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Homosexualidad y genética: una interpretación evolutiva

El cerebro sexual

SIMON LEVAY

Alianza Editorial, Madrid, 1995

Trad. de Eva Rodríguez Halfter

248 págs.

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Una de las cuestiones más polémicas de la biología evolutiva actual es la que se refiere al significado adaptativo de la reproducción sexual. La respuesta aparentemente más obvia –el sexo sirve a la función reproductiva– no resulta adecuada, ya que la mayor parte de los organismos unicelulares, muchas plantas y algunos animales se reproducen asexualmente.

La controversia surge debido a que la reproducción sexual presenta una clara desventaja frente a la reproducción asexual: el coste de producir machos. Imaginemos una especie con reproducción sexual cuyo censo se mantiene estable porque cada hembra produce una media de dos hijos. Un buen día surge una hembra mutante que se reproduce de forma asexual, por partenogénesis, de manera que también produce dos hijas, pero idénticas a ella misma y, por tanto, asexuales. En igualdad de otras condiciones, el número de individuos derivados de esta hembra se duplicará cada generación hasta que los individuos con reproducción sexual desaparezcan.

Dos clases de hipótesis compiten para explicar cómo la reproducción sexual ha compensado esa desventaja. La primera considera que el sexo es un mecanismo para eliminar mutaciones nocivas. Cuando una población se reproduce asexualmente el número de mutaciones perjudiciales se transmite, sin pérdidas, de padres a hijos, generación tras generación, mientras que en organismos con reproducción sexual la combinación aleatoria de los genes, cuando se forman los gametos paternos, puede generar descendientes con un menor número de mutaciones nocivas que cualquiera de los padres. El segundo grupo de hipótesis considera que la ventaja adaptativa de la sexualidad se debe a que la descendencia producida sexualmente difiere genéticamente entre sí y de sus padres. Esta variabilidad genética supone una ventaja, bien porque los individuos compiten mejor en un medio con recursos limitados o bien porque se defienden mejor frente a depredadores u otros agentes patógenos.

En las especies con reproducción sexual, la selección natural ha condicionado el desarrollo de estrategias reproductivas diferentes entre machos y hembras. Desde el punto de vista biológico, los machos son los individuos que producen un gran número de gametos, móviles y de pequeño tamaño, mientras que las hembras producen un número menor de gametos, inmóviles y de gran tamaño. Esta diferencia en la formación de gametos es responsable de que machos y hembras tengan distintos intereses evolutivos. En general, los machos compiten entre sí para tener acceso a las hembras, mientras que éstas han de ser mucho más selectivas a la hora de aparearse, puesto que los errores en la elección de pareja tienen para ellas un coste mayor.

En estas circunstancias, los machos pueden verse sometidos a una presión de la selección natural en favor de maximizar el número de hembras con las que aparearse, mientras que las hembras pueden incrementar su eficacia biológica a través de una mayor inversión en el cuidado de la descendencia. Una buena parte de las diferencias que existen entre machos y hembras de muchas especies se interpreta, desde la biología evolutiva, como el resultado de esta diferente presión selectiva.

Aunque el conflicto de intereses entre ambos sexos es el punto de partida para estudiar el comportamiento sexual, el análisis de una situación concreta requiere siempre un conocimiento profundo de la biología y de la ecología de la especie en cuestión. La hipótesis de que un determinado comportamiento es resultado de la acción de la selección natural debe hacerse con precaución, sin olvidar que pueden existir explicaciones alternativas y que es preciso obtener corroboración empírica sobre la misma. Esta precaución es particularmente necesaria en nuestra especie, ya que la cultura ha modificado la variabilidad fenotípica previa, heredada de nuestros antepasados primates, dando lugar a un sinnúmero de actitudes diferentes en torno al sexo y al comportamiento sexual.

Un fenómeno especialmente llamativo dentro de las estrategias reproductivas de machos y hembras lo constituye la presencia en muchas especies, incluyendo la humana, de comportamientos homosexuales a la hora del apareamiento. Desde el punto de vista evolutivo, los individuos que exhiben un comportamiento homosexual deberían tener, en razón de sus propios hábitos sexuales, menos descendencia que los heterosexuales y, por tanto, si existen genes que confieren tendencias homosexuales a sus portadores tendrían que ser eliminados por selección natural. Por ello, la homosexualidad, si existe una base genética para la misma, supone un interesante reto para la teoría evolutiva.

Cualquier estudio evolutivo sobre la conducta homosexual debe analizar tres cosas: primero, demostrar la existencia de variabilidad genética para el carácter, ya que sin diferencias genéticas carece de sentido hacer un estudio de este tipo; segundo, investigar la relación entre el comportamiento homosexual y la eficacia biológica de los individuos, con objeto de establecer si la eficacia de los individuos que manifiestan un comportamiento homosexual es mayor o menor que la de aquellos en los que la conducta homosexual no está presente; y tercero, elaborar hipótesis sobre los mecanismos implicados en la evolución de esta conducta y someterlas a un contraste experimental. A modo de ejemplo, vamos a examinar la conducta homosexual en dos especies animales, donde la experimentación es factible, y, por último, en la especie humana.

Es bien sabido que los machos de muchas especies de insectos intentan, en ocasiones, cortejar y montar a hembras ya fecundadas, que manifiestan rechazo, y también a otros machos. Una hipótesis que se ha sugerido para explicar la evolución de este comportamiento es que la selección natural pudo haber favorecido como estrategia una mayor actividad sexual, aunque sea a costa de cometer «errores» en el apareamiento, frente a una cuidadosa elección de la pareja que suponga un menor número de montas. Esta hipótesis fue puesta a prueba en un estudio sobre el comportamiento sexual de los machos de Tribolium castaneum, realizado por un grupo de investigadores entre los que se encuentran los autores de este artículo, sin que los resultados obtenidos permitiesen confirmarla.

Tribolium castaneum, coleóptero conocido como el gorgojo de la harina, es una especie cosmopolita que tiene su hábitat allí donde hay cereales almacenados, especialmente harina, y que se desenvuelve bien en la oscuridad. Esto hace que la percepción visual sea poco útil y que la atracción química sea el medio más eficaz de establecer interacciones entre los individuos. De hecho, se ha identificado químicamente una feromona de agregación, segregada por los machos, que atrae por igual a machos y hembras. La apariencia externa de los adultos de ambos sexos es casi idéntica y no existe evidencia de cortejo previo a los intentos de monta por parte de los machos. Los resultados que obtuvimos en nuestra investigación nos permitió concluir lo siguiente: 1) los machos de Tribolium castaneum montan en proporción similar a machos y a hembras, como si fuesen incapaces de diferenciar entre ambos sexos; 2) no existe una relación entre las tasas de homosexualidad y la actividad sexual de los machos, lo que parece descartar la hipótesis citada anteriormente; 3) existe variabilidad genética para la tasa de copulación homosexual entre los machos de Tribolium, establecida por medio de un experimento de selección artificial y del análisis de líneas consanguíneas y de sus cruces; 4) esta variabilidad para la tasa de copulación homosexual parece deberse más a diferencias en la propia habilidad de los machos para montar a otros individuos, machos y hembras, que a la manifestación de preferencias por uno u otro sexo a la hora de aparearse.

En aras de mantener la imparcialidad entre sexos, comentaremos ahora el caso de las relaciones lésbicas que se establecen en determinadas especies de gaviotas, habitualmente monógamas. Se ha documentado, recientemente, la existencia de parejas formadas sólo por gaviotas hembra, que se cortejan mutuamente y que colaboran en la defensa de un territorio y en la construcción de un nido, en el que incuban durante varias estaciones. Aunque la mayor parte de los huevos que ponen (80%-90%) no son fértiles, el que algunos lo sean indica que las hembras en cuestión mantienen, aunque sólo sea esporádicamente, relaciones heterosexuales. Es evidente que el éxito reproductor de estas parejas es menor que el de las heterosexuales, pero el cuento no acaba aquí. Se sabe que las gaviotas de estas especies sólo pueden llevar la incubación a buen término si los dos individuos de una pareja se turnan, de manera que dispongan de tiempo para alimentarse en los ratos libres. Por ello, cuando existe un exceso de hembras, las que no consiguen emparejarse son incapaces de tener descendencia, aunque hayan sido inseminadas. En estas condiciones, establecer una relación homosexual que asegure la cooperación necesaria para otorgar viabilidad al posible producto de algún escarceo heterosexual, puede ser preferible, en términos evolutivos, a permanecer con las alas cruzadas. Se trata, en definitiva, de «hacer de la necesidad virtud».

El estudio evolutivo de cualquier tipo de comportamiento es siempre complejo, pero todavía lo es más cuando el objeto de estudio es la conducta humana. Por una parte, hay una enorme «distancia» entre las distintas fases que caracterizan el proceso ontogénico de la conducta humana (genes-sistema nervioso-cultura). Por otra, existe un problema metodológico obvio. Por razones éticas no es posible someter a los seres humanos a las pruebas y a los controles experimentales que requieren un estudio de este tipo. Esto introduce un elemento nuevo en la discusión: el de la validez de la metodología científica utilizada. El problema se agrava cuando el carácter estudiado, como sucede con la homosexualidad, es ciertamente polémico y, por ello, puede condicionar la objetividad del investigador.

Simon LeVay, neurobiólogo que ha desarrollado su labor investigadora en la universidad de Harvard y en el Instituto Salk de Estudios Biológicos, ha analizado, en un interesante libro titulado El cerebro sexual, las bases biológicas de la sexualidad y de la orientación sexual humana. LeVay, que manifiesta su condición de homosexual y es fundador del Instituto de la Educación de la Homosexualidad Masculina y Femenina, defiende como hipótesis de trabajo la existencia de una base genética en la determinación de la orientación sexual. Esta hipótesis, a pesar de las importantes aportaciones del autor, todavía no puede considerarse probada.

En lo que sigue, hemos resumido los trabajos más importantes que se han realizado sobre este tema en los últimos años, incluyendo la contribución de LeVay, y los hemos agrupado, para un mejor análisis, en tres apartados: estudios hormonales, estudios de diferenciación sexual del cerebro y estudios genéticosUna extensa revisión en torno a diversos aspectos de la homosexualidad se puede encontrar en el libro titulado La homosexualidad (Cátedra, 1989), del que es autor el filósofo de la biología Michael Ruse. También se aborda este tema con amplitud en el libro, de reciente aparición, La homosexualidad: un debate abierto, coordinado por Javier Gafo (Desclée De Brouwer, 1997)..

Los estudios hormonales han resultado atractivos desde antiguo. Durante muchos años se especuló con que los niveles de andrógenos y estrógenos en el adulto determinaban su orientación sexual, hipótesis que pronto se vino abajo por falta de pruebas y que fue sustituida por la tesis de que las hormonas determinaban la orientación sexual actuando sobre el desarrollo cerebral durante el período prenatal. Según esta nueva hipótesis, altos niveles prenatales de andrógenos durante un determinado período crítico del desarrollo producirían heterosexualidad en los hombres y homosexualidad en las mujeres. A la inversa, bajos niveles fetales de andrógenos provocarían homosexualidad en los varones y heterosexualidad en las mujeres.

El apoyo empírico a estas ideas proviene, sobre todo, de estudios realizados con ratas. Se comprobó que ratas hembra que fueron expuestas a andrógenos durante este período crítico del desarrollo muestran una conducta de apareamiento «masculina» con mayor frecuencia que las hembras normales. Por su parte, las ratas macho privadas de andrógenos durante el mismo período muestran una conducta receptiva en el apareamiento, arqueando su lomo (lordosis), típica de las hembras. Ahora bien, la analogía entre el comportamiento sexual de las ratas y el de los seres humanos es, cuando menos, confusa y, además, las pruebas aportadas en favor de un fenómeno similar en humanos, como por ejemplo el aumento de homosexualidad entre los hombres nacidos durante e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, atribuido a un alto grado de estrés maternal, son francamente débiles.

A pesar de que se ha investigado con intensidad desde hace tiempo, el examen anátomico y microscópico del cerebro no revela diferencias notables entre ambos sexos. En 1978, Roger Gorski, de la universidad de UCLA, descubrió que, en las ratas macho, el tamaño de un grupo de células próximas a la parte anterior del hipotálamo era un poco más del doble que la misma zona en las ratas hembra. Esta región del hipotálamo se ha relacionado con la conducta sexual típicamente masculina. A modo de ejemplo, machos de primates con lesiones en esta zona se manifiestan indiferentes ante las hembras, mientras que la estimulación eléctrica de esa región provoca que un macho inactivo se acerque a una hembra para montarla. Posteriormente, estos estudios fueron efectuados en humanos analizando un área del hipotálamo equivalente a la estudiada en ratas. Se encontraron cuatro núcleos intersticiales en el hipotálamo anterior potencialmente equivalentes (NIHA), de los cuales al menos el tercero parece tener un tamaño mayor en los hombres que en las mujeres.

Recientemente, Simon LeVay (1991) encontró que este núcleo (NIHA3) era también más pequeño –similar en tamaño al de las mujeres– en varones homosexuales que en heterosexuales. Si estos resultados se confirman en trabajos ulteriores y, al mismo tiempo, se identifica la relación funcional de estos núcleos intersticiales del hipotálamo con la conducta sexual, se habrá realizado un avance importante en la comprensión de los posibles mecanismos biológicos implicados en la orientación sexual.

Los estudios genéticos sobre la homosexualidad se han centrado, sobre todo, en el análisis del parecido fenotípico entre parientes. La dificultad que presentan estos trabajos es que la semejanza fenotípica que se encuentra entre parientes puede deberse no sólo a compartir, en mayor o menor grado, los mismos genes, sino también a compartir ambientes similares, razón por la cual, la tarea de separar la herencia cultural de la genética es casi imposible en nuestra especie.

Los gemelos monocigóticos se originan por segmentación de un único embrión, por lo que son genéticamente idénticos. Los gemelos dicigóticos están producidos por dos espermatozoides que fecundan a dos óvulos y genéticamente no se parecen más que dos hermanos cualesquiera. En un estudio reciente en el que se estudiaron 56 gemelos monocigóticos y 54 gemelos dicigóticos, junto con 57 hermanos adoptados sin relación genética entre sí, la concordancia (probabilidad de ser homosexuales los dos cuando uno de ellos lo es) fue del 52% en los gemelos monocigóticos, del 22% en los gemelos dicigóticos y del 11% entre los hermanos adoptados no emparentados. En el caso de los hermanos normales la probabilidad se reduce a un 9% mientras que en la población general se sitúa entre el 1 y el 5%. Otro estudio, en el que se analizó el comportamiento homosexual de las mujeres utilizando 115 parejas de gemelas y 32 de hermanas adoptadas no emparentadas, encontró una concordancia del 48% en las gemelas monocigóticas y del 16% en las gemelas dicigóticas. Estos estudios parecen indicar que existe una influencia genética en la orientación sexual, aunque lo único que muestran seguro es que entre individuos genéticamente iguales, como son los gemelos monocigóticos del estudio, el hecho de que uno fuera homosexual era compatible con que, en el 50% de los casos, el otro no lo fuese. En todo caso, la validez de este tipo de trabajos está siempre cuestionada por los métodos utilizados para reunir a los encuestados y por la forma de entrevistarlos.

Los estudios sobre marcadores moleculares en el cromosoma X constituyen, hasta el momento, la prueba más reciente y más directa sobre la posible base genética para el comportamiento homosexual. Al igual que en muchas otras especies animales, la determinación genética del sexo en nuestra especie es de tipo cromosómico, de forma que las hembras son XX y los machos XY. Una investigación realizada en Estados Unidos en 1993 se centró en la transmisión del cromosoma X materno dentro de núcleos familiares con dos hijos varones homosexuales. Se hicieron pruebas con 22 marcadores para el ADN del cromosoma X encontrándose que, de 40 parejas de hermanos homosexuales analizadas, en 33 de ellas se había heredado la misma región Xq28 del cromosoma X materno, lo que parece indicar que alguno de los cientos de genes presentes en esa región cromosómica podría estar involucrado en el comportamiento homosexual. Estudios posteriores realizados en 1995 han confirmado estos hallazgos a la vez que mostraban que esta región cromosómica no está involucrada en la orientación sexual de las mujeres.

Si se confirma la existencia de variabilidad genética para la orientación sexual, será necesario elaborar una explicación evolutiva. La dificultad, como ya hemos comentado, radica en que, si los individuos homosexuales tienen menos descendencia que los heterosexuales, los genes responsables de la homosexualidad deberían desaparecer. Ahora bien, en realidad no existen estudios sobre la auténtica eficacia biológica de los individuos homosexuales en las sociedades humanas actuales ni, mucho menos, en las pasadas. Caben, por tanto, distintas explicaciones. Podría haber ocurrido que durante gran parte de la evolución humana la dinámica social obligara a reproducirse a varones y hembras con independencia de su orientación sexual, por lo que los supuestos genes subyacentes habrían resultado efectivamente neutros. También podría existir una correlación genética positiva entre la propensión a la homosexualidad y la actividad sexual, de forma que aquellos individuos sólo parcialmente homosexuales (bisexuales) tuviesen un número igual o mayor de descendientes. Otra posibilidad sería la de que los genes de la homosexualidad condicionasen el desarrollo de otros comportamientos beneficiosos, como una menor agresividad o una mayor capacidad verbal, que permitan compensar la pérdida de eficacia biológica que produce la orientación sexual.

En esta línea, se encuentra la propuesta que ha sugerido el conocido sociobiólogo Edward O. Wilson para explicar la existencia de homosexualidad. Supongamos que la primitiva sociedad humana estaba organizada en pequeñas unidades familiares, de manera que había unidades formadas sólo por individuos heterosexuales y otras que incluían individuos hetero y homosexuales. Supongamos también que estos últimos ayudasen a alimentar y educar a los hijos de sus parientes, con lo que compensarían la menor descendencia propia con un aumento de la probabilidad de supervivencia de sus sobrinos, primos, etcétera. De este modo, los genes de la homosexualidad podrían mantenerse favorecidos por un proceso que se conoce como selección familiar.

Una hipótesis de este tipo, aunque plausible, tiene un carácter altamente especulativo, sin posibilidad real de contrastación empírica. Especular de esta forma y con este tipo de cuestiones, puede ser visto como una auténtica frivolidad científica o, incluso, como un intento de defender, mediante un discurso de apariencia científica, determinado tipo de posiciones ideológicas. Ahora bien, para ser justos, conviene recordar que otras explicaciones alternativas, de corte sociológico, psicológico o psicoanalítico, no están mejor fundamentadas.

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