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Gran Torino: un ogro en el porche

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Los ogros muchas veces esconden un corazón tierno bajo unos modales ásperos y una afición desmedida por los exabruptos. De origen polaco, Walt Kowalski (Clint Eastwood) es un viejo veterano de la Guerra de Corea que acaba de perder a su esposa. Condecorado con una estrella de plata, ha trabajado en una cadena de montaje de Ford durante cuatro décadas. Padre de dos hijos, vive en un suburbio de Michigan. Durante muchos años, su barrio conoció la prosperidad generada por la industria del automóvil, pero cuando el sector entró en crisis, las familias blancas abandonaron sus viviendas, que fueron ocupadas por sucesivas oleadas de inmigrantes hispanos y asiáticos. Walt cuida su jardín y repara cualquier desperfecto. Su garaje, repleto de herramientas, custodia un Gran Torino del 72, con la chapa impecable y el motor en perfecto estado. Obra maestra de la ingeniería, el vehículo funcionará como un Macguffin, empujando el relato y conectando a los personajes. En el porche, ondea la bandera estadounidense. No es un detalle ocasional. La bandera aparecerá en infinidad de planos. Sería fácil apuntar que es una cargante manifestación de patriotismo, pero los recuerdos que atormentan a Walt rompen esa ilusión, poniendo de manifiesto que Estados Unidos no es sólo «la tierra de los hombres libres y el hogar de los valientes», sino también una potencia militar que se ha enredado en guerras injustas, cometiendo horribles crímenes.

Cuando muere Dorothy, la esposa de Walt, las exequias se celebran de acuerdo con el ritual católico. Dorothy era una mujer muy devota que en sus últimos meses estableció una estrecha relación con el padre Janovich (Christopher Carley), un joven sacerdote de veintisiete años, con aspecto de recién salido del seminario. Durante el funeral, la familia de Walt apenas logra disimular su indiferencia, egoísmo y desapego. Sus dos hijos, Mitch (Brian Haley) y Steve (Brian Howe), bromean sobre el futuro de su padre, dejando claro que jamás aceptarían convivir con él. La conducta de los nietos no es menos deplorable. Acuden vestidos de forma inadecuada, juegan con el móvil y farfullan palabrotas. Ni siquiera saben santiguarse. Más tarde, Walt descubre a su nieta Ashley (Dreama Walker) fumando en el garaje. No le agrada su descaro, ni su piercing en el ombligo. Ashley, que nota su aversión, logra reunir el valor necesario para preguntarle qué piensa hacer con su Gran Torino cuando fallezca, pues le encantaría ser la propietaria de un coche vintage. La soledad de Walt es desoladora, pero no se queja. Es un hombre de la vieja escuela y considera una debilidad exteriorizar sus sentimientos.

Durante el velatorio, aparece Thao (Bee Vang), un joven de la etnia hmong que vive en la casa vecina, pidiendo unas pinzas para arrancar una batería. Walt lo despacha sin contemplaciones: «Máchate, rollito de primavera, y ten un poco de respeto. Estamos de luto». No se muestra más amable con el padre Janovich cuando le pide que se confiese, acatando la voluntad póstuma de su esposa. Walt se niega, aclarando que sólo acudía a la iglesia para agradar a Dorothy. El sacerdote no se desanima y lo intenta por segunda vez. Irritado, Walt le espeta que sólo es un joven virgen e inexperto, cuyo trabajo consiste en prometerles la eternidad a viejecitas supersticiosas. En realidad, no sabe nada. Ni de la vida, ni de la muerte. Para dejar muy claro que no piensa hacerle caso, le da con la puerta en las narices. Amargado, torturado y sin ninguna meta, Walt sólo cuenta con la compañía de Daisy, una perra labrador de avanzada edad. De vez en cuando, se reúne con sus amigotes, especialmente con el peluquero Martin (John Carroll Lynch), y el capataz de la construcción Tim Kennedy (William Hill), con los que intercambiaba las típicas bromas machistas. Martin es italiano, Tim, irlandés, y Walt, polaco. Los tres son blancos y católicos. Los tres descienden de inmigrantes. El racismo de Walt expresa el miedo de una nación abocada a construir su identidad en la diversidad y la diferencia, no un odio ciego e irracional.

Eastwood, que produce, dirige e interpreta la película, emplea planteamientos clásicos en sus planos, evitando el efectismo asociado al cine de autor. El espectador apenas nota el movimiento de la cámara, pero eso no significa que no exista un estilo perfectamente definido, cuya meta es contar una historia con eficacia y credibilidad, prescindiendo de todo lo superfluo. Eastwood recurre una vez más a la fotografía de Tom Stern y el montaje de Joel Cox, logrando un equilibrio perfecto entre imagen y relato. Un sencillo plano general muestra al principio de la película la casa de Walt y sus vecinos hmong. Aparentemente, el hogar de Kowalski refleja orden, limpieza, patriotismo, pero se trata de una apariencia falaz. En su interior, reinan la culpa, la soledad y el desarraigo. La casa de los hmong sugiere negligencia, abandono y alienación, pero entre sus muros hay cariño, lealtad, sentido de la familia y compromiso con la comunidad. Todo sugiere que los norteamericanos han perdido los valores de las sociedades tradicionales, despeñándose por un individualismo que conduce a la incomunicación, el gregarismo y la banalidad. Las bandas de jóvenes hmong han caído en los mismos errores, pero de forma más trágica, pues infringen las leyes y suelen acabar en prisión. Podría decirse que han asimilado la decadencia de su país de acogida, no sus virtudes. Es el caso de la banda de Spider (Doua Moau), primo de Thao y su principal quebradero de cabeza. En algunas escenas, la banda de Spider se recorta contra el cielo en un plano contrapicado, pero sólo es un torpe simulacro del aspecto épico de los forajidos del Lejano Oeste. La escena de su caída evidencia su pequeñez, con planos medios o de tres cuartos filmados entre sombras, sin un ápice de grandeza. Por el contrario, Walt se perfila como un verdadero héroe. No por su experiencia como excombatiente, sino por salvar a Thao y su familia de un aciago destino. Sabe que es viejo, que su fuerza y sus reflejos declinan, pero su carácter no se ha debilitado con los años. Aunque en alguna ocasión recurra a las armas, sólo necesita un mechero y un avemaría para terminar con la banda de Spider en una escena que evoca el sacrificio de Cristo. Tumbado sobre el césped con los brazos abiertos, no parece un veterano, sino un padre de familia que ha perdido la vida para ayudar a sus seres queridos.

La amistad que se forja entre Thao y Walt no disimula su deuda con el western. Se trata del clásico proceso de aprendizaje de un novato protegido por un curtido pistolero. Ambos personajes aprenden a quererse y respetarse, pese a sus enormes diferencias. Thao es un joven tímido, pacífico e inteligente. No le importa lavar los platos, ni cuidar el jardín, pese a que los propios hmong consideran estas actividades impropias de la condición masculina. No se atreve a declararse a Youa (Choua Ke), pese a que ésta le dirige miradas llenas de complicidad, demandando su compañía. Walt lo cubre de improperios con cualquier pretexto. No sólo porque intentó robar su Gran Torino del 72, presionado por la banda de Spider, sino porque es blando, apocado e inseguro. Sin embargo, sus imprecaciones escoden un creciente aprecio. Desde su porche, ha observado que Thao es atento y servicial con las personas mayores. Poco a poco, casi sin darse cuenta, asume el papel del padre ausente, pues el muchacho es huérfano. Le enseña a hablar como un hombre (o, al menos, como él cree que deben hablar los hombres), le busca un trabajo en la construcción, le presta herramientas e incluso le deja el Gran Torino para su primera cita con Youa. La escena de la barbería y la entrevista de trabajo son particularmente hilarantes. Cuando apunta con el dedo a los pandilleros hmong o al trío que intenta violar a su hermana Sue (Ahney Her), Walt parece tan duro como Harry Callahan, pero hay una notable diferencia. No es narcisista, ni autocomplaciente. Su conciencia no está tranquila. Sabe muchas cosas sobre la muerte, pero muy pocas sobre la vida. Su estrella de plata procede de una acción abominable. Mató de un disparo en la cara a un soldado de la edad de Thao, que sólo quería rendirse. No es capaz de contárselo al padre Janovich en el confesionario, pero sí a Thao, pues sólo un muchacho de la edad y raza de su víctima puede absolverlo. En ambos casos, una celosía separa a Walt de sus confesores, deslindando el pecado de la inocencia.

El excelente guión de Nick Schenk sortea con eficacia la tentación de la grandilocuencia y la cámara preserva esa cualidad, eludiendo las perspectivas ampulosas o afectadas. Sólo se emplea el primer plano cuando lo exige la situación. Por ejemplo, cuando Walt echa de su casa a su hijo Mitch y a su esposa Karen (Geraldine Hughes), que pretenden ingresarlo en una residencia de la tercera edad. Walt gruñe, literalmente. En esa escena interpreta el papel de ogro, pero cuando salva a Sue, su ira parece la de un ángel justiciero. Sue será quien le abra los ojos definitivamente. Divertida, inteligente valiente y enérgica, le revelará que los hmong no son intrusos, sino una comunidad que aporta grandes cosas a Estados Unidos, fortaleciendo su identidad y no destruyéndola. Además, fueron sus aliados durante la Guerra de Vietnam, lo cual les costó casi el exterminio a manos de los comunistas. Thao y el padre Janovich maduran con la ayuda de Walt. Ambos son el futuro, la vida, el posible renacer de una nación. En cambio, Kowalski representa el pasado, con sus pecados e imperfecciones, pero también con el deseo de redimirse y renovarse. Sus duelos con la abuela de Thao muestran que no es tan fuerte como parece. La anciana escupe con una energía inaudita, que supera los salivazos más salvajes del veterano de Corea.

Walt se había resignado a pasar la vejez contemplado la vida desde el porche de su casa, pero la amistad con Thao, al que dejará en herencia el Gran Torino y su perra Daisy, le brindará la oportunidad de limpiar su conciencia y morir en paz, acompañado por el afecto de una nueva e inesperada familia. Todos los que acusan a Clint Eastwood de fascista y racista, casi nunca reparan en que sus personajes más emblemáticos (Josey Wales, William Munny, Frankie Dunn) se rodean de fracasados e inadaptados que crean familias alternativas. Eastwood finaliza con un plano del mar que invita a la esperanza, mientras se escucha, en primer lugar, su propia voz y, más tarde, la de Jamie Cullum, interpretando al piano el tema principal de Gran Torino. Los ogros brotaron de la imaginación para aterrorizar, pero la mayoría acaban inspirando melancolía, quizá porque son tan frágiles como los niños que se resisten a aceptar las insidiosas limitaciones del mundo real.

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Ficha técnica

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