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Frank Capra, o la locura de vivir

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Se acusa a Frank Capra (Bisacquino, Sicilia, 1897-La Quinta, California, 1991) de sentimentalismo e ingenuidad, pero Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace) es una comedia irreverente, chispeante y provocadora que escarnece los prejuicios y los convencionalismos de la América blanca, anglosajona y protestante. Basada en la obra teatral de Joseph Kesselring, que obtuvo un enorme éxito en Broadway, Arsénico por compasión relata la historia de dos encantadoras viejecitas que alquilan habitaciones a hombres mayores, melancólicos y solitarios, con la intención de envenenarlos. Aparentemente inofensivas, tía Abby (Josephine Hull) y tía Martha (Jean Adair) no se mueven por instinto homicida, sino por la piadosa intención de aliviar el sufrimiento de ancianos sin familia, que ya no esperan nada de la vida. Su sobrino Mortimer (Cary Grant) no sabe nada. De hecho, cree que sus tías son un ejemplo de bondad y ternura. Mortimer es un conocido crítico teatral, que se ha hecho famoso escribiendo libros contra el matrimonio, con títulos tan beligerantes como La Biblia del soltero y El matrimonio: fraude y fracaso. Su desafiante soltería se desvanecerá al casarse con la dulce y atractiva Elaine Harper (Priscilla Lane), sobrina de un pastor luterano que vive cerca de sus tías. En realidad, sólo un fantasmagórico cementerio separa las viviendas, dos viejas casonas con vistas al puente de Brooklyn. Nadie sospecha que la residencia de los Brewster oculta doce cadáveres en el sótano. Muchas veces las apariencias no son más que un delgado barniz que esconde grandes dosis de crueldad y violencia.

Después de una discreta boda por lo civil, Mortimer se acerca a casa de sus tías para recoger unas cosas y comunicarles la noticia. Deja un taxi en la puerta, pues desea empezar cuanto antes su luna de miel. Imitando a la mayoría de los recién casados, ha alquilado una suite en las cataratas del Niágara. Mientras Elaine hace las maletas, Mortimer abraza a sus tías, anunciándoles que quemará sus libros para congraciarse con su suegro, el reverendo Harper. Comenzará con su último manuscrito, aún sin publicar, que no escatima sarcasmos sobre el matrimonio. Su tía Abby le ayuda a buscarlo, pero al abrir el cajón de un aparador, se encuentra por azar con un retrato de Jonathan, el hermano de Mortimer. En la foto, sólo es un niño, pero su expresión ya anuncia su carrera como despiadado asesino en serie. Nadie sospecha que se ha escondido en Brooklyn después de su último crimen, acompañado por el Dr. Einstein (Peter Lorre), que le ha operado bajo el efecto del alcohol, con un resultado calamitoso. Jonathan (Raymond Massey) se parece extraordinariamente a Boris Karloff, pero con un aspecto más grotesco, pues las cicatrices son tan visibles que su rostro podría incorporarse sin problemas a la galería de los horrores del Museo de Madame Tussauds. No se trata de un simple ardid del guion, sino de un homenaje a Boris Karloff, que durante años interpretó el papel en la versión teatral, con un contrato que no le permitía tomarse ni una semana de vacaciones, lo cual impidió que participara en la película. Jonathan presume de haber matado a doce hombres en los cinco continentes, ignorando que sus tías han igualado su récord sin moverse de su casa. La locura ha afectado a casi toda la familia, pues Teddy Brewster (John Alexander), hermano de Abby y Martha, se cree Theodore Roosevelt y utiliza las escaleras de la vivienda para repetir el célebre grito del presidente durante el asalto a la colina de San Juan: «¡Carguen!» El magnífico secundario Edward Everett Horton interpreta al Sr. Witherspoon, director de Happy Day, un centro de salud mental con ciertos problemas de convivencia, pues varios internos se disputan el papel de Teddy Roosevelt. Witherspoon ha decorado su despacho con el robot de Metrópolis (Fritz Lang, 1927). Evidentemente, no es un detalle casual, pero es difícil descifrar su significado. ¿Quizá Capra desea sugerir que el hombre moderno ha perdido el juicio por culpa de la técnica, su segunda naturaleza? ¿Pretende lanzar un guiño a Charles Chaplin, que en Tiempos modernos (1936) ironiza sobre el efecto deshumanizador de las máquinas? ¿Puede ser que la locura sólo sea el ocaso de la razón, derrotada por el progreso científico?

Completan el reparto Jack Carson y James Gleason, dos excelentes secundarios. Carson encarna al atolondrado agente de policía Patrick «Pat» O’Hara, que lleva diez años trabajando en una comedia y que, al conocer a Mortimer, se emociona, pensando que ha llegado su gran oportunidad. Gleason (que ya había trabajado para Capra en Juan Nadie) es el teniente Rooney, un oficial estricto y circunspecto que lleva cuarenta y ocho horas sin dormir, intentando averiguar el paradero de Jonathan y el Dr. Einstein. El indudable talento de Carson y Gleason se refleja en sus interpretaciones, convincentes y atinadas. No gesticulan más de lo necesario, pero en ningún momento se sustraen al clima general de locura y exceso que adquiere un carácter superlativo en la interpretación de Cary Grant, transformado en una especie de Harold Lloyd, con facha de galán y cierta bobería romántica. Boris Karloff, Víctor Fankenstein, el Dr. Einstein: la parodia es evidente, pero con una salvedad. El monstruo es terrorífico, pero su creador no es un moderno Prometeo, sino un impostor de poca monta. Peter Lorre acababa de participar en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) con un pequeño papel (el Sr. Ugarte) y pudo resarcirse, con más minutos de metraje, demostrando sus excepcionales dotes para la comedia.

Frank Capra se había hecho famoso con Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1937), Vive como quieras (You Can’t Take It with You, 1938), Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, 1939) y Juan Nadie (Meet John Doe, 1941). Aún estaba por llegar ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946), que marcaría su apogeo y el inicio de su declive. En 1939, Capra había roto su contrato con Columbia Pictures para crear su propia productora, Frank Capra Productions. Llegó a un acuerdo con Warner Brothers para coproducir y distribuir sus películas y se embarcó en uno de sus proyectos más ambiciosos, Juan Nadie, un canto a la democracia norteamericana. Juan Nadie (Mr. Smith) enuncia el credo de «la tierra de los hombres libres» y «el hogar de los valientes»: «La libertad es algo demasiado precioso para ser enterrado en los libros. Los hombres deben exhibirla delante de ellos cada día de sus vidas y decir: “Soy libre de pensar, de hablar. Mis antepasados no podían. Yo puedo. Mis hijos podrán”». Al margen de la exactitud de estas bellas palabras, pronunciadas por un inspirado Gary Cooper, Juan Nadie representó un éxito de taquilla, pero la presión fiscal estranguló los beneficios hasta el punto de forzar la disolución de Frank Capra Productions. La pesadumbre de Capra (doblemente insatisfecho, pues –al margen de los impuestos– no quedó convencido con el final de la película) pasó a un segundo término después del ataque a Pearl Harbor. Capra, que nunca eludió los desafíos (hipotecó su casa para realizar Juan Nadie) voló a Washington y se alistó voluntario en el ejército, que lo nombró mayor y le asignó un puesto en el cuerpo de transmisiones. Antes de incorporarse, pidió una licencia de varias semanas para adaptar al cine Arsénico por compasión. Su objetivo era ganar el dinero suficiente para mantener a su familia mientras durase la guerra. Sabía que película no se estrenaría hasta que dejara de representarse en Broadway, pero la Warner aceptó financiar un proyecto barato y de éxito previsible. Sin extras ni localizaciones exteriores, la película se rodó en estudio en un solo plató y con un solo decorado, compuesto por dos viejas casas, un cementerio y un fondo pintado con los rascacielos de Manhattan, el puente de Brooklyn y una luna llena entre nubes. La impresión de vida y movimiento se consiguió con luces de neón parpadeantes y trenes y coches en miniatura, repitiendo siempre el mismo recorrido. Salvo las escenas iniciales, la trama discurre íntegramente durante la noche de Halloween, con un clima desapacible, que resulta creíble gracias a la perspectiva de dos cámaras encaramadas en sendas grúas y tres silenciosas máquinas de viento, encargadas de mover las hojas de otoño entre las tumbas. El presupuesto era ligeramente inferior a cuatrocientos mil dólares. Jack Warner aceptó y se contrató a los gemelos Julius J. Epstein y Philip G. Einstein, guionistas de Casablanca, que realizaron los arreglos necesarios para extender el papel de Cary Grant, otorgándole mayor protagonismo. Cary Grant sobreactuó por exigencias de Capra, que había dirigido en varias ocasiones a Harold Lloyd y no quería una interpretación realista, sino hiperbólica y manierista, casi de cine cómico, con una gesticulación abundante. Cary Grant obedeció, pero siempre opinó que había realizado la peor interpretación de su carrera. Tal vez para compensar su frustración, Capra hizo grabar el nombre original del actor (Archie Leach) en una de las lápidas del decorado. Grant había cambiado su nombre al nacionalizarse norteamericano en junio de 1942. Al margen del efecto cómico, incluirlo entre los difuntos podía simbolizar el inicio de una nueva etapa en el país de las oportunidades. En fin de cuentas, Capra también procedía del Viejo Mundo y se había nacionalizado en 1920, protagonizando una carrera llena de éxitos. Ambos habían nacido en hogares humildes y encarnaban el sueño americano.

El rodaje empezó el 20 de octubre y finalizó el 16 de diciembre de 1941, pero la película no se estrenó hasta el verano de 1944. Arsénico por compasión se rodó con la intención de ser una screwball comedy, pero sería un error interpretar la cinta como un simple entretenimiento, pues aborda cuestiones como el absurdo, la locura, la muerte, el amor, los problemas de identidad, los dilemas éticos y el conflicto entre realidad y ficción. De entrada, su inicio es un canto al absurdo, con las imágenes de una pelea multitudinaria en un estadio de béisbol. La secuencia no guarda ninguna relación con la trama, pero una voz en off aclara: «En Brooklyn, todo es posible». ¿Cómo interpretar este insólito prefacio? ¿Acaso pretende insinuar que la violencia –habitualmente reprimida por las leyes y los preceptos éticos– sólo necesita un pequeño pretexto para manifestarse? ¿Es un simple gag, que asocia el humor a lo irracional e imprevisible? ¿Nos adentramos en una historia real o en un terrorífico cuento de hadas, como sugieren los dibujos de los títulos de crédito iniciales, con brujas, lechuzas, gatos, pócimas, murciélagos y un castillo encantado? ¿Tal vez la crueldad no es más que un impulso infantil y el mal el residuo de una niñez que se resiste a morir? El absurdo comienzo no es una licencia gratuita, sino el preludio de una comedia donde nadie es quien aparenta. Mortimer presume de haber escrito cuatro millones de palabras contra el matrimonio, pero se comporta como un tonto enamorado. Sus tías despiertan admiración por su bondad y generosidad, pero coleccionan cadáveres en el sótano. Elaine es la hija de un pastor luterano, pero protagoniza una escena erótica en el asiento trasero de un taxi. Jonathan es un asesino en serie, pero se enfurece cuando lo comparan con Boris Karloff, revelando un temperamento infantil. El Dr. Einstein afirma que obtuvo el título en Heidelberg, pero no está claro que realmente haya estudiado medicina. El agente O’Hara representa a la ley, pero se cree un gran autor dramático. El Sr. Witherspoon dirige un sanatorio mental, pero asegura que envidia a sus pacientes, comportándose en muchas ocasiones de forma excéntrica. El teniente Rooney parece inteligente y agudo, pero deja que Dr. Einstein se escape en sus narices y no cree la historia de los doce cadáveres. El taxista que espera a Mortimer acaba creyendo que es una cafetera y Teddy Brewster está convencido de que es el presidente Theodore Roosevelt, vaticinando que será el último Roosevelt en la Casa Blanca. Todos quieren ser otro o no son lo que aparentan. ¿No es una especie de locura colectiva, que escarnece la presunción de normalidad del hombre común?

Arsénico por compasión aborda el tema de la locura desde una perspectiva humorística, pero hay momentos sobrecogedores, como la escena donde tía Martha abre un aparador y guarda el sombrero de su última víctima. Sería muy sencillo interpretar que se trata de una prueba más de la locura de los Brewster, pero es más exacto decir que el horror anida en lo cotidiano. Serán hombres y mujeres insoportablemente normales (y banales) los que cometerán los peores crímenes del siglo XX. Hitler y Stalin no fueron genios, sino individuos mediocres con un poder descomunal. La locura de los Brewster es la locura del ciudadano ejemplar, que acude regularmente a la parroquia y se muestra cordial con sus vecinos. Su conciencia no puede tolerar una blasfemia, pero no le inquieta el exterminio de sus conciudadanos judíos o la destrucción de poblaciones civiles con bombas atómicas. El sueño americano alumbra a Juan Nadie, pero también al presidente Truman, ordenando la devastación de Hiroshima y Nagasaki. Capra no se plantea cuestiones metafísicas, pero se pregunta: ¿quiénes somos realmente? ¿Qué debemos hacer? Mortimer no es un asesino, pero protege a sus tías, convirtiéndose en su cómplice al ocultar la verdad por todos los medios. En Arsénico por compasión, todos mienten, consciente o inconscientemente, incluso los muertos, pues el difunto Sr. Spinalzo –duodécima víctima de Jonathan– usurpa temporalmente la identidad del malogrado Sr. Hoskins, la duodécima víctima de tía Abby y tía Martha. Los dos ocupan sucesivamente el arcón situado debajo de la ventana, provocando hilarantes confusiones. Es inevitable preguntarse cómo puede identificarse la verdad en un mundo dominado por las apariencias. La respuesta de Capra es elocuente, pues sólo muestra el interior del arcón cuando está vacío. La verdad tal vez es únicamente eso.

A pesar de transcurrir en su mayor parte en el interior de la casa de los Brewster, Capra no se limita a primeros planos, planos medios y planos americanos o de tres cuartos, sino que utiliza la escalera de la vivienda para alternar picados y contrapicados, que contribuyen a crear un ritmo vertiginoso y a deformar grotescamente los acontecimientos. Los primeros planos retratan con nitidez a los personajes, captando sus inclinaciones y sus bruscos cambios de humor. Los planos de detalle (la jarra de vino de bayas de sauco con arsénico o el zapato del desdichado Sr. Spinalzo) funcionan como verdaderos macguffins, manteniendo el suspense. Como todos los grandes clásicos, Arsénico por compasión tiene una frase memorable: «La locura ha hecho presa en mi familia y a galope tendido», confiesa Mortimer a una desconcertada Elaine, mientras escucha a sus tías de fondo, celebrando las exequias del Sr. Hoskins en el sótano. Las carcajadas que inundaron las salas de cine en 1944, y que ya se habían escuchado en Broadway, tal vez ayudaron a aliviar el dolor de una guerra con cincuenta millones de muertos. Una comedia no puede cambiar el mundo, pero sí ayudar a soportarlo.

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Ficha técnica

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