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Naturalismo liberal (y II)

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¿Han sobrevivido las instituciones liberales por ser las que mejor se adaptan a la naturaleza humana? Tal es la pregunta que dejábamos en el aire la semana pasada, después de aludir a la teoría darwinista de la evolución como una buena base para empezar a responderla; aunque, como veremos, no es la única posible. También se apuntaban algunos peligros metodológicos inherentes al propio interrogante. Sobre todo, la dificultad de discernir qué es exactamente la naturaleza humana y qué rasgos contiene el núcleo básico de ésta, con el que se corresponderían –o no– determinadas instituciones. Y ello porque la relativa plasticidad de esa humana naturaleza plantea el problema de discernir qué aspectos del modo humano de ser tienen carácter universal y qué aspectos, en cambio, han sido modelados por la cultura. Pero tampoco se trata de incurrir en un razonamiento tautológico, conforme a la cual la existencia de determinadas instituciones –imperio de la ley, derechos civiles y de propiedad, libre mercado– es prueba de su naturalidad.

Dos son los dilemas que pueden servirnos de manera preliminar para explorar esa presunta compatibilidad natural entre naturaleza humana y liberalismo. A continuación, ensayaremos una vía alternativa capaz de salvar esa relativa correspondencia, aludiendo a ciertos rasgos de especie que sólo tangencialmente remiten al darwinismo.

1. ¿Es la teoría darwinista de la evolución compatible con la concepción moral del liberalismo clásico?

Huelga decir que, para tratar de responder a este interrogante en unos cuantos párrafos, hay que prescindir de los matices. Ellos son los que, por ejemplo, nos dirían en qué consiste exactamente la teoría moral del liberalismo clásico, cuestión nada pacífica. Así, parece más razonable empezar por considerar si la teoría de la selección natural deja sitio para alguna concepción moral. Es el camino que sigue Benjamin Wiker en su estudio sobre el particular, donde empieza por subrayar las dudas que Alfred Russel Wallace, codescubridor de la teoría de la evolución, mantenía al respecto al dudar de que la selección natural fuera suficiente para explicar la singular evolución del ser humanoBenjamin Wiker, «Is Darwinism Compatible with Classical Liberalism’s View of Morality?», en Stephen Dilley (ed.), Darwinian Evolution and Classical Liberalism, Lanham, Lexington Books, 2013, pp. 31-48.. Darwin discrepa y desarrolla sus tesis en The Descent of Man, donde intenta dar cuenta de cómo la moralidad humana puede ser explicada como efecto de la selección naturalCharles Darwin, The Descent of Man. Selection in Relation to Sex, Londres, Penguin, 2004..

Para Darwin, aunque no somos seres naturalmente sociales, el rasgo social fue seleccionado naturalmente por sus efectos beneficiosos. ¿Cómo? Mediante el conflicto y la extinción, que es como opera la selección natural: sólo la presión evolutiva ligada a la supervivencia hace posible la mejora de las distintas especies. De ahí que Peter Sloterdijk, en una de sus felices formulaciones, haya dicho que la biología es una tanatología: título justificado si tenemos en cuentra que el 90% de las especies que han pisado la Tierra se han extinguidoPeter Sloterdijk, Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica, trad. de Pedro Madrigal, Valencia, Pre-Textos, 2013.. Ahora bien, la evolución no persigue rasgos concretos, sean morales o no: su «objetivo» es la supervivencia del más apto en un entorno determinado, en función de las rivalidades allí vigentes. Wiker señala las implicaciones de esta ceguera normativa:

Una monogamia estricta puede contribuir a la supervivencia bajo determinadas (raras) circunstancias, pero en muchas otras la poligamia contribuirá a la supervivencia de una tribu mediante la propagación de sus mejores miembros. No juzgamos los mores, la moralidad, de una sociedad particular a partir de un estándar situado fuera de la selección natural.

Y ello porque, aunque proteste Kant, no habría estándares morales: estos se encuentran en perpetuo proceso de cambio, debido a que son las condiciones ambientales existentes las que determinarán su validez o invalidez. El razonamiento recuerda mucho al que planteaba Maquiavelo para fundamentar la autonomía de la esfera política respecto de la esfera moral: será bueno aquello que permita al Príncipe alcanzar o conservar el poder, y malo aquello que cause el efecto contrarioNiccolò Machiavelli, El príncipe, trad. de Eli Leonetti Jungl, Madrid, Austral, 2012.. No hay así nada bueno o malo en sí mismo: el asesinato o la piedad religiosa pueden ser buenos o malos según cuáles sean las circunstancias. El juicio moral se ha sustraído en ambos casos, porque se entiende que las acciones humanas y los principios que las guían o influyen responden a una lógica extramoral: la lucha por la supervivencia, en un caso, y la lucha por el poder, en otro.

Sea como fuere, Darwin incurre en una aparente contradicción cuando afirma que el rasgo evolutivo más importante es la simpatía o compasión, que también podría equivaler al altruismo. En el desarrollo de la compasión leía Darwin algo parecido a un progreso moral. La contradicción estribaría en que esa elevación moral sólo puede confirmarse por la vía de la futura extinción de los pueblos menos civilizados; así lo dice nuestro autor siendo coherente con su propia teoría. Y es que, a pesar de la preferibilidad moral de la compasión, ese rasgo no posee prioridad natural alguna: será potenciado o abandonado en función del contexto. En principio, la compasión nos servirá de poco en el mundo descrito por Mad Max. Algo que, dicho sea de paso, no es palabra sagrada: hay teóricos de la cooperación, como Robert Axelrod, que explican su emergencia como el producto de un sencillo cálculo sobre el futuro, que arroja así su «sombra» sobre el presente: el altruismo nos conviene como regla general para ser más adelante beneficiarios del mismoRobert Axelrod, The Evolution of Cooperation, Nueva York, Basic Books, 2009..

En cualquier caso, el argumento de Wiker es que la ceguera moral de la teoría de la selección natural conduce a su incompatibilidad con cualquier teoría moral, incluida la del liberalismo. Ya que la cuestión es si la idea darwinista de la moral puede encajar con estándares morales objetivos que no cambien cuando lo hagan las condiciones ambientales. Y la respuesta es que no. Lo que terminaría por dar la razón a Wallace, que demandaba tomar en consideración el factor humano –lenguaje, símbolos, representaciones: cultura– a la hora de explicar la evolución del ser humano. En definitiva, pues, no parece que la moralidad del liberalismo tenga nada de «natural».

2. ¿Puede establecerse una correspondencia entre la teoría darwinista de la evolución natural y el argumento liberal sobre el funcionamiento del mercado?

Es lo que ha defendido el pensador británico Matt Ridley, entre otros, en los últimos años. Su hermosa tesis –si la inexactitud puede ser bella– dice así: «El intercambio es a la evolución cultural lo que el sexo a la evolución biológica»Matt Ridley, The Rational Optimist. How Prosperity Evolves, Londres, Fourth State, 2010, p. 46.. Habría así una simetría entre el argumento de Adam Smith sobre la mano invisible del mercado y la teoría darwinista de la evolución: Darwin, dice Ridley, defenestra a Dios; Smith había defenestrado al gobierno.

Este argumento presenta un problema de partida, a saber, una mala lectura de Smith. Algo, por lo demás, nada sorprendente: la esfera pública está llena de malas bromas sobre la índole de su célebre «mano invisible». En realidad, Smith no sostenía que el mercado emergía del caos, a la manera de un mecanismo evolutivo, sino que el interés privado de los agentes económicos es guiado «como por una mano invisible» para producir beneficios sociales más amplios que no forman parte de sus propósitos, y ello en el contexto de un marco institucional, legal y cultural específico. Para Smith, en fin, necesitamos imperio de la ley, tribunales independientes, derechos civilesAdam Smith, La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza, 2011.. Algo que no debería sorprendernos si recordamos su interés por los sentimientos morales y su famosa cautela acerca de las razones del carnicero para vendernos un buen producto: su interés en que volvamos. Se trata de un tema clásico en el pensamiento del siglo XVIII, inteligentemente desmenuzado por Albert O. Hirschman en su también célebre estudio sobre las pasiones y los intereses: los liberales clásicos buscaban crear el contexto institucional adecuado para que las primeras se convirtieran en los segundos, canalizando así culturalmente los impulsos egoístas humanosAlbert O. Hirschman, The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before Its Triumph, Princeton, Princeton University Press, 1977.. Y, de paso, controlando a los gobiernos y limitando de facto su poder.

Más interesante es la analogía que puede construirse a partir de las formidables intuiciones de Friedrich Hayek sobre los órdenes espontáneos, cuya naturaleza misma impediría que puedan ser gobernados por una instancia inteligente. Para el pensador austríaco, la economía y la biología revelan por igual que los órdenes no diseñados pueden superar cualquier plan humanamente concebido. De ahí el fracaso de la planificación socialista frente al mercado libre, o al menos semilibre. No obstante, Hayek admite que la evolución cultural es más lamarckiana que darwiniana, por cuanto las costumbres morales pueden ser transmitidas generacionalmente. Recordemos que Hayek plantea un argumento epistémico en defensa del mercado, cuya máxima puede enunciarse en un solo mandato: «No puede planearse lo que no puede conocerse»Friedrich Hayek, The Fatal Conceit, Chicago, The University of Chicago Press, 1989, p. 85.. Y lo que no puede conocerse es el valor subjetivo que los distintos agentes económicos atribuirán a los bienes de mercado, cuya expresión no es otra que el precio, unidad de información sin la cual ningún mercado puede funcionar. Pocas dudas caben de que Hayek pone sobre la mesa la explicación definitiva sobre el funcionamiento del mercado.

Pero cuando Hayek habla de orden, como muestra Jay Richards, su argumentación es, en cambio, más débil. Sobre todo, porque no está claro que la ciencia moderna postule que el orden emerja del caos; más bien parece que se requieren condiciones muy precisas para que esa emergencia se produzcaJay W. Richards, «On Invisible Hands and Intelligent Design. Must Classical Liberals Also Embrace Darwinian Theory?», en Stephen Dilley (ed.), Darwinian Evolution and Classical Liberalism, Lanham, Lexington Books, 2013, pp. 69-92.. Y lo mismo puede decirse del darwinismo: su mecanismo selectivo presupone ciertas condiciones a fin de que la complejidad adaptativa pueda aparecer en ausencia de un diseño exterior. Otra posibilidad, más verosímil, es que tanto los mercados como los sistemas biológicos sean órdenes superiores que emergen de órdenes inferiores: espontáneos, emergentes, no planificados. El razonamiento no deja de ser intuitivamente plausible, pero técnicamente impreciso. Así Richard:

Deberíamos reconocer que existen diferencias cualitativas entre distintos tipos de orden. En particular, no tenemos razones para asumir, menos aún exigir, que el tipo de orden que encontramos en la esfera económica sea el mismo que, o análogo a, los órdenes que encontramos en los sistemas físicos o biológicos. […] En la economía, tratamos con agentes humanos, instituciones, convenciones. Los agentes tienen intenciones, propósitos, diseños. Y al menos algunas de las instituciones y convenciones bajo las que operan han sido intencionalmente diseñadas.

Eso no implica que la distinción entre orden inferior y orden superior sea inadecuada; pero sí que las diferencias cualitativas entre los elementos biológicos o físicos y los humanos son tan relevantes que arruinan la analogía o, cuando menos, aconsejan mantenerla en el plano metafórico. De alguna manera, hay que pasarse la vida matizando: si el exceso culturalista conduce a la supresión de cualquier resto biológico en las acciones e instituciones humanas, el exceso naturalista neutraliza aquellos aspectos de la vida cultural humana que son irreductibles al punto de vista biológico.

Ahora bien, resultaría igualmente precipitado concluir –a partir de la respuesta negativa que hemos dado a estas preguntas– que las instituciones liberales no son en modo alguno aquellas que, tras un prolongado período de prueba y error en el laboratorio de la historia, han mostrado ciertas virtudes adaptativas. Quizás hablar de la naturaleza humana, a lo grande, sea inapropiado; hablemos, entonces, del modo de ser de la especie. Todas las especies tienen un modo de ser y, aunque la humana demuestre poseer una relativa plasticidad, también ella exhibe ciertos rasgos específicos que nos permiten explicar su desenvolvimiento histórico. En esencia, el ser humano posee lenguaje y, con ello, la capacidad de crear conceptos abstractos, así como de acumular una información transmisible –esto es, capital– entre miembros de una misma generación y entre distintas generaciones. Esto provoca que la capacidad humana para crear su propio nicho biológico carezca de parangón en el reino animal; el ser humano es aquel que transforma el medio ambiente hasta convertirlo en su medio ambiente.

Para Erle Ellis, biólogo activo en el estudio del Antropoceno, no podemos explicar el cambio ecológico global sobre la base de que los seres humanos sólo se adaptan a las condiciones ambientales existentes, sin poder alterarlasErle C. Ellis, «Ecology in an Anthropogenic Biosphere», Ecological Monographs, vol. 85, núm. 3 (2015), pp. 287-311.. Más bien sucede lo contrario, por razones sociales y culturales antes que puramente biológicas. Por eso él propone una «antroecología» que dé cuenta del papel humano en el desarrollo de los sistemas ecológicos. En lo que a nosotros interesa aquí, Ellis, que defiende la coevolución de los genes y la cultura, subraya la importancia del comportamiento imitativo –o de copia– entre los seres humanos, que se suma a otros dos rasgos excepcionales: la ya mencionada capacidad para acumular y transmitir información mediante el lenguaje; y la también única capacidad para formar y sostener vínculos no parentales, lo que nos convierte en una especie «ultrasocial». Al mismo tiempo, la organización social que de aquí resulta es fuertemente dependiente de su tamaño y densidad, lo que explica que las sociedades grandes tiendan a alterar o destruir a las pequeñas.

Aunque el asunto tiene muchos matices y el trabajo de Ellis hace honor a su complejidad, estas pinceladas pueden bastarnos para plantear la salida a que habíamos hecho referencia más arriba. Y es que, si bien la teoría de la evolución no constituye un fundamento adecuado para explicar la preponderancia –por lo demás nunca asegurada– de las instituciones liberales, sí parece razonable pensar que éstas, o al menos algunas de éstas, se adaptan especialmente bien a determinados rasgos de la especie que resultan cruciales para explicar su –nuestra– evolución histórica. Pensemos en la ultrasocialidad humana y en la capacidad para crear conceptos abstractos y desarrollar conocimiento, así como en la facultad de acumularlo y transmitirlo. ¿No tendría sentido que prevaleciesen aquellas instituciones que potenciasen esos rasgos, en lugar de las que tiendan a reprimirlos?

Parece así plausible afirmar que el conjunto de derechos y garantías instituidos por el liberalismo clásico, desde el imperio de la ley a los derechos civiles, incluidos los derechos al libre pensamiento y la libertad de expresión, junto con la regla general del libre intercambio de ideas y bienes, sirven mejor a los rasgos de la especie que su contrario. Si bien se mira, esa es seguramente también la razón de su aparición y prevalencia, de manera que son tanto mecanismos potenciadores del modo de ser de la especie –para bien y para mal– como sus productos históricos. Sujetos, faltaría más, a toda clase de variaciones culturales y contestaciones ideológicas, que permiten reconocer la autonomía relativa de la esfera cultural humana. De este modo, evitamos dos riesgos mayores: por un lado, negar todo papel a los rasgos innatos de la especie en el desenvolvimiento histórico de ésta; por otro, incurrir en una sobredeterminación biologicista que ignore la variabilidad que exhibe la evolución cultural y su influencia, a modo de loop, sobre nuestro equipaje genético.

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