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Joana. Diálogo con Joan Margarit

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Conocí a Joan Margarit en la librería Rafael Alberti durante un recital celebrado en un pequeño y acogedor entresuelo, donde los humanos compartían espacio con los libros, fundidos en una deliciosa promiscuidad. El escenario, nada grandilocuente, invitaba a la cercanía y el diálogo. Fue el diez de abril de 2002. Recuerdo la fecha porque Margarit me dedicó su libro más hermoso, Joana. Las palabras que escribió para mí hablaban de la trágica muerte de su hija y de la prematura pérdida de mi padre, que le comenté durante una breve conversación. Cuando observé la fotografía de su hija en el interior del libro, pensé de inmediato en mi hermana Rosa, ambas maltratadas por los caprichos de la biología. Se trata de una imagen en blanco y negro de escasa calidad. Joana apoya la cabeza sobre el hombro de su padre. Sonríe con aparente despreocupación, pero se advierte su fragilidad. En su rostro hay dulzura, timidez y un entrañable apego a la figura paterna. Su mirada esconde una herida, pero también un ferviente anhelo de dicha. Yo había apreciado mil veces los mismos sentimientos en mi hermana, pero no comenté nada. Margarit y yo nos despedimos cordialmente, estrechándonos la mano. No creo que el poeta recuerde ese lejano encuentro, pero yo no he olvidado su cercanía y sencillez, dos cualidades infrecuentes en el mundo de las letras, donde la vanidad y el narcisismo lo enturbian todo. Pocos escritores asumen que no son genios, sino simples orfebres que pulen palabras. Creo que Margarit, un hombre modesto y discreto, ha asumido la naturaleza de su trabajo, sin atribuirse dotes de nigromante. A fin de cuentas, es un arquitecto arrojado al laberinto de las palabras. Es un hombre bueno y templado. Aunque a veces se asoma al abismo, siempre regresa al equilibrio. No hay desgarro en su poesía, sino armonía, proporción, mesura. Yo advierto cierto estoicismo en su concepción de la vida, pero sin ese rostro antipático del que se considera un paladín de la virtud. Una sensualidad mediterránea imprime luminosidad a sus versos, conjurando el riesgo del severo moralismo, y un humanismo de amplio aliento ahuyenta la frialdad académica. Además, su obra es inteligible, transparente y amable. Siempre he desconfiado de la poesía hermética, alimentada por una subjetividad hiperbólica.

Joana y mi hermana Rosa. Dos vidas con mala estrella. Ahora que mi hermana Rosa ha partido hacia lo desconocido, siento la necesidad de deambular por el libro que Margarit dedicó a su hija, buscando alguna explicación o alivio a unas muertes tan injustas. Rosa falleció con sesenta años. Joana vivió bastante menos. Exactamente, la mitad. Me gustaría decir que mi hermana fue feliz, que se adaptó a vivir con sus limitaciones, que hizo lo mismo que cualquier otra persona, con sus metas e ilusiones, pero no fue así. La tristeza siempre ensombreció su mirada. Con una diferencia de cinco centímetros entre las dos piernas, medía un metro y treinta y ocho. Ligera como un pajarito recién nacido, apenas llegaba a los treinta kilos. Siempre caminó con dificultad, invirtiendo el doble o el triple de tiempo que una persona normal en recorrer cualquier distancia. Al final de su vida, necesitó una muleta y los dos últimos años, una silla de ruedas. Por razones desconocidas, una cascada de anomalías genéticas se ensañó con ella: síndrome de Turner, neurofibromatosis, pelvis de Otto. Enfermedades raras que suelen darse por separado, pero que en ella convergieron cruelmente, transformando su vida en una carrera de obstáculos. Inteligente y tenaz, estudió biología y aprobó con el número dos la oposición de profesora de ciencias naturales de enseñanzas medias, cuando se concursaba por toda España, excluyendo Cataluña, el País Vasco y Galicia. No sé si por entonces existía el turno de «minusvalía» —horrible palabra—, pero ella no lo utilizó. Como niña, sufrió el acoso de sus compañeras en un colegio de hermanas escolapias. En una ocasión, una monja la subió a la tarima y dijo: «Mirad qué niña más rara». No nos lo contó hasta muchos años después. Como profesora, soportó el maltrato de adolescentes que no habían aprendido a respetar a sus semejantes, tal vez por culpa de la sobreprotección de sus padres o porque se habían contagiado de la crueldad de una sociedad que desprecia a los débiles y enfermos. Como los problemas de disciplina se incrementaron con las sucesivas reformas educativas, empeñadas en tratar como niños a chicos de dieciséis años con suficiente madurez para asumir la responsabilidad de sus actos, la inspección le sugirió a mi hermana una jubilación anticipada. Mi hermana no se rindió, a pesar que cada día caminaba con más dificultad. Acudió al Defensor del Pueblo, presentó un alegato y logró una reasignación de puesto. En un nocturno, con alumnos ya mayores, no tuvo ningún problema, pero subir un simple tramo de escaleras le costaba tanto como atacar la cumbre de un ocho mil en mitad de una ventisca. Su fuerza de voluntad le ganó el respeto de sus compañeros y de unos alumnos que muchas veces ya trabajaban, sacrificando horas de sueño y ocio para lograr el título de bachillerato. Ya no tenía que aguantar los insultos de los adolescentes, que muchas veces la llamaban «coja» y «enana», aprovechando el alboroto de una clase donde muy pocos mostraban interés por los estudios. Cuando pienso en los agravios que ha sufrido mi hermana, recuerdo un verso de Luis Cernuda: «Alguna vez deseó uno / Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla» («Birds in the night»). ¿Estoy incurriendo en esa «literatura maleducada» de la que habla Javier Gomá como un gesto de descortesía hacia el lector? He sido profesor de instituto veinte años y he presenciado mucha crueldad con alumnos que convivían con alguna desventaja o con profesores con alguna discapacidad, como un brazo encogido por la polio, una visión deficiente o una asimetría en las piernas. ¿No se deben contar estas cosas? ¿Es de mal gusto? ¿No será que la sociedad no quiere ver su rostro reflejado en un espejo? A nadie le gusta asomarse a una superficie reflectante y toparse con los rasgos de Calibán, el personaje que en La tempestad de Shakespeare encarna al hombre en su faceta más primitiva, carente de cualquier inhibición moral.

No conozco de Joana más que lo narrado por su padre en su bellísimo libro. Ojalá no pasara por las mismas humillaciones que mi hermana. Margarit comienza su poemario con un prólogo animado por una dolorosa clarividencia. Su primera frase hiere como un viento helado que se mete en los huesos: «De lo que siento acerca del mañana, lo más parecido a una certeza es que Joana y yo no volveremos a vernos». Margarit no cree en reencuentros ni en una hipotética inmortalidad: «el abismo que nos separa es el abismo del nunca más». Solo quedan los recuerdos, ese amor que Joana utilizaba para sobrevivir. Yo me resisto a aceptar que el destino de todo lo que es consista en dejar de ser. La muerte es necesaria para garantizar la renovación de la vida y la construcción de una identidad, pero un cosmos abocado a la nada me parece una obscenidad metafísica. La eternidad no es continuidad, sino profundidad, una «mortalidad prorrogada», por utilizar una expresión de Javier Gomá. Nuestra historia se prolonga con todas sus llagas. Sueño a menudo con mi hermana. Su muerte es muy reciente. Sé que solo es una elaboración onírica, pero cada vez que aparece con su muleta de colores y su rostro de niña que se olvidó de crecer, pienso que es el eco de algo muy real, de una presencia que no se ha desvanecido del todo. No puedo aportar ningún argumento racional, pero ¿acaso es racional la emoción que experimentamos con la poesía o la música? ¿Se puede justificar la belleza o la esperanza con un teorema? ¿Es la bondad un axioma o un milagro que no sabemos explicar?

En Joana, no había el más leve indicio de maldad. «Ser su padre ha significado estar siempre junto a lo más delicado y bondadoso que puede ofrecer la vida». Mi hermana tampoco albergaba malicia, pero el sufrimiento la había endurecido. Estar expuesta al maltrato acarrea un amargo peaje. Aún recuerdo sus largos paseos con el coche al llegar a casa, buscando una plaza de aparcamiento. En los noventa, nadie respetaba las plazas reservadas a los conductores con discapacidades. Siempre tenía que aparcar lejos. Trescientos metros con un bolso repleto de libros constituía para ella una penosa travesía por el desierto. Su cara no expresaba enfado, sino perplejidad, agotamiento y frustración. Algo parecido le sucedía cuando los alumnos colocaban el borrador en la parte superior de la pizarra, sabiendo que no podría alcanzarlo ni subiéndose a una silla. Esas experiencias fueron dibujando en su mirada un paisaje de sueños rotos y hondos desengaños. Cuando se apagó su vida, los sueños rotos y los desengaños se quedaron flotando en el aire, como pecios de un naufragio. Margarit confiesa que la desaparición de su hija le produjo un sentimiento de desamparo. El mundo seguía ahí, pero no era el de antes. Era un mundo sin Joana. «No hay nada comparable a poder cuidar de una persona a la que se ama», escribe el poeta. Es cierto. Durante casi seis años, mi mujer y yo cuidamos de mi madre, desdibujada por una demencia senil. Los dos últimos años fueron especialmente intensos, pues también tuvimos que atender a mi hermana. Murieron con solo veinte días de diferencia. Al margen de la pena, también nos invadió una sensación de desamparo. Nuestra rutina era más sencilla, pero no mejor. Solo han pasado dos años y medio desde entonces, pero mi mujer y yo coincidimos en que nuestra vida se ha empobrecido. Cuidar al que se ama, no es un sacrificio, sino un raro privilegio. En una sociedad que rinde culto al hedonismo, lo que digo puede sonar extravagante. Yo atribuyo mi perspectiva a la educación humanista que me inculcaron mis padres y a mi sensibilidad cristiana. No soy de los que se avergüenzan de creer en Dios. Aceptó la reprobación de los escépticos. Yo también soy un poco escéptico. Estoy dividido entre Pascal y Montaigne.

Margarit señala que el mundo después de la muerte de un ser querido es «terror puro». El cuervo de Poe se apodera de todo, asomando su pico negro por todas las esquinas. Su Nevermore circula por todos los paisajes y escenarios, recordando la precariedad de todo lo que existe. Pero Joana no es un lamento lúgubre. Contiene los poemas escritos durante los últimos ocho meses de vida de la hija de Margarit. Podría considerarse una despedida o una forma de cerrar una herida, pero en realidad es un reencuentro. En cada poema, está Joana, sonriendo incluso desde la muerte, consolando a los que la cuidaron y proclamando: «Soy feliz». Incluso en la agonía puede despuntar la belleza, mostrando que el ser humano no es pura servidumbre en su relación con el cuerpo. El alma —o, si prefiere, la mente— puede más que la biología. No es capaz de alterar el curso de la naturaleza, pero sí de escoger cómo enfrentarse a los momentos más aciagos. Y Joana escogió la alegría, la gratitud, la delicadeza. Toda una lección de humanidad.

Aunque Margarit declara su escepticismo sobre la posibilidad de la eternidad, comienza su homenaje a Joana con una plegaria. Habla de su hija como de «una niña eterna» extraviada en «pozos invisibles». No reza a Dios, sino a la «música del amor», esa armonía cósmica que alivia el duelo y exalta la vida. Esa música es luz que enciende los muros, la tierra, los pinos. Escondida en «sitios negros, dulces, como rosas del jazz», fluye como agua y limpia las lágrimas, convirtiéndolas en un signo de esperanza. «Música santa, hazle compañía, / tú que vienes del otro mundo al nuestro, tú que ya sabes cómo es su silencio». La poesía es esa «música santa» que aplaca el dolor, pero sin caer en la trampa de idealizar la vida. Si hay vida, el sufrimiento es inevitable. Solo los dioses o los ángeles viven lejos de esa experiencia. Lo humano es frágil y se rompe al cabo del tiempo. «Alguna vez me iré», escribe Alejandra Pizarnik. Todos sabemos que lo que ya hemos vivido forma parte de nuestra muerte. Margarit se consuela pensado que la partida de Joana significará el fin de las tribulaciones de su hija: «no habrá ya más desamparo que el mío».

Desde un hospital, «la noche es una hoja de guadaña», apunta el poeta. Mi madre y yo acompañamos a mi hermana durante sus reiteradas estancias en el hospital. Sus hemangiomas recurrentes, bultos que de repente emergían en la piel, se convertían cada cierto tiempo en citas ineludibles con el quirófano. Joana le dijo a un cirujano: «Te quiero». Mi hermana prefería fingir que no pasaba nada. Se llevaba sus libros de genética y los leía una y otra vez, buscando una explicación para la fatalidad que se había abatido sobre ella. En el hospital, «la noche es una hoja de guadaña», sí, pero también un vestíbulo vacío donde no pasa el tiempo. La ilusión de una quietud perpetua produce la sensación de esperar algo que nunca sucederá. Esa expectación nos impedía dormir bien. Mi hermana se despertaba y hablaba con mi madre, acostada en una cama, o me interpelaba a mí, aturdido en un sillón. «¿Falta mucho para que se haga de día?», preguntaba una y otra vez. Todos queríamos huir de allí, pero nos acechaba el temor de haber quedado atrapados en ese infinito malo del que hablaba Hegel.

«No hay milagros», dice Margarit, pero Joana es un milagro. Amarla significa traspasar esa «puerta estrecha» de la que habla el Evangelio. Dios tal vez es una niña con muletas, no un viejo anciano colérico. «¿Ha de abandonar uno su fe / solo porque dejó de ser verdad?», se pregunta Margarit. ¿Qué es la verdad? ¿Un muro sin ninguna puerta? ¿Tal vez la raíz de castaño que contempla Antoine Roquentin, protagonista de La náusea, de Jean-Paul Sartre, especulando que el ser y la nada son la misma cosa? ¿Puede anegar la nada la sonrisa de Joana, sepultándola sin remedio? ¿Acaso no resplandece en los poemas de su padre? Durante un alba en Cádiz, Margarit escucha el nombre de Joana «en la lengua del mar», anunciando su marcha. Las «negras, solitarias cigüeñas» lo dicen también. Aunque duele escucharlo, «no puede ser un mal dolor / si es un dolor que viene desde ti». Es el último diciembre. El próximo ya solo quedará «buscar en mí tu voz perdida». ¿Se puede recobrar el tiempo compartido? ¿Se trata de la misma secuencia para los que la vivieron juntos? «Nunca sabré qué sabes tú de mí, / ni en qué verdad hemos estado juntos, / ni si en ella estaremos para siempre». El amor no es una línea que separa, sino un punto de encuentro, pero el mundo interior siempre es estrictamente privado. Los recuerdos nunca son idénticos, pero la memoria puede cobijar indefinidamente a los que se amaron. Quizás eso que llamamos eternidad solo es la memoria de Dios, que nos mantiene vivos en su recuerdo.

Margarit compara sus lamentos con los aullidos de los perros que delimitan su territorio. Piensa que sus poemas son aullidos que «marcan el territorio de la muerte», pero la muerte no se anuncia solo de forma estridente. En el «Aria pastoral», la viola es «la voz de bienvenida de la muerte». Joana se apaga poco a poco, pero su imagen no se esfuma: «surgía en todas partes la mirada / del cuerpo contrahecho / donde aprendí qué era la belleza». Mientras vela su descanso y observa el rostro de su hija endurecido por la morfina, Margarit descubre «que no quedarían recuerdos suficientes. Suficientes recuerdos con que fingir la vida». Sé que es cierto, pero yo intento revivir a mi hermana con los recuerdos. Muchas veces, cuando me acerco al barrio de Argüelles, presiento que me espera en el Paseo de Pintor Rosales, observando las praderas de césped donde corren los perros y los niños. Me la imagino con su muleta de colores, caminando muy despacito con Violeta, una perrita que recogimos de la calle. Violeta tenía unos grandes ojos humanos y se adaptaba a su paso. Cuando Rosa le hablaba, levantaba sus orejas puntiagudas para escuchar su voz. El mundo ha perdido esa imagen, empobreciéndose sin remedio, pero yo intento que no muera del todo. Con mis recuerdos y ensoñaciones, con estas palabras, con mis fantasías, que carecen de un correlato objetivo, pero que en sí mismas ya forman parte de lo real. Vivimos dos vidas: la que experimentamos día a día y la que soñamos. Y se necesitan mutuamente. Los sueños son la esclusa del dolor y la necesaria corrección de nuestras experiencias. Soñar nos ayuda a vivir. Los sueños nos acompañan tanto como las vivencias. Y en ellos sobreviven nuestros seres queridos. La «limpia lluvia de olvido» de la que habla Margarit es impotente frente a la obstinación de la memoria.

«Ser feliz siempre ha sido una cosa muy extraña», escribe Margarit. El poeta también perdió a Anna, una hija recién nacida. Entiendo su perplejidad ante la dicha. Yo convivo con la muerte temprana de mi padre y el suicidio de mi hermano mayor. La tristeza es el líquido amniótico de mi familia y ha escrito diez años de mi vida. Diez años perdidos en el negro y áspero desfiladero de la depresión. Diez años irreales, borrosos, turbios como los últimos segundos de conciencia de un ahogado. La felicidad siempre me ha parecido muy extraña. Lo insólito, nunca lo cotidiano. Lo imprevisto, jamás lo que discurre sin que advirtamos su paso. Para la mayoría de las personas, la felicidad es una compañía inadvertida, un gozo en el que no se repara. Para Margarit, la felicidad es «un viaje de retorno» hacia Joana, una quimera, pues el olvido es un moscardón insistente que intenta ensuciar y difuminar el recuerdo. La dicha es una estación a la que nunca llegan algunas vidas, una ilusión apenas entrevista desde la ventanilla de un tren azotado por una tormenta de arena.

Jon Margarit no omite en ningún momento la presencia de su mujer, la madre de Joana. Madre e hija pasan las últimas noches abrazadas, con el pecho y la espalda fundidos en una explosión de ternura. Es un aprendizaje para seguir cuidándola en la muerte. Joana siempre ha sido una niña y necesitará compañía en la oscuridad. La muerte sopla como «un viento del desierto». El vuelo fugaz de una golondrina ilumina la carne enferma. Joana yace en «un lecho de tristeza fulgurante», confinada en «el capullo de la oscuridad». Margarit suplica a su hija que no se marche, pero «la pálida mariposa de la muerte» aletea furiosamente. Aferrando las pequeñas manos de Joana, el poeta se consuela, pensando que «estar muriéndote es vivir aún». Las visitas de Mari, una amiga y confidente, levantan una ola de afecto en la fría habitación del hospital. Mari aparece con sus dos hijas. Durante su embarazo, nunca se hizo una prueba «porque a ella jamás le preocupó / dar a luz a una niña como tú». En una ocasión, bajaba yo las escaleras del metro con una compañera de la universidad y nos topamos con el anuncio de una clínica de interrupción del embarazo. «Quizás hoy no habría nacido tu hermana», me comentó mi acompañante, con la conciencia satisfecha de persona sana que nunca se ha planteado la inutilidad de su existencia. Vuelvo a pensar en la frase de Cernuda sobre una humanidad reducida a una simple cucaracha a la que se podría pisotear. Intento olvidar ese triste incidente. La ira no debe manchar el recuerdo de un ser querido. Si el aborto se utiliza como una especie de eugenesia, ¿no caemos en ese darwinismo social que desencadenó las peores pesadillas del siglo XX?

Margarit fantasea con un último paseo de su hija que solo acontece en su imaginación. Joana deja atrás las muletas, se desprende de la enfermedad como si fuera «una piel sudorosa», sale a la calle para abrazar la luz, pero el desenlace ya está escrito: «La vida me eligió para su amor. / También la muerte». Un dos de junio de 2001 se produce la muerte. Solo es «un pobre instante». El corazón se apaga como un viejo radiocasete sin pilas. Había leído el poemario varias veces, pero hasta ahora no había reparado en que la muerte de Joana aconteció un dos de junio. ¿Encierra un maleficio esa fecha? Un dos de junio murió mi padre de un infarto y otro dos de junio, pero diez años más tarde, se suicidó mi hermano Juan Luis. Mi hermana falleció el uno de enero de 2018. Esta vez la fatalidad escogió el invierno, sin respetar una fecha que suele asociarse a la alegría y el regocijo. Le sorprendió la muerte mientras dormía. Fue otro «pobre instante». Su cuerpo extenuado se apagó en silencio, como si no quisiera molestar a nadie, con esa delicadeza de los niños bien educados que piden permiso para salir de una habitación o coger un dulce.

Margarit habla del día después. Ha vuelto a ver a su hija con sus muletas azules. La protegía con su cuerpo de la lluvia, que caía como las cuerdas de un «cello» gigantesco. ¿Mera fantasía? ¿Por qué la imaginación no puede ser una de las fuerzas que mueven el universo, corrigiendo sus desatinos? El poeta compara a la muerte con un perro con el pelo endurecido por la tierra y los excrementos. A mí me resulta imposible pensar en la muerte como un perro. Durante las semanas postreras, con el cerebro arrasado por una avalancha de infartos cerebrales, mi hermana preguntaba por su último perro, un chihuahua llamado Bambi, que ahora vive conmigo. Su mente, confusa, se alborozaba al recordarlo y lamentaba que el hospital no permitiera que se lo lleváramos para darle un último abrazo. Pensé en acercarme con él hasta la acera de enfrente para que pudiera verlo desde la ventana, pero había mucha distancia y no sabía si sería capaz de distinguirlo. Siempre lo pospuse para el día siguiente, pero cuando ya no hubo día siguiente, sentí que había fallado estrepitosamente a mi hermana y lloré avergonzado.

Joana fue enterrada un cuatro de junio. Margarit escribe con tristeza: «mis palabras sobre ti no tienen más sentido / que la herrumbrosa cerradura / de una puerta que no abre a sitio alguno». Sin Joana, la casa se ha vuelto más grande y vacía. El amor entre los padres de Joana ha adquirido una dimensión espectral. Los dos tributan afecto a un fantasma. Su convivencia es el hogar de una pérdida. La silla de ruedas es la osamenta de un recuerdo. Su presencia es tan dolorosa como una astilla clavada en la carne. Joana no está pero su belleza persiste: «deficiente, y andabas con muletas / nunca hubo para mí muchacha más hermosa». El poeta canta una nana a la hija muerta: «Duerme, Joana, duerme». Mientras sus padres pulen las «piedras del dolor», cuidarán los colores que brillaban en sus ojos para que el tiempo no logre despintarlos. El futuro es «miedo y pena», «escenografía del olvido». Margarit evoca al profesor Bonaventura Bassegoda, que comenzaba sus clases enumerando los años, meses y días que habían transcurrido desde la muerte de su hija. Ahora él es ese hombre, intentando encontrar a su hija en «la brisa de un instante». Joana será enterrada junto a su hermana Anna, acunadas por un mismo epitafio: «Nuestra memoria guarda nuestros nombres / en una leve playa que jamás / figurará en los mapas de los barcos». Después de la muerte hay que organizar la soledad y saber que Philip Larkin no se equivocaba cuando escribió: «What will survive of us is love» (Lo que nos sobrevivirá es el amor).

Mi hermana no descansa en una tumba, sino en una urna de cerámica. Sus cenizas están junto a las de mi madre. ¿Fin de viaje? ¿Hay que rendirse a las evidencias? Cuando las golondrinas vuelven en verano a mi jardín, construyen sus nidos bajo las cornisas de las ventanas abiertas al mar de Castilla, con sus planicies doradas por el sol, pero también cosen con su pico las heridas que aún palpitan en la memoria compartida con mi mujer. No es una cura indolora, sino un zarpazo de claridad. No es posible huir del sufrimiento, pero en el sufrimiento hay vida, esperanza, alegría. Nada puede ahogar la dicha que ya viaja con nosotros.

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