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Copias, ejemplos y experiencias

Imitación y experiencia

JAVIER GOMÁ LANZÓN

Pre-Textos, Valencia, 414 págs.

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Señala Javier Muguerza en su presentación del libro que reseñamos que la filosofía, sobre todo la filosofía moral, de comienzos del presente siglo está pidiendo una crítica a fondo del giro lingüístico que en tan ancha y honda medida caracterizó las mejores reflexiones del anterior. Lo que Muguerza llama una nueva transmodernidad, que supera y conserva las conquistas de la modernidad en lugar de proceder a su mera liquidación posmodernista, quizá se caracteriza –y hay no poca ironía en todo ello– por un «regreso a las cosas mismas» que fue el lema bajo el que militó el gran movimiento fenomenológico de finales del siglo XIX y de principios del XX y contra el que, en parte, militó el giro lingüístico. El regreso a las cosas mismas es, cuando pensamos en ética, el regreso a la acción, al estudio de sus formas, de sus motivos, de sus modalidades. Y, en efecto, son las acciones y las prácticas (y, de su mano, las instituciones) lo que está ocupando los mejores esfuerzos del nuevo pensamiento normativo. Bajo esa rúbrica, en la estela del pragmatismo (menos del usamericano que del propio: el de Ortega, por ejemplo) se ampara el libro de Javier Gomá que encuentra en una forma específica de entender las acciones el lugar desde el cual reconstruir un filón clásico de la reflexión filosófica: el papel de la imitación, de la ejemplaridad, en la configuración de lo que hacemos y, sobre todo, de lo que pensamos que deberíamos hacer.

Imitación y experiencia tiene un doble, y ambicioso, objetivo. Por una parte, sintetiza en cuatrocientas eruditas, pero alciónicas, páginas las reflexiones más relevantes –griegas, modernas, contemporáneas– sobre la imitación y, por otra, sostiene una tesis –estructural, por así decirlo– sobre el papel que la imitación tiene en la conformación de las acciones humanas. Ninguno de los dos objetivos tiene sentido por separado: la historia de los conceptos o de las experiencias (mejor: de los conceptos que tenemos de las experiencias) apoya la tesis estructural que se busca; ésta guía, por su parte, a aquélla. El objetivo histórico, que ocupa el centro y la mayor parte del libro, se cubre con creces, evitando la roca del detalle excesivo en los tratamientos y el vórtice de las simplificaciones. Señala Gomá cómo la idea de imitación ha ido pasando desde su configuración clásica o premoderna al dar cuenta del conocimiento a su destructiva crítica en la modernidad. Parecería que para ésta toda forma de copia –como las anteriores mimesis de las ideas en la teoría platónica, la representación de la naturaleza en la aristotélica o la copia de los arquetipos en la imitación de los antiguos– mermara la originalidad (o la autonomía) del sujeto. La tesis es arriesgada y sólo se sostiene porque se matiza adecuadamente: por ejemplo, si es cierto que la forma platónica de mimesis no se defiende, como tal, en la modernidad, también lo es que aparece y reaparece en los momentos cumbres de la Ilustración la idea de que existe un orden racional –las verdades de razón sobre cuyo estatuto tanto debatieron empiristas y racionalistas– que opera en el conocimiento humano. No copiamos esas verdades de algún lugar en el que estén, pero están en nosotros desempeñando papeles funcionalmente muy similares a los que cumplían las ideas en las propuestas platónicas. O, por ejemplo también, si es cierto que las teorías modernas no siguen los caminos de la representación aristotélica, también lo es que en el centro de la modernidad –de eso, precisamente, se ha querido acusar al cartesianismo– está la idea de que la mente humana es espejo (representador) de la naturaleza. La lección que de ello puede extraerse es la que guía la indagación del ensayo de Gomá: que le damos vueltas a la idea de la relación modelo-copia en formas cambiadas en la tradición a la que pertenecemos, o, en palabras más sencillas, que no dejamos de copiar ni de representarnos, como ejemplos dignos de ser copiados, aquello que tomamos como relevante. El lector podrá encontrar los elementos imprescindibles para convencerse de la verdad del principio de Lampedusa que se enuncia en El Gatopardo, aunque allí a distintos fines: el que algo (o mucho) tiene que cambiar para que lo principal permanezca. En este caso, lo que permanece es la idea de imitación; lo que cambia, la idea de copia.

Pero, ¿ya no copiamos (plagios e intertextualidades aparte)? Nótese que en lo dicho parecemos estar empleando dos sentidos de modelo, de copia o de representación. Por una parte, cuando hablamos de lo que es el conocimiento o la creación estética, estamos indicando cuáles son las relaciones entre aquello que representamos (en el concepto, en un lienzo) y nuestras ideas o nuestras pinturas que lo recogen. A pesar de muchos pesares, las ideas de representación, de imitación, de mimesis, siguen presentes en muchas teorías del conocimiento y, no en menor medida, en las teorías estéticas contemporáneas: los realismos y neorrealismos epistemológicos y artísticos, pero no sólo ellos, siguen dándole vueltas a cómo nuestros conceptos y nuestras imágenes «enlazan» con la realidad (si no «copian» el mundo, pues están hechos de él no menos que lo hacen, constituyen sin embargo órdenes de representación). En estas cuestiones la vieja idea de imitación, de relación modelo-copia, sigue acechándonos. El principio de Lampedusa parece verificarse.

Pero, por otra parte, parece que al hablar de ese modelo estamos indicando, en una dirección de excelencia, qué cosas son dignas de ser copiadas, imitadas, repetidas, qué es relevante como ejemplo o qué es ejemplar porque es relevante. Ya no hablamos, por así decirlo, de cómo algo es representado, sino cómo y por qué algo es imitado porque es, repitamos, digno de ser imitado. Esa idea estaba en los clásicos –en Aristóteles y los estoicos, por ejemplo–, pero acierta Gomá al indicar que es un gran tema escondido ligado a las teorías pragmáticas, a las teorías de lo que hacemos, más recientes. De hecho, sostiene el autor que lo que ha cambiado abre una cuarta y última fase –transmoderna, decía Muguerza– de la historia de la imitación. Esta fase pragmática es especialmente significativa para el giro de regreso a la acción –a la realidad del hacerse humano– en el que se encuadra la primacía de la razón práctica contemporánea. Tras los análisis históricos de las tres primeras fases a las que nos hemos referido, el libro se dedica en su última parte a la elaboración de una pragmática de la imitación, centrada en la idea de prototipo, de lo que es digno de ser imitado, y a una conclusiva Metafísica del Ejemplo en la que los prototipos son vistos y definidos como universales concretos, como plasmación icónica, por así decirlo, de una universalidad que mueve acciones y que cualifica su carácter. Filosóficamente, son estas las páginas más interesantes del libro y, al mismo tiempo, las más problemáticas, pues es bien sabido que en filosofía lo interesante es aquello que, por relevante, es digno de ser discutido. Y son problemáticas porque gran parte de la filosofía más interesante de ahora mismo (en filosofía moral, pero no sólo en ella) se está dedicando, precisamente, a discutirlas –y no tenemos, todavía, las ideas claras. Acierta plenamente Gomá, pues, al haber olfateado aquí, en la pragmática de la ejemplaridad, un nódulo de lo que es un problema filosófico relevante.

Indica el autor que algo ejemplar (una acción, un comportamiento, un carácter, una figura), un prototipo en los términos del libro, debe reunir para serlo las condiciones de ser algo excelente y superior (no excepcional, pues sería, entonces, inimitable), de unir integralmente en algo concreto, indigitable, lo que es y lo que debe ser para poder, así, constituir o coadyuvar a construir la identidad de quien lo imita y que se siente arrastrado por ello, pues exempla trahunt. En estas caracterizaciones se han incorporado multitud de problemas filosóficos cardinales de la discusión contemporánea: la unidad de lo abstracto (los tipos, las categorías) y lo concreto (los tokens de la filosofía analítica, las buenas y malas concreciones de las filosofías neohegelianas), las formas de nuestro aprendizaje por experiencias y experimentos, el carácter normativo de los estereotipos en el conocimiento de la naturaleza, en el que insistió Putnam, y en las categorizaciones sociales. Tal vez le hubiera ayudado al autor en sus propósitos sistemáticos en esta parte del libro acudir menos a los clásicos y más a estas discusiones postanalíticas y, en concreto, a un filósofo contemporáneo que, al menos, por dos motivos hubiera sido un ejemplar magnífico de lo que él sostiene; Ludwig Wittgenstein. Wittgenstein, primero, argumenta desde la particularidad concreta de los ejemplos y los contraejemplos –su pragmática textual y conceptual es, precisamente, la de la ejemplaridad– para desmotar (curarnos, decía él) las ideas o las teorías supuestas o tomadas por válidas (para curarnos del cartesianismo, por ejemplo). Y, segundo, Wittgenstein eleva a teoría –una teoría, como busca Gomá, pragmática y socialmente cooperativa– la idea misma de ejemplaridad: no sólo damos ejemplos para argumentar filosóficamente, sino que toda forma de conocimiento tiene una base de ejemplaridad, de experimentalidad que, en algunos casos (como en las matemáticas), elevamos a definiciones. Wittgenstein invierte, como busca Gomá en el tránsito de la premodernidad a la modernidad y de ésta a la transmodernidad, el modelo platónico (tal vez presente en el Tractatus) y lo sustituye por un modelo en el que lo abstracto (las ideas, los conceptos, los prototipos) es una controlada canonización de experiencias, en el que los prototipos son experiencias ejemplares. Conocer y saber son, en ese sentido, saber ejemplificar. Lo interesante del asunto es que el autor sigue esta pista wittgensteiniana casi hasta sus últimas consecuencias: desaparecen, por ejemplo, los privilegios de un sujeto que –como el denostado sujeto cartesiano– es fulcro del conocimiento y pasan a primer término los procesos cooperativos que constituyen nuestras acciones. Gomá los llama intersubjetivos, pero la idea es la misma: que una teoría transmoderna de la ejemplaridad no es imitación pasiva y en aislamiento individual de arquetipos prefijados, sino acción social.

Todo saber, decíamos, es saber ejemplificar, saber poner ejemplos, saber qué son los ejemplos, saber seguir ejemplos –y también, porque todo conocimiento es innovación, podríamos añadir que todo saber se hace de la dialéctica del ejemplo y del contraejemplo–. Y decíamos también que nuestros saberes son canonizaciones, ejemplos de experiencias, incluso de experimentos. Hay un nexo fuerte entre la idea de experiencia y la de ejemplaridad, y ese nexo guía la reflexión final de Gomá en su Metafísica del Ejemplo. Sugiere el autor dos muy orteguianos sentidos de la idea de experiencia en los que se va haciendo relevante la idea de ejemplaridad que estamos comentando. Señálese, de entrada, que parecemos haber transitado ya de una concepción general del conocimiento y del saber a una forma específica de él, al saber moral, al saber del sujeto en sus acciones que se rigen, en la lógica de la ejemplaridad, por lo que debe ser, por lo que es digno que sea. Un primer sentido, o nivel, de la experiencia es la forma diacrónica que adopta: en este primer sentido, tomar una secuencia de tiempo como relevante es experiencia de la vida, es aprender a encontrar y a imitar prototipos. En un segundo sentido, no obstante, el ser humano «sólo tiene una experiencia: la experiencia de la vida», dice Gomá. No son experimentos, ni experiencias, sino la experiencia del hecho de vivir. Tener experiencia es algo distinto, por holista, de haber tenido experiencias o de haber hecho experimentos; tener experiencia busca también algún prototipo ejemplar en el que encarnarse –a pesar, indica el autor, de lo que de imposibilidad tenga esa búsqueda necesaria–. En ambos niveles hay pulsión, búsqueda, proceso de ejemplaridad; en ambos parecemos ir hilvanando una (¿imposible?) lucidez. La sugerencia final del texto es que la acción que hacemos, esa búsqueda de ejemplaridad, se sostiene «porque sólo la acción imitativa tiene abierto el acceso a la verdad del ejemplo» – porque, de alguna forma, tenemos acceso a su ser–.

Hace tiempo que la filosofía se recuperó de sus furores antimetafísicos que, en todas las tradiciones del siglo XX, la atacaron. Recuperar la metafísica, hacerla, es algo que ya practican en diversas maneras muchas corrientes y parece que tal recuperación, tímida y tentativa, falible, hace pivotar hacia lo que es lo que antes pensábamos que era sólo lo que decimos que es o lo que pensamos que es. Se pone, así, el acento sobre la realidad más que sobre nuestro epistémico acceso a ella. Subrayar los límites del giro lingüístico, que marcan el comienzo y el final de Imitación y experiencia, es otra forma de sostener este redescubrimiento de la metafísica: aquí, la idea de la «verdad del ejemplo». Quienes tendemos a ser problemáticamente realistas al pensar el conocimiento y la acción humanas –y lo somos no sé si a fuer de modernos o de transmodernos– no hallamos en esa tesis y en esa posición motivo de escándalo sino de concordancia. Quizá el problema que tenemos –el que tiene Putnam, por ejemplo, uno de los mejores representantes del realismo contemporáneo– es que no sabemos muy bien qué es ser realistas y a la vez sostener que no coincide todo lo que hay y todo lo que debiera haber, que muchas cosas que suceden no debieran suceder, una constatación, por otra parte, tremendamente realista tal como anda el mundo.

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