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Teatro del otro

LLAMADO NERVAL

Florence Delay

Turner, Madrid

Trad. de Matilde París

168 pp.

17 €

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En 1999, el libro de Florence Delay Llamado Nerval recibió dos premios en apariencia poco compatibles: el Gran Premio de Novela de la Ciudad de París y el Premio de Ensayo de la Academia Francesa. La coincidencia de ambos galardones vino a subrayar la condición desdoblada –casi se diría «escindida»– del género del libro: su carácter de novela poseída por el ensayo, su carácter de ensayo raptado por la biografía y la autobiografía. Como si la escritura de la propia Florence Delay hubiera cedido a un influjo nervaliano enajenador.

Florence Delay, nacida en el 41, es hispanista, profesora en la Sorbona, académica, ensayista, novelista y dramaturga. Su intensa relación con el teatro recorre todos los espacios en torno a la escena: regidora adjunta de Jean Vilar, autora –Graal théâtre, con Jacques Roubaud– y actriz (estuvo frente a la cámara de Robert Bresson en El proceso de Juana de Arco). La pasión teatral la predisponía a acercarse pronto a la lectura de Nerval –ese Gérard de Nerval que prácticamente vivía en el teatro, enamorado de la actriz Jenny Colon–, pero el encuentro ha terminando siendo muy tardío, y ha venido por vía más biográfica que libresca. Es Jean Delay, el padre de la autora, el que ha actuado como catalizador.

Jean Delay y Nerval compartieron una misma condición de hijos presionados por sus padres y ansiosos de justificación; uno era psiquiatra y el otro enfermo mental –aunque también con dos años de estudios de medicina–, pero a los dos distinguía «su gran lucidez y su indómito destino». Este desconcertante emparejamiento –en cuyas articulaciones Florence Delay encuentra el germen de su atracción por Nerval– abre la veda para que el libro proponga otros igualmente atrevidos: algo así como un «incesto de escritura» se adivina en el capítulo titulado «Con Jean Delay», que asocia el presente Llamado Nerval con Aurelia y la enfermedad de Nerval, estudio escrito por el padre; escribir con el padre sobre Nerval es a la vez homenaje y acompañamiento amoroso a ambos, pues para Florence Delay, como para Nerval, «el arte de la memoria es amoroso».

Pero en este baile literario el cambio de parejas es regla, y si unas veces Nerval parece la carabina, otras es el padre quien asiste a los encuentros entre su hija y ese escritor al que ella llama familiarmente Gérard –el nombre de pila por el que lo conoció su siglo–. Pues lo que el libro trata de saber finalmente es por qué le ha llevado tanto tiempo a Florence Delay acercarse a la escritura de Nerval, por qué –dicho con expresión suya– ha tardado tantos años en deshacer el nudo de la cuerda que una noche de enero le sirvió al romántico para colgarse en la calle de la Vieille Lanterne. Explica la autora que desde joven sintió antipatía por los factores mórbidos que parecían entrar en la composición del genio y del artista, y que se empeñó en «demostrar la existencia de un arte saludable». En un principio hay, pues, que adivinarla temerosa y a la defensiva frente a ese oscuro y enfermizo poder literario que quizá la imantaba tanto como imantaba a su padre: Jean Delay, iniciador de la psicofarmacología, se hizo psiquiatra porque pensaba que la enfermedad mental podía acentuar ciertos rasgos de personalidad hasta el punto de desembocar en la creación de un nuevo personaje: una razón bien literaria.

Éste es precisamente el nudo fuerte del libro: la tensión de rechazo y seducción que ejerce la locura creativa y genial. De esa tensión surge un doble movimiento de escritura en la pluma de Florence Delay: si, de un lado, tiende a rebajar el grado de violenta extrañeza que produce la razón delirante, de otro cultiva y nutre su propio relato con hebras procedentes de la potencia fantasmática de la enfermedad de Nerval. Ambos vectores de fuerza –el de la domesticación de la locura y el de su incentivación productiva– logran conjugarse y sobrevivir en un espacio que cabe calificar de teatral, espacio que frecuentan con soltura tanto Nerval como Delay. Nerval quería que su vida y su obra fueran escena teatral, o, dicho en sus términos, lugar donde se reúne la realidad y el sueño, es decir, un ámbito convenido en el que es posible el trasvase entre ambos sin enfrentamiento, en el que es posible ser dos en uno, convertirse en personaje. El teatro es escenificación de autobiografía incierta, y precisamente por ello convenía al escindido Nerval, quien no compartía la tendencia a la confesión íntima que recorría el XIX, y que declaraba: «Me gusta manejar mi vida como una novela». Al inscribirlo críticamente en una imaginaria escena de teatro, Delay logra percibir a Nerval finalmente conforme, entregado a la enfermedad, encarnando una complicidad entre la lucidez y el delirio que pudiera pasar por «normalización» de la locura.

Pero –como he dicho– el relato de Delay no cede solamente a este impulso tranquilizador, sino que se deja contaminar por procedimientos extraídos de la sinrazón nervaliana. Con su percepción desbordada y su interpretación proliferante, Nerval registraba las «extrañas combinaciones de la vida», traducía lo puramente aleatorio en un sistema de causalidad que lo implicaba íntimamente. Florence Delay convierte también las «extrañas combinaciones» de su propia vida en la materia de esta novela-ensayo, busca y encuentra en ellas el motivo de su acercamiento a Nerval y, tras detallarlas, las resume así: «No ha habido semana en estos meses pasados junto a Gérard […] en que las cosas no me hayan enviado una señal, o en que libros ajenos no se hayan puesto a hablar de él». El tejido literario del libro acoge la materia vital de ambos, la obra del uno, la reflexión literaria de la otra: obras, vidas, razón y locura intercambian sus papeles formando un único entramado autobiográfico, literario o ensayístico. Todo desborda sentido –fórmula de la exacerbación de lo razonable–, el significado circula en todos los sentidos y, así pues, las secuencias de la causalidad pueden ser invertidas, el orden de la percepción y la memoria trastocarse; de este modo ha de leerse una de las apreciaciones más luminosas del libro: «La química nervaliana no consiste en revivir los recuerdos en el presente de la imaginación […], sino en vivir el presente […] en un pasado imaginario. Como un palimpsesto invertido donde lo más antiguo estaría en la superficie y lo actual desaparecería». Ciertamente, en la obra del romántico, su presente y su carga vital, a veces entreverada de delirio, quedan difuminados, absorbidos y metabolizados en las formas que adquiere la recreación del pasado. Y es éste un procedimiento de orden teatral donde lo vivo queda subsumido en lo elaborado, y donde –en última instancia– lo autobiográfico se disuelve en lo novelístico. Algo semejante ocurre en la escritura de Delay: el universo de Nerval captura en sus redes ciertos sucesos de la vida de la autora, los dota de sentido aspirándolos e incorporándolos al hermético mundo de signos del poeta: el presente de Delay se lee a través de ese pasado nervaliano, Nerval organiza esta escritura autobiográfica y ensayística. Florence Delay abre paso a lo ficcional y a lo teatral en el seno de lo autobiográfico, género este último que no tiene sentido blindar, ya que –así pensaba también Nerval– «“yo” es una digresión como cualquier otra, una variación del canto general, un lugar de encuentro». «Yo soy el otro», decía Gérard. «Yo soy otro», dirá después Rimbaud. Y la diferencia que inscribe el uso del artículo determinado abre la alteridad al campo de la representación, de la aparición, de lo teatral.

De las virtudes tranquilizadoras o inquietantes que impregnan la escena teatral, Florence Delay tiene gran conocimiento previo. Un conocimiento que incluye reflexión sobre la identidad y sus modos de representación: durante años, dirigió un seminario llamado «El modelo, la copia, la invención», título que apunta hacia la inspección del «yo» y de «el otro» en sus coincidencias, sus diferencias y sus disfraces. Además, en muchas de sus novelas es reconocible una variedad de mecanismos tendentes a la identificación parcial, la sustitución, la enajenación o la ventriloquia narrativas. Si Delay aborda la vida de Catalina de Erauso –en Catalina–, no es para completar o discutir el relato que de su propia vida hiciera la monja alférez, sino para contar las interferencias y las confluencias entre los hechos de las vidas de ambas, para crear un tipo de coalescencia narrativa que –al igual que en este Llamado Nerval– difumine la distancia entre el narrador y su personaje. Ejercicios similares –pero ya dentro de la diegesis– desarrollan otras novelas: en la admirable y exquisita L’insuccès de la fête, la voz narrativa termina dejando su lugar a la voz del poeta del siglo XVI Jodelle, entregado de manera frenética a la preparación de una compleja y teatral fiesta palaciega. También, en el interior de Course d’amour pendant le deuil, la narradora trata de contar su historia como si no fuera su historia, sometiendo su punto de vista y su intimidad al encuadre escenográfico decidido por otro personaje. Las absorciones y préstamos de la voz enunciativa son operaciones centrales de la escritura de Florence Delay: también su narrativa y su ensayo han absorbido el tuétano del teatro, género que es osamenta vital y cultural de la antes actriz y hoy escritora.

Ciertamente, tomar prestada una vida o una voz es maña convencional del género de la novela desde siempre, pero hay en Delay y en otros escritores contemporáneos un nuevo formato de la maniobra del que bien pudiera ocuparse la narratología: se trata de poner en evidencia el juego de fricciones, de ajustes o de contaminaciones entre instancias narrativas; se trata, además, de que la mano que escribe se implique verdaderamente en el juego de la alteridad. Dos ejemplos muy diferentes entre sí –y casi al azar– pueden refrendar tal fenómeno: uno es el de Vidas minúsculas, de Pierre Michon, conjunto de relatos sobre los personajes de su pasado familiar y personal mediante los que se reconstruye de modo caleidoscópico un retrato del autor, como si la autobiografía se escribiera a partir de pedazos de biografías. Más cáustico –pero igualmente sorprendente por sus operaciones de mixtificación y contaminación– es el caso de los pastiches de Héléna Marienské, donde la distancia irónica de la voz autoral se incorpora al habla de La Fontaine, Perec o Houellebecq. La literatura francesa, siempre tentada por la exploración de sí misma, aun en estos tiempos de aparente convencionalidad, está añadiendo otro ingrediente al ya enrevesado tratamiento de la figura del narrador: el autor, el exiliado autor del texto. Un autor que, por lo visto, está resucitando de manera fantasmática y hasta fantasmagórica.

De entre todas las posibles traducciones del título original Dit Nerval, el castellano ha escogido aquella que explicita que Nerval no era el verdadero nombre del escritor: Llamado Nerval; Gérard Labrunie gustó de usar múltiples heterónimos y de deformar por supresión o adición (al albur de su capricho y de su enfermedad) su nombre de pila y ese apellido de elección –Nerval– que era topónimo de una propiedad familiar: como si escenificara una extrema dificultad para fijarse en una identidad nombrable. Existe un autorretrato tardío en el que se representa como un pájaro enjaulado y que lleva por firma «Feu G. rare», donde se puede entender «difunto arrendajo [geai] raro» y también «difunto Gérard». El nombre travestido parece augurar un fatal destino a ese prisionero de la enfermedad. Quizá porque su vida –a estas alturas ya tentada por la muerte– se teatraliza así en lenguaje.

Como el nombre, el título Dit Nerval tiene también algo de jeroglífico y de disfraz. En su segunda lectura, el «dit» es género medieval a la vez lírico y narrativo: y es verdad que éste es un libro sobre Nerval en el que la narración y el ensayo ceden al pulso poético. Pero hay además una tercera lectura, según la cual la palabra de Nerval está siendo invitada a comparecer: «dice Nerval» es fórmula de apertura o de conclusión para un parlamento, y con ella Delay pone en escena a Nerval, y alza el telón narrativo para esta barroca representación de teatro dentro del teatro. Hay en el libro un generoso salario para tan dúctil actor: la sintaxis a la vez musculada y aérea de la autora presta alas al verbo de Nerval, y Gérard deja de ser el pájaro cautivo; es –de nuevo, y tal como le viera su amigo Théophile Gautier– una golondrina inquieta y vivaz, y así revolotea entre estas páginas.

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