés– demanda que todos hayan de decidir sobre todas las cuestiones políticas: la representación, como dirá Rousseau más tarde, es imposible. La diferencia entre ambos es que Filmer resuelve esta aporía afirmando la monarquía absoluta de derecho divino, mientras que Rousseau crea un absolutismo secular: la comunión de los ciudadanos –en lugar de los santos– en la «voluntad general». Pero lo que Filmer avista es el desorden inevitable que sigue a la muerte de Dios, entendido como instancia trascendente que justifica el poder político y obliga a obedecerlo. No se trata de que, como vería con clarividencia, si Dios no existe todo esté permitido, pero no cabe duda de que su inexistencia dificulta sobremanera la justificación de las obligaciones morales y políticas. ¡Tal es el precio de la libertad! Y un precio que merece la pena pagar, aun cuando la nostalgia del absoluto nos empuje con frecuencia a los brazos de esas religiones seculares que llamamos ideologías.

Jonathan Wolff ha mostrado cómo ninguno de los mecanismos filosóficos que tratan de justificar la obligación de obediencia a los mandatos del Estado resulta del todo convincenteJonathan Wolff, An Introduction to Political Philosophy, ed. rev., Oxford, Oxford University Press, 2006, capítulo 2.. Brevemente: la teoría del contrato social, el utilitarismo y el principio de equidad. La teoría del contrato social se basa en la asunción voluntaria de la obligación de obediencia, ya sea otorgando un consenso explícito (contribuyendo a la «firma» de ese contrato original), implícito (por ejemplo, yendo a votar) o incluso hipotético (necesitaríamos un Estado si nos encontrásemos viviendo en estado de naturaleza). Por su parte, la teoría utilitarista postula una solución pragmática conforme a la cual tener un Estado y obedecerlo sirve al beneficio general más que lo contrario. Finalmente, el principio de equidad establece que es justo que presten obediencia al Estado todos los que se benefician de su existencia, sea cual sea su opinión al respecto. Sin embargo, todas estas defensas de la obligación política –todos estos intentos por gestionar la brecha entre conciencia individual y orden colectivo– son defectuosas. Ninguna puede sustraerse a la pura fuerza que posee el individuo que rechaza el acuerdo que se le presenta.

Esto no significa, en modo alguno, que carezcamos de obligaciones políticas o que el orden estatal sea un orden opresivo que muestra su verdadero rostro cuando exige que poseamos documento de identidad. De alguna manera, la obligación política funciona en la práctica mejor que en la teoría, por la sencilla razón de que ninguna sociedad puede prescindir de algo parecido a un Estado, como el mismísimo Robert Nozick certificó en la obra mayor del pensamiento libertario: Anarquía, Estado, UtopíaRobert Nozick, Anarchy, State, Utopia, Malden, Blackwell, 2008 (ed. orig. de 1974).. Otra cosa es que el debate sobre el tamaño y las funciones del Estado no pueda darse nunca por cerrado: es el debate por excelencia en nuestras sociedades poshistóricas.

En consecuencia, resulta más difícil justificar la obligación política de obedecer los mandatos estatales que su existencia misma. Ya que tener un Estado es más útil que no tenerlo, pero justificar que debemos obediencia a todos sus mandatos es filosóficamente problemático, por más que ese principio general tenga sentido si queremos disfrutar de un Estado razonablemente operativo. Y no hace falta ser un libertario para comprender que la desobediencia a las normas –a algunas normas, en alguna ocasión– debe constituir una posibilidad siempre abierta en un marco democrático, a pesar de la regla general que exige el respeto a las mismas. Serán las circunstancias específicas de la desobediencia las que determinen si ésta posee algún valor de ilustración o no son más que una protesta injustificada.

Después de todo, a pesar de las dificultades que entraña distinguir entre lo legal, lo legítimo y lo justo, hemos de vivir juntos. Y eso incluye organizarnos de la forma más razonable posible. Aunque no hay manera terrenal de salvar la disyunción entre la libre conciencia individual y las constricciones que impone el orden social, es preciso buscar los equilibrios necesarios –institucionales e individuales– para evitar dos males opuestos pero relacionados entre sí: un excesivo desorden o un orden demasiado opresivo. Recordemos la famosa preferencia de Goethe, quien elegía la injusticia frente al desorden; y también hay quien opta por el desorden frente a la injusticia. Pero es mejor no tener que elegir.

Hay que tener, por tanto, presente que la tragedia implícita en la vida política, constitutiva, de hecho, de cualquier orden social qua orden, no admite solución. Por eso es trágica. Sí admite, en cambio, un paliativo: tomar conciencia de ella, para comprender mejor las inevitables limitaciones de las empresas políticas. Y entonces seguir cantando, pero ya con una media sonrisa.

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Ficha técnica

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