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Trabajada palidez

Incandescencia

ÁLVARO DEL AMO

Anagrama, Barcelona, 1998

221 págs.

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En literatura es el autor el que se marca a sí mismo las reglas, no el género ni quienes lo cultivan ni los críticos que pontifican. Pero el relato ha generado su propia leyenda según la cual en él nada puede estar de más o de menos, hasta el punto de que un adjetivo mal colocado lo derrumba sin perdón. Esto es como decir que la novela cuyo argumento carece de los tres pilares clásicos de desarrollo no es una novela. Si el escritor de relatos pretendía ese maximalismo de lo exacto además de breve, quizá sería mejor no haber escrito o plantearse cada semana una sílaba. En el caso de Del Amo, la refutación de ese desiderátum imposible lo encontramos en el primer cuento, «Je suis amoureuse d'un chien», cuando la perruna Carolina explica el simún añadiendo «el famoso viento huracanado»: una tentación didáctica execrable en la amante de un perro.

Más aún que la economía y la estética, en el cuento sobre todo importa la acotación de límites, la rauda creación de un mundo en el que algo «trascendental» (para ese mundo) cambia entre el principio y el final. Un buen cuento ha de revelarnos algo aunque no sepamos muy bien qué nos ha revelado, ha de pegarnos un golpe en el rostro. No todos saben acercarse de puntillas y asestarnos una gozosa puñalada en la espalda, como Kafka. Un relato genuino precisa de alguna inspiración (o expiración, en el sentido de «experiencia destilada»), ese invisible mecanismo que porta el aleteo del poema. Puede partir de una idea; incluso de una buena idea, ingeniosa, lumínica, pero estos relatos rara vez quedan intachables. A mi juicio, el relato moderno surge de una emoción o una imagen que no puede airearse de otro modo: el poema sólo la pondría en palabras pero no la explicaría, la nouvelle pasaría de largo, la novela naufragaría en los detalles. Y eso es lo que quiere quien escribe un relato: explicar el antes y el después del cambio, explicárselo a sí mismo.

Hay ingredientes de todo esto en Incandescencia, pero no muchos. Pues aquí es donde entra otro elemento fundamental: el color del relato, la idoneidad de la voz. Si la novela es tono o textura, el cuento es el color de una emoción o de una imagen. La retina trabaja más que el oído. Uno de los mejores cuentos de Del Amo sólo recobra color al final: es ese color verdoso, de limo de estanque, a que queda reducido el sapo que podría ser el novio negligente, convertido en un odioso ejecutivo. Este relato parece demasiado largo. Se pierde el interés, algo común a la mayoría de los cuentos de este volumen, excepto quizá en el relato del director de orquesta cuyo destino está suspenso en tanto recuerda a qué sala de conciertos pertenece el camerino donde descansa. No obstante, el repaso de su vida ha sido un tanto prolijo y tal vez confuso para que el final sorprenda, explique o cierre.

Podríamos hablar de una falta de intensidad en estos diez relatos, puede que deliberada, aunque si así fuera desmentiría el título tan bueno y tan poco apropiado para definir el conjunto. No se trata tanto de los finales abiertos o anticlimáticos como de la banalidad explícita, costumbrista a veces –como en «Elegía por un tatarabuelo»– pero no realista, que adopta la misma narración, muy adjetivada («el aroma raro de la resistencia heroica») pero escasamente visible en sus metáforas y en sus escenas. No vale decir que «no ocurre nada» en el interior de esas historias, sino que lo que ocurre es como la tinta simpática: no deja huella, no impresiona ni la imaginación ni la retina. De ahí la falta de color y de emoción. Uno de los personajes más humanos, el tendero de Múnich que sabe hablar del interés de una lechuga y que comunica su entusiasmo a la clientela, resulta ser el único que de veras «cambia» en el curso de un relato: cambia porque deja de explicar, de emocionarse con sus productos vegetales. Las palabras, los adjetivos utilizados por el frutero, sus metáforas, era lo que buscaban esos sombríos compradores que hacían cola a la intemperie bávara. El frutero hacía verosímiles sus vegetales y así, poniéndole color verde, el narrador nos comunica una emoción semántica, gramatical. «Una lechuga interesante» es el mejor relato del libro, una buena incandescencia que mantiene el interés desde la sutileza.

No ocurre lo mismo en «Un amor imposible», «El fin de la jornada» y «Cuñados». Quizá sea un problema de sobreescritura: frases como «El alivio tumultuoso multiplicó una inflamada pasión retrospectiva» y «la cavidad angosta de su mente obtusa» no ayudan. La búsqueda de exactitud o ingenio verbal en el relato puede ser una trampa para el mismo que la tendió. De hecho, merece destacarse que a gran parte de esos cuentos les falta precisamente la incandescencia, una imagen que al menos en una décima de segundo se mantenga al rojo vivo y que abandone esa ceguera instantánea en la retina del lector. Podría tratarse de «realismo sucio» si surgiese del texto una genuina perplejidad por la sustancia de lo real, una cierta rebeldía o distancia ante lo contado. Pero los narradores en primera persona de Del Amo, cuatro en todo el libro, son seres «constantes» y apáticos, demasiado «normales» para ser verosímiles, demasiado planos para contarnos una experiencia que de veras nos interese o nos haga parpadear.

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Ficha técnica

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