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El continente vital

HISTORIA DE EUROPA

Miguel Artola (dir.)

Colegio Libre de Eméritos/Espasa Calpe, Madrid

2 vols. 1.800 pp.

80 €

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Historia de Europa es un proyecto sin precedentes y extremadamente ambicioso. Nunca anteriormente tantos estudiosos españoles habían afrontado un tema tan vasto. Comenzando con la prehistoria y acabando en el presente, veintisiete autores contribuyen con un capítulo o subcapítulo completo sobre su especialidad. Miguel Artola abre perspicazmente los dos atractivos volúmenes de casi un millar de páginas cada uno: «La historia de Europa se caracteriza por la semejanza de sus instituciones, y el cambio de éstas se produce siempre en la misma dirección, aunque no al mismo tiempo» (p. 13). Los europeos compartieron diferentes ritmos y variantes de tendencias demográficas, sociales, económicas, políticas e intelectuales similares. Aunque Historia de Europa es comprensiblemente eurocéntrica, los autores no ignoran la poderosa influencia del continente –definido desde el Atlántico hasta los Urales y desde el Mediterráneo hasta el Ártico– fuera de sus propias fronteras.

Martín Almagro señala que, en la Edad del Bronce (ca. 2000 a.C.), el uso y el valor simbólico del metal estaban entrelazados, a pesar de que el primero fuera anterior al segundo. La acumulación de metal y ganado se convirtió en la base de la riqueza. El autor elabora historias breves pero elocuentes en torno a la cerámica, un oficio que demostraba el dominio del fuego por parte del hombre; al alcohol, una tradición europea ritualizada; y a la escritura, que mostraba un intercambio cultural y una urbanización cada vez mayores. La región del Egeo, especialmente la civilización minoica de Creta, pasó a ser el escenario de un gran centro urbano en los milenios IV y III a.C. La urbanización favoreció el comercio y una primera oleada de individualismo adquisitivo. A partir de 1400 a.C. se produjo una crisis clásica en forma de tijera de resultas de un crecimiento de población mucho más rápido que el de los víveres, lo que dio lugar a un conflicto que acabó con el primer sistema urbano europeo de las civilizaciones tanto micénicas (Grecia continental) como minoicas. El autor nos recuerda que la guerra ha sido una parte intrínseca de la historia de la humanidad «desde los más remotos tiempos» (p. 75). Así, ignorar la historia militar deshumaniza al hombre prehistórico. Al igual que sus sucesores, aquél se mostró capaz de matar en nombre de la defensa de la comunidad. A partir del siglo VIII a.C., cuando el menos costoso hierro sustituyó al bronce, las armas pasaron a ser habituales entre las clases bajas. En Grecia los hoplitas combatían con sus propias armas y aceptaban la disciplina de grupo para defender una ciudad o Estado.

Manuel Bendala se ocupa del centro del mundo antiguo, el Mediterráneo, desde una perspectiva braudeliana de geografía y ecología. Carne, bonito, trigo, aceitunas y vino han mantenido a sus habitantes durante milenios. Este rico sustento constituyó la base para la hegemonía de la antigua Grecia, Cartago y, finalmente, Roma. La supremacía en la Edad Mediterránea –al igual que la de su sucesora atlántica– se basó en el dominio marítimo. Éste, a su vez, dependió de las aptitudes tecnológicas y, particularmente, de las relacionadas con la navegación. Roma poseyó un talento especial para adaptar la tecnología de sus rivales y desarrolló amplios centros urbanos. Atenas contaba en su esplendor con trescientos mil habitantes; Roma, con un millón. Para ser abastecida necesitaba controlar el mar, especialmente la ruta hacia el aceite de oliva y el trigo españoles. Las ciudades tanto de Grecia como de Roma promovieron la filosofía (Platón y Aristóteles) y el arte (templos y esculturas de mármol).

Víctor Alonso prosigue con habilidad la exploración de la cultura urbana de la antigua Grecia, en la que convencer era tan importante como vencer. La imaginación política griega formuló el «vocabulario de la ciencia política actual: monarquía, tiranía, oligarquía y democracia […] anarquía o demagogia» (p. 183). Del mismo modo, Tucídides creó un modelo para la historia política e imperial. Roma no parecía tan creativa intelectualmente, pero consolidó una moderada oligarquía que pudo integrar a los diversos pueblos que había conquistado de un modo más eficaz que cualquier otro imperio de la Antigüedad. Demostró ser también capaz de expandir la ciudadanía, acompañada de pan y circo, para sus propias clases más modestas.

Carlos Thiebaut ahonda en las extraordinarias contribuciones griegas a las matemáticas, la geometría y, especialmente, la filosofía. Isidro Bango nos brinda un espléndido análisis del Partenón, que expresaba los ideales griegos de belleza geométrica, o lo que él llama «la necesidad de corregir la naturaleza». Bango no se olvida del genio romano en las obras de ingeniería, especialmente el uso del hormigón. Hasta 1958, la «cúpula de hormigón [del Panteón] constituyó todo un récord mundial de extensión en hormigón» (p. 296), sólo uno de los muchos hechos reveladores que aparecen a lo largo de estos volúmenes. El «triunfo de la Iglesia» fue realmente «la romanización del cristianismo» (p. 304), no la cristianización de Roma. Tampoco se olvida de su rico legado jurídico.

Jose Ángel García de Cortázar se ocupa con gran habilidad de los comienzos y la historia medieval del cristianismo, a pesar de que su tratamiento de ciertos temas, como la relación entre cristianismo y judaísmo, no convencerá a todos los especialistas. El celo misionero de estos cristianos tanto en Occidente como Oriente tenía su único homólogo en los seguidores de Mahoma que surgieron varios siglos más tarde. El choque entre estas dos grandes religiones proselitistas era inevitable y contribuyó a formar una identidad europea inseparable del cristianismo. Los judíos eran un enemigo interno que podía o no ser tolerado; los musulmanes, uno externo que provocaba un temor universal. Los primeros no constituían una amenaza militar; los últimos sí lo hicieron durante la mayor parte de su existencia, incluido el presente.

Miguel Ángel Ladero recupera una perspectiva braudeliana en su denso tratamiento de la demografía y las migraciones desde la caída del Imperio Romano hasta la Edad Media. Al mismo tiempo, no olvida las innovaciones políticas y religiosas. Europa se distinguía de otras civilizaciones porque ofrecía autonomía (no separación) del poder secular y religioso en la Alta Edad Media. Ningún individuo o institución europea pudo nunca amalgamar los dos por completo. Incluso cuando las monarquías nacionales –y sus parlamentos– empezaron a consolidarse, la fragmentación de sus poderes internos y externos produjo guerras interminables, además de beneficios y competencia económica. Esta última –promovida por parlamentos poderosos en los Estados marítimos de Venecia, Inglaterra y Holanda– dio lugar a que Occidente superara económica y, más tarde, también militarmente a otras civilizaciones aparentemente más unificadas –los imperios otomano y chino– durante la Edad Moderna. Como señala Juan Eloy Gelabert en su fascinante ensayo, los árabes (y, en realidad, los chinos) no fueron tan ambiciosos como los europeos en sus exploraciones de los océanos. Ni, como añade Javier Espiago, fueron tan avanzados en la confección de mapas.

Aumentando la brecha entre civilizaciones, la introducción de nuevas cosechas procedentes de la recientemente descubierta América y la reorganización de la ocupación de tierras en los países europeos más avanzados crearon una revolución agrícola que dio lugar a un crecimiento urbano espectacular por la costa atlántica. El asombroso progreso de la agricultura y el comercio permitió que el Atlántico sustituyera al Mediterráneo como el centro de la economía mundial en los siglos XVI y XVII. El resurgimiento de la vida urbana y la autonomía cada vez mayor de las jurisdicciones políticas –ya se tratara de ciudades republicanas o de naciones incipientes– en la Europa medieval y renacentista favoreció expresiones más individualistas y protonacionales de religiosidad que desafiaron el control católico romano. Prefigurando la Reforma protestante, los movimientos iniciados por John Wycliffe en Inglaterra y Jan Hus en Bohemia a finales del siglo XIV pusieron el énfasis en la fe personal al tiempo que –paradójicamente– desencadenaban protestas colectivas.

José Ignacio Fortea brinda una excelente exposición de la sociedad estamental, que ordenó formalmente Europa durante un milenio. El autor establece un marcado contraste entre el ascenso de un campesinado libre en Europa occidental y una servidumbre continuada en la oriental. También explora las complejas relaciones entre monarquías, noblezas y cleros. Fernando Quesada, en «La guerra con armas blancas», analiza con destreza varios milenios de armas y guerras en Occidente. A pesar de luchas incesantes, Isidro Bango subraya una cierta unidad estética y cultural del Occidente cristiano. La unidad se rompió cuando los pensadores occidentales, como Guillermo de Ockham, se alejaron cada vez más de determinados dogmas religiosos en el siglo XIV. Esta relativa liberación favoreció avances en geografía, geología, botánica y zoología en la Edad Moderna. Juan Pimentel analiza brillantemente el legado clásico y los genios individuales –Newton, Galileo et altera– de la Revolución Científica. También presta atención a las instituciones –las sociedades, jardines botánicos y revistas– de los científicos de vanguardia.

El Renacimiento y la Ilustración no reprodujeron la cultura clásica, sino que la utilizaron para sus propios objetivos. Según Fernando Checa, el Renacimiento y el Barroco se convirtieron en períodos de un orgullo y confianza artísticos sin precedentes, a pesar de que conservaron un fuerte vínculo estético con el estilo gótico. Checa ofrece una perspicaz evaluación de famosos artistas visuales en su contexto cortesano, comercial y religioso. Friedrich Edelmayer explora con habilidad este último, especialmente la disputada expansión de la Reforma. Las divisiones políticas en el mundo católico y el desafío militar del Imperio Otomano debilitaron la reacción católica y aseguraron la supervivencia del protestantismo. Sólo los Países Bajos exhibieron una auténtica tolerancia en la Edad Moderna.

Antonio Miguel Bernal cubre competentemente la evolución de las monarquías «nacionales» y las dinastías imperiales desde el feudalismo al absolutismo. Los reyes se aliaron generalmente con las noblezas, pero el modelo inglés –ascenso de las clases medias, parlamento y monarquía constitucional– acabaría extendiéndose a diversos ritmos por todo el continente. José María Portillo examina el caso de Gran Bretaña (y Estados Unidos) como modelos políticos y económicos de la Ilustración; de Francia (y también el propio Kant) como sus promotores intelectuales; y de España como su contramodelo. Roberto Blanco ofrece una sofisticada perspectiva tocquevilleana que resalta las diferencias entre Europa y Estados Unidos. En este último país, la ausencia tanto de una nobleza del antiguo régimen como de una monarquía absoluta permitieron una transición más fácil al constitucionalismo. En Europa, muchas monarquías (incluidos los Borbones españoles del siglo XIX y principios del XX) no se dieron cuenta de que su supervivencia dependía de la cooperación con el parlamento. Para bloquear las iniciativas reales reaccionarias, los parlamentos europeos ganaron tanto poder que podían ignorar o cambiar fácilmente sus propias constituciones, en contraste con Estados Unidos, donde los tribunales podían frenar iniciativas anticonstitucionales nacidas bien del poder legislativo o del ejecutivo.

Jörg Peter Tugendmann es el autor de una historia clásicamente intelectual que demuestra cómo una variedad importante del romanticismo alemán acabó transformándose en un nacionalismo peligrosamente exclusivista. Joaquín Álvarez Barrientos muestra la diversidad artística de los artistas románticos, algunos de los cuales favorecieron la nación, mientras que otros defendieron al individuo. Fernando Puell ofrece una buena exposición del desarrollo de armas, tácticas y tecnologías durante un período en el que se produjo la nacionalización y la profesionalización de los ejércitos. Estos dos procesos requerían enormes ingresos e inspiraron, por tanto, profundas reformas fiscales en todos los Estados europeos. Francisco Comín ofrece un sólido compendio historiográfico de por qué Gran Bretaña se convirtió en la primera potencia industrial y de cómo se extendió al continente la Revolución Industrial. Los reducidos costes de transporte y comunicaciones alentaron la Segunda Revolución Industrial (1870-1914). Comín atribuye la Gran Depresión de la década de 1930 al fracaso de la cooperación entre las potencias económicas, un problema corregido en gran medida tras la Segunda Guerra Mundial.

En un instructivo ensayo, Manuel Pérez Ledesma analiza el advenimiento de la burguesía, la sociedad de consumo y la cambiante condición femenina en los siglos XIX y XX. José Manuel Sánchez Ron se ocupa de la ciencia (fundamentalmente física, geología y biología) durante el mismo período. Álvaro Soto se atiene a un marxismo previsible, diferenciando nítidamente un socialismo «científico» de otro «utópico» y achacando a los comunistas de consejo tras la Primera Guerra Mundial la falta de «una dirección revolucionaria» (p. 811). Sin embargo, su ensayo proporciona una útil explicación del crecimiento del Estado Social y de la naturaleza autodestructiva de la Unión Soviética. Juan Pablo Fusi escribe la crónica de la «catástrofe» europea del siglo XX: las guerras coloniales y mundiales, el comunismo y los fascismos. Una de las consecuencias de estos múltiples desastres fue la pérdida de la hegemonía europea en el mundo.

Las debilidades de esta colección de ensayos son pocas y, por regla general, menores. Sin caer en una perspectiva tercermundista antioccidental que, por ejemplo, busque de modo inverosímil los orígenes «africanos» de la civilización clásica , es justo señalar que estos dos volúmenes ignoran en gran medida a ciertos grupos minoritarios. Por ejemplo, los gitanos se encuentran ausentes casi por completo, y la historia de las mujeres está presente únicamente en los capítulos del siglo XX. Imagino que los editores de libros de texto en otros países occidentales se habrían mostrado reacios a publicar dos gruesos volúmenes sin la presencia de una sola mujer entre los autores. Palabras extranjeras –especialmente alemanas (Drang, no Drag; Weltbild, no Wetbild) y rusas (pogrom, no progrom [p. 627])– aparecen en ocasiones mal escritas. Un índice de temas y lugares ayudaría a los lectores a consultar esta obra de referencia extremadamente valiosa, cuyas casi dos mil páginas demuestran la profesionalidad, la competencia y, en ocasiones, la brillantez de los historiadores españoles contemporáneos. Merecen contar con un público amplio.

Traducción de Luis Gago – Texto original para Revista de Libros
1. Mary R. Lefkowitz y Guy MacLean Rogers (eds.), Black Athena Revisited, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1996.

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Ficha técnica

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