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¿Godos en Tombuctú? Riesgos y desvaríos de la historia ficción

Los otros españoles. Los manuscritos de Tombuctú: andalusíes en el Níger

ISMAEL DIADIÉ, MANUEL PIMENTEL

Ediciones Martínez Roca, Madrid

352 págs.

17 €

Los últimos visigodos. La biblioteca de Tombuctú

ISMAEL DIADIÉ HAIDARA

RD Editores, Sevilla

Trad. de María Montes de Oca

276 págs.

15 €

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Casi al mismo tiempo han llegado a nuestras librerías dos libros prácticamente iguales en su contenido, a pesar de su distinto título, de su no total coincidencia en la autoría y de su diferente forma de edición. El primero de ambos (el firmado por Ismael Diadié en solitario) es en realidad traducción de un original francés, vertido al español –de manera nada satisfactoria, digámoslo ya– y publicado con el patrocinio de la Consejería de Relaciones Institucionales de la Junta de Andalucía. Teniendo en cuenta las abundantes incomprensiones culturales de que hace gala el texto traducido (León el Africano queda en él convertido en un simple viajante), el mantenimiento de giros sintácticos franceses, las incorrectas concordancias verbales o las puras y simples faltas de ortografía, cosas todas ellas que tanto menudean en el libro y que tan penosa hacen su consulta, el lector hará bien en preferir el segundo (el firmado por Diadié y Manuel Pimentel) para poder conocer a fondo y sin sobresaltos de mal estilo el tema que ambos comparten. Porque la doble autoría no llega a esconder el hecho de que la redacción y la ordenación del material narrativo corresponden en exclusiva a Pimentel, cuya experiencia y maestría como novelista se dejan notar para bien y contribuyen a hacer fluida la lectura.

El tema fundamental de los libros es dar, en principio, a conocer la historia de la biblioteca familiar del malinés Ismael Diadié, compuesta por varios miles de manuscritos (entre dos y cuatro mil, según fuentes) que fue conformándose a partir de las posesiones bibliográficas de sus antepasados andalusíes, luego enriquecidas considerablemente con otros ejemplares adquiridos por la rama africana de la familia, ya radicada en varias poblaciones de la curva del Níger.

En realidad, la biblioteca de Diadié (o fondo Kati, como él prefiere nombrarla) no es ningún rara avis en la historia cultural de la zona. En diferentes localidades del actual Mali, en la región de Tombuctú o en la ciudad de igual nombre se localiza un gran número de bibliotecas semejantes, muy características de la cultura islámica subsahariana que floreció en aquellas tierras tras su islamización a partir del siglo XIII. Prueba de esta abundancia y de su interés cultural es la existencia en Tombuctú del IHERIAB (Institut des Hautes Études et de la Recherche Islamique Ahmad Baba), un centro patrocinado en sus inicios por la UNESCO, encargado de la catalogación, estudio y edición de este rico patrimonio bibliográfico y que ya ha publicado varios interesantes catálogos Una clara y documentada esposición de todas estas cuestiones puede hallarse en Francisco Vidal Castro, «Cultura y patrimonio islámicos en el África subsahariana: los manuscritos árabes de Tombuctú», en Andalucía en África Subsahariana. Bibliotecas y manuscritos andalusíes en Tombuctú, Sevilla, Fundación Centro de Estudios Andaluces, 2003, págs. 17-56.. Sin embargo, el fondo Kati no ha sido entregado a esta institución para su conservación y estudio, sino que ha seguido un rumbo independiente, en uno de cuyos itinerarios cobra protagonismo destacado nuestro país. Es un hecho conocido y publicitado que, tras varios contactos previos y con el apoyo de un manifiesto firmado por varios intelectuales españoles, Diadié logró que la Junta de Andalucía financiara la construcción de un edificio para albergar la biblioteca que finalmente se inaguró en 2003. La noticia en sí es buena y ahora sólo falta que expertos en manuscritos y arabistas se apliquen con seriedad a la tarea de catalogar e investigar el fondo y nos informen en breve de su contenido y su valor real.

Pero, en realidad, para los objetivos de esta reseña poco importan los detalles de una actuación como la aquí descrita tan sucintamente. Mucho más interés encierra la discusión del concepto de historia andalusí que tiene Diadié –ejemplificado en la de su propia familia– y a la que se suma, con leves matices, Manuel Pimentel. Veamos. Según Diadié, sus ancestros –los Banu Quti– fueron godos pertenecientes a la familia del rey Witiza que tras la conquista musulmana de la Península mantuvieron por siglos su religión cristiana a la par que se arabizaron culturalmente. Mucho más tarde, entre los siglos XII y XIII, se convirtieron al islam y emigraron a Granada, aunque un miembro de la familia regresó desde allí a Toledo para refundar la rama castellana –pero ahora musulmana– del grupo que prosiguió su estancia en estas tierras ya cristianizadas hasta el exilio definitivo de Ali Ben Ziyad –el último visigodo de Europa, como lo nombra con rimbombancia su descendiente– en 1468 y su posterior establecimiento en la localidad de Gumbu. El rastro de la familia, ahora ya transformados en godos africanos, claro, no deja espacios en blanco y llega hasta Diadié, legatario actual de todo el tesoro bibliográfico de sus antepasados que, en estricta aplicación del criterio historiográfico seguido por él, es calificado nada más y nada menos de «el único testigo de la memoria de los visigodos».

Así pues, según esta fabulosa reconstrucción de los avatares familiares, parece que los Banu Quti pasaron de la categoría de mozárabes (en el Toledo conquistado por el islam) a la de mudéjares (en el Toledo ya de nuevo cristiano), pasando por la de muladíes (en el período granadino) sin mayores problemas y –lo que es aún más sorprendente– sin haber dejado de ser y de sentirse godos en todo este periplo. Realmente no es fácil saber qué resulta más peregrino, si la conversión al islam de una familia cristiana en un Toledo que había pasado a manos cristianas un siglo atrás, el inexplicado regreso a tal ciudad de un miembro ya plenamente musulmán y radicado en Granada –uno de los entonces escasos refugios para los musulmanes en la Península– o la indiscutida invocación de su identidad goda, siglos y siglos después de la conquista islámica y de la indudable aculturación que, de manera progresiva, experimentó la población indígena que permaneció en al-Andalus.

Tal vez es imposible, desde nuestros días, saber con total exactitud qué pasó en al-Andalus desde la conquista militar del territorio hasta su final, y, sobre todo, cómo se fueron produciendo cada uno de los acontecimientos, no ya los políticos o económicos, sino también los sociales e ideológicos. Pero no es menos cierto que gracias a nuestra solvente escuela de arabistas –como la califica Pimentel, aunque yerre al escribir que la mayoría de esos arabistas beben de fuentes francesas–, el conocimiento que hoy se tiene de la historia y la sociedad andalusíes es fiable y riguroso.

Así pues, a estas alturas de las investigaciones históricas se puede concluir que, en el complejo proceso de formación de la sociedad islámica andalusí, la población autóctona hispana llegó con el tiempo a insertarse plenamente en las nuevas estructuras políticas y culturales creadas, sin que en al-Andalus surgiese –a diferencia de lo sucedido en el islam oriental– ningún movimiento potente que reivindicase cultural o políticamente su pasado preislámico. Por ello, resulta bastante increíble que un hombre musulmán de mediados del siglo XV, Ali Ben Ziyad, se refiriese –como escribe Diadié– a su Toledo natal como «localidad de godos», ni más ni menos que siete siglos después del fin del Estado visigodo y de la desaparición de la mayoría de godos como tales en al-Andalus.

Sin duda, en el terreno tan resbaladizo de las identidades uno puede sentirse lo que quiera, sin que nadie tenga derecho a discutírselo. Pero cosa bien distinta es defender identidades colectivas inexistentes manipulando para ello la historia y –lo que es más grave– acomodándola a unos intereses que, al fin, tienen más de personales que de colectivos.

También Manuel Pimentel se somete de buen grado a esta pretendida hispanización esencial de al-Andalus –que es lo que Diadié viene a defender en última instancia–, aunque en su caso el discurso empleado sea algo menos extravagante y bastante más reconocible. El escritor convierte su libro en una constante reivindicación de la cultura y la historia andalusíes como parte integrante de la identidad andaluza y, quizá, aunque de manera algo más difusa, de la española en su conjunto. Sentada de una vez tal hipótesis, lo consecuente después será lamentar y denunciar con duras palabras el desconocimiento que se tiene en España de los personajes andalusíes que tanto contribuyeron al esplendor de aquella sociedad, ignorancia debida, según el autor, a un sangrante «genocidio cultural» (sic), consecuencia lógica del causado por el triunfo en nuestro país de una historiografía sesgada y parcial. Claro que, justamente por ello, sorprende que las constantes apelaciones a esta pretendida continuidad cultural amputada (tan característica del discurso nacionalista andaluz) estén basadas en las veleidades pseudohistóricas de Ignacio Olagüe y su peregrina idea de que los árabes nunca invadieron Hispania. Pimentel lo suscribe con rotundidad: ni hubo conquista militar, ni Tarik ni Muza fueron guerreros –el primero en realidad visigodo (¡y dale!) y el segundo un pacífico predicador del islam–, ni aquí llegaron árabes. La cultura andalusí fue obra de hispanorromanos, o sea de españoles, convertidos al islam que por ello (o sea, por ser españoles) imprimieron un sello peculiar a esa gran cultura que de ninguna forma ha de ser llamada árabe, sino sencillamente española. Lo peor de este delirio no es sólo la falsedad absoluta de los datos aducidos –tan fáciles de refutar en fin de cuentas–, sino la visión histórica que anima discursos semejantes y que llegan incluso a cobrar prestigio en una variedad grande de instancias. Incluidas las políticas.

Es una visión que busca contraer la historia, jibarizarla, unificarla al fin para no tener que admitir rupturas o discontinuidades culturales que, en verdad, ignoramos qué tienen de malo. Y con esta idea en mente se regresa al mito de la España eterna, en la que el hispanorromano, o el visigodo, pasa a convertirse en andalusí casi sin darse cuenta –y sin dejar, claro, de ser y sentirse español– y en la que luego ese andalusí se transforma casi insensiblemente en el andaluz de hoy tras haber dejado por el camino el islam, sí, pero no su carácter de español. ¿Por qué complicar las cosas, deben de pensar algunos, cuando es tan confortable verlas así de fácil?

La conveniencia de conocer mejor las realizaciones intelectuales de los andalusíes –desde poetas a filósofos, pasando por músicos o arquitectos– no ha de ser por considerarlos parte de nuestras cultura e historia actuales, sino justamente por reconocerlos parte memorable de otra distinta –la andalusí, parte a su vez de la gran civilización islámica clásica– que, eso sí, aconteció en estas tierras. Lo otro, lo que hacen Pimentel y muchos más, es justo lo contrario: empequeñecer el ángulo de visión, nacionalizar, rechazar la diferencia. Ni Averroes fue español, ni su obra forma parte consustancial de la cultura española moderna. Tampoco de la andaluza, dicho sea de paso. Desconocer esa obra o, peor, desdeñarla es malo, sin duda, pero habrá que decir que si su traducción y su conocimiento entre nosotros resultan útiles es, nada más y nada menos, porque su autor fue un gran filósofo árabe y musulmán, hijo de su tiempo y de su cultura. Y lo mismo cabría decir de Ibn Arabi, Ibn Hazm, Ibn Shuhayd, El Saheli… y tantos y tantos más.

Sabremos más del pasado si logramos conocerlo a partir de su universalidad –lo que incluye la aceptación de la diferencia– y no sólo desde un localismo ramplón que puede incluso llevar al falseamiento, cuando no al desprecio. ¿Cómo entender, si no, el énfasis con el que Pimentel desarabiza al mismísimo Averroes («Que no nos digan más, por favor, que Averroes fue un filósofo árabe nacido en Córdoba. Fue sencillamente un filósofo cordobés nacido en Córdoba»), o su negación de que las bellas construcciones andalusíes fueran hechas por árabes («En verdad, fue la población hispanorromana, posterior y parcialmente islamizada, la artífice») o su airada queja de que los andalusíes, en vez de europeos, hayan sido considerados hasta hoy «simples árabes»? Seguramente, en el fondo, el propósito que anima a Pimentel es noble: luchar contra el olvido de una parte de la historia sucedida en España, ampliar nuestro conocimiento de figuras señeras pertenecientes a la civilización islámica o defender el entendimiento entre culturas. Entendimiento, por cierto, que el autor percibe, a través de su experiencia viajera por tierras musulmanas y con una dosis de realismo mayor que la desplegada en otras partes del libro, como verdaderamente problemático en estos últimos tiempos. Todo ello merece, sin duda, nuestro aplauso. Pero sólo nos cabe desear que no sea a costa de falsificar la historia o de ponerla al servicio de ideas que no son ni tan nobles ni tan defendibles.

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