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My own private Tokyo

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Les contaba en la crónica anterior cómo Japón no defrauda: a diferencia del estereotipo del chic francés que ellos se han construido, los arquetipos japoneses son reales y el viajero encontrará lo que viene buscando ?hay jardines zen y luces de neón suficientes? y se volverá satisfecho y convencido de que Japón es exactamente ese Japón que él concebía. Más aún, además, porque no va a encontrar elementos negativos que enturbien la experiencia: la seguridad es completa, la gente educada, respetuosa y amable. Lo que el visitante necesita es fácil de lograr y todo será como esperaba. Aquí todo es previsible y sucede como uno lo había calculado.

Se pueden mandar maletas de un destino a otro de manera tan simple como ir a una de las miles de tiendas de alimentación que hay por todas partes (combinis, las llaman, contracción de convenience store; 7/11 es más popular aquí que en su Estados Unidos de origen), rellenar un papel, pagar una cantidad mínima y dejar la maleta. Al día siguiente estará donde uno haya dicho. Sin falta. Sin complicaciones. Yamato, la empresa de transportes, funciona como un reloj. Los trenes llegan a su hora, en punto. Y salen a su hora, en punto. El pasado mes de noviembre, la compañía privada Tsukuba Express emitió un comunicado pidiendo excusas porque el tren que debía salir esa mañana de la estación de Minami Nagareyama a las 9.44.40 adelantó su salida a las 9.44.20 por despiste de un conductor que «no miró el horario». Ningún usuario se había quejado o sufrido perjuicio por ese adelanto de veinte segundos, pero la compañía consideró necesario disculparse en cualquier caso. Quien pierde la billetera o el teléfono, lo recupera: suelen aparecer intactos y encontrar milagrosamente el camino de vuelta a su dueño. Nadie te engaña, ni siquiera hay que calcular la propina, porque el japonés no la espera y correrá tras el cliente a devolverle, apurado, los céntimos que haya dejado en la bandeja.

La clasificación que hacía antes ?quienes viajan en busca de lo que quieren encontrar y quienes van, en cambio, a ver qué encuentran? da dos clases de visitantes en Japón: los que vienen con la mochila llena de planes y un programa detallado, y los que vienen de vacío y atentos a lo que recomendemos los locales. No sé si son mejores unos que otros, pero el amigo que espera aquí a los primeros queda frustrado: no hay manera de verse, de coincidir, están demasiado ocupados, rehenes de sus propios planes hechos antes de salir, su tabla Excel llena de objetivos no les deja un minuto libre para lo que uno quiera sugerirles.

Nikko, Kamakura, Hakone, Hiroshima, los pueblos de Gifu, Kanazawa, el parque temático cool obligatorio para la gente del arte en que se han convertido las islas del mar interior de Seto o las incomparables pistas de esquí en Hokkaido son opciones seguras. El turista sabe que va a irse maravillado y apenas le harán falta recomendaciones.

En Kioto hay tanto que ver, tantísimo, que hace falta esbozar una guía. Cómo irse, pienso yo, sin haber visitado Ryoan-ji, el Templo del Musgo, la Villa Katsura; sin pasear y cenar por el barrio de Gion. Entre Kinkaku-ji, el Pabellón Dorado, y Ginkaku-ji, el Pabellón de Plata, yo prefiero la austeridad del segundo, que ni siquiera es plateado. Las dos almas de Japón, de nuevo, representadas en dos templos, uno a cada lado de la ciudad.

¿Y Tokio? Roland Barthes escribió que es una ciudad sin centro, y es cierto. Hay varios centros, muchos tal vez. Basta subir al piso alto de un edificio ?lo mejor son los bares de grandes hoteles, maravillosos algunos; el del hotel Andaz, mi favorito? para darse cuenta de la inmensidad de esta ciudad, una masa urbana inabarcable con la vista se mire por donde se mire. Algo tan grande no puede tener un centro, pensaría uno, pero Londres no debe de ser mucho menor y lo tiene, sin embargo. Tokio no. Tampoco tiene ese tipo de sitios indispensables que facilitan la visita y las recomendaciones, una Torre Eiffel (hay una parecida de pacotilla), un barrio gótico o de Santa Cruz, una parte vieja, un acueducto, una torre inclinada, Ryoan-ji y Gion. Ni siquiera una pinacoteca de las que abarrotan turistas que apenas distinguen Van Gogh de Rembrandt y jamás han pisado un museo en su ciudad. No hay un Prado, un Louvre, una Gioconda, una Capilla Sixtina. Los locales no podemos recomendar por eso el itinerario básico para turistas que tienen casi todas las grandes ciudades.

¿Por dónde empezar, entonces? ¿Dónde centrar al visitante, dónde situarlo en horas muertas? Dependerá del carácter del recomendado que lo encaminemos hacia un sitio u otro: no voy a mandar a mi salón de té preferido al que está deseando perderse por el abigarramiento tecnológico de Akibahara. ¿O es, en cambio, la personalidad de quien recomienda la que prima? El Tokio de los visitantes que me preguntan será, sin duda, el mío, my own private Tokyo, un recorrido por el Museo Nezu, el notable Spiral Building, un paseo por Daikanyama y un tarde en T-Site, mucho más que una librería, el sitio donde me quedaría a vivir sin tener que salir más si hiciera falta. A ello sumo mis kissaten, mis bares de jazz, mis tiendas de discos.

Nada de esto tiene que ver con lo que ustedes puedan imaginar o encontrar en otros sitios. No hay bares comparables a los de Tokio: una barra para ocho o diez personas, camarero de pajarita que se está cinco minutos preparando el cóctel, destilándolo a veces, una botellería de museo: en Tokio ves alcoholes que no habías visto nunca. ¿La idea de bar asiático de las películas? Eso es. En los bares de jazz, una estantería repleta de discos compite en belleza con la de botellas. En un bar mínimo en el Golden Gai de Shinjuku, donde apenas caben ocho personas, recalan los cineastas de culto de visita por aquí.

Disk Union es una bendición para quienes venimos de países donde las tiendas de discos han desaparecido y sólo queda prácticamente El Corte Inglés: cinco tiendas en tres manzanas de Ochanomizu (el nombre de este barrio significa agua para el té), una de jazz y blues, otra de música clásica, dos de rock y pop, y una de heavy metal y rock duro. Hay también discos compactos, pero sobre todo muchos vinilos, nuevos y de segunda mano; discos inencontrables de los Beatles, bootlegs de Bob Dylan, todo el jazz que uno se pueda imaginar. En Shinjuku, creo, aún hay más tiendas, mucho más material, una sólo de los Beatles, otra con todo lo que uno pueda imaginar de Led Zeppelin.

Sumida Coffee, junto al río, es uno de los kissaten de Tokio que tanto me gustan. Un cafecito pequeño, apenas cuatro mesas y una barra para tres personas más. Aquí también hay establecimientos que se llaman café, pero están más cerca de los bares: sirven alcohol y guardan la reputación de cuando eran sitios donde se iba, además, a tratar con las camareras. La literatura de Yasunari Kawabata, de Jun’ichir? Tanizaki, de Kaf? Nagai, está llena de caballeros que salen de noche por los cafés de Ginza y tienen ahí sus relaciones con camareras. Kimie, la protagonista de Durante las lluvias, de Nagai, es camarera en el Café Don Juan en Ginza. Naomi, el personaje perverso de Tanizaki, en el Café Diamante.

Otra cosa son los kissaten; ahí sí se va de verdad a tomar café, blended coffee mezclado por el barista según receta propia en cada sitio y elaborado a la manera artesanal japonesa, un procedimiento casi alquímico con filtros y aparataje precioso que en nada se parece a nuestras máquinas europeas.

Hay kissaten de música clásica donde los clientes no hablan y escuchan con atención religiosa.

¿Sigo? Arquitectura. Puede ser un reto ubicar y visitar los muchos edificios de relieve con que cuenta la ciudad. Yo los voy buscando poco a poco: Antonin Raymond, Kenzo Tange, Kunio Maekawa, Kisho Kurokawa, Fumihiko Maki, Hiroshi Naito, Toyo Ito, Tadao Ando, Sou Fujimoto, SANAA (Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa). Una norma: no me sirven las flagship stores de las grandes marcas; demasiado fáciles de proyectar para ellos y de buscar para uno. Empecemos por la catedral de Santa María, de Kenzo Tange, los edificios brutalistas de Maekawa en Setagaya, la pequeña Casa Azuma en Gaienmae, la International House, el edificio-cápsula Nagakin, de Kurokawa. Después, las casas de SANAA, de Fujimoto.

Mi lista contiene restaurantes de estética sukiya y precio desmedido y otros con una estrella Michelin donde se come por menos de diez euros, muchas tascas de soba y udon ?me gustan mucho los fideos japoneses?, wagashiyas, tiendas de dulces japoneses. Dos universos: el del té y el del wagashi.

Tokio es inabarcable. Una ciudad fea con una lista desbordante de sitios interesantes. Los que vienen con su Excel preparado quizá vean lo que esperan, pero se perderán, en cambio, esos kissaten, el bar de los cineastas en Golden Gai o el de jazz del dueño manco, la taberna del Hotel Andaz, mi salón de té, mis wagashiyas, las tiendas donde podrían encontrar el jazz que quisieran.

Unos y otros se irán encantados. Tokios hay muchos y no hay nada obligatorio. El visitante trae la «fascinación de vuelta» en la maleta y llegará a casa con la impresión de volver de un viaje perfecto.

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Ficha técnica

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