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Sombras en la retaguardia

La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura. Madrid 1936-1943

Fernando Castillo

Madrid, Fórcola, 2018

544 pp. 27,50 €

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El aluvión de libros publicados en las últimas décadas sobre la Guerra Civil ha dejado un par de novelas notables y varias monografías de interés, a pesar de que a los historiadores siga costándoles superar ciertas dificultades narrativas. Esclavos como son del dato y de la referencia bibliográfica, les resulta complicado desenredar una prosa enmarañada de nombres, fechas y notas al pie con las que verifican cada uno de los hechos que exponen. Los escritores que, en cambio, eligen la quest como fórmula de escritura factual, logran superar esos escollos técnicos y conseguir una narración tan fluida como emocionanteSe apunta siempre al libro En busca del barón Corvo [The Quest for Corvo], de A. J. A. Symons, como origen de las quests, esas biografías indagatorias, o reportajes biográficos, en las que el escritor se entremete en la historia que cuenta para explicar las dificultades y las sorpresas de su investigación. En España se han publicado unas cuantas, no todas sobre la guerra, de calidad desigual. Me vienen a la mente Morir matando, de Diego Navarro Bonilla; El marqués y la esvástica, de Plàcid García-Planas y Rosa Sala Rose; La desesperación del té, de José Antonio Martín Otín; o El hombre de las checas, de Susana Frouchtmann. Las mejores quests sobre la Guerra Civil son El honor de las injurias, de Carlos García-Alix, y La noche de los Cuatro Caminos, de Andrés Trapiello, aunque también podría considerarse su libro Las armas y las letras como una quest monumental. En nombre de Franco, de Arcadi Espada, es sin duda una quest, como también lo son dos de reciente publicación: Cirobayesca boliviana, de Miguel Sánchez-Ostiz, en la que el escritor navarro sortea no pocos peligros para seguir los pasos de Ciro Bayo por Bolivia, y Los árboles portátiles, de Jon Juaristi..

Fernando Castillo lleva años adscrito a la «pesquisa apasionada», tal y como Miguel Sánchez-Ostiz describió las quests, siempre en la editorial Fórcola, en la que es director de la colección «Siglo XX». En 2012 publicó Noche y niebla en el París ocupado, un libro con un largo subtítulo que da idea de su contenido: Traficantes, espías y mercado negro: vidas cruzadas de César González Ruano, Pedro Urraca, Albert Modiano y André Gabison. Tres años más tarde regresó a los mismos escenarios en su libro París-Modiano. De la Ocupación a Mayo del 68, y de nuevo lo haría en 2017 con Españoles en París, 1940-1944. Constelación literaria durante la Ocupación. En 2015 comenzaría a ocuparse del Madrid en guerra con Los años de Madridgrado, ciudad y escenario al que regresa en este La extraña retaguardia. Personajes de una ciudad oscura: Madrid, 1936-1943.

El libro explica las vicisitudes de un grupo de personajes equívocos y esquinados de la retaguardia madrileña durante la Guerra Civil. Es difícil no sentirse fascinado por un escenario así. A partir del 18 de julio de 1936, Madrid se convirtió en una ciudad tomada por el desenfreno criminal, liberada de todo tipo de ataduras éticas y volcada a la caza del hombre. Era una ciudad que apestaba a miedo y a muerte. Los bombardeos franquistas llenaron las calles de cadáveres, muchos de ellos de niños que murieron bajo los escombros de edificios derruidos. Las checas, tanto las gubernamentales como las de los partidos, fueran oficiales o clandestinas, legitimaron la tortura y el asesinato para vergüenza y deshonra de la República.

Por ellas se movieron algunos de los protagonistas de La extraña retaguardia. Por ejemplo, Alfonso López de Letona, señorito calavera, matón de la Falange y chófer de Antonio Goicoechea, líder de Renovación Española. O Antonio Verardini, un estafador que llegó a ser jefe del Estado Mayor de la columna de Cipriano Mera. También aparecen en estas páginas Antonio Castilla Olavarría, un falangista renegado que terminó en los servicios de contraespionaje de la República; el jefe de los Servicios Especiales, Fernando Valentí; el jefe del Servicio de Información Militar, Ángel Pedrero; el policía David Vázquez Baldominos; el novelista Segundo Serrano Poncela y la periodista Regina García, socialista durante la guerra y primera en dar testimonio de su cambio de bando en su libro Yo he sido marxista. La ristra de nombres es interminable, y entre ellos se encuentra un tal F. L. H., un personaje desconocido que aparece de tanto en tanto sin que nunca llegue a saberse con exactitud su papel en aquellos días.

Castillo los presenta a todos en las primeras páginas del libro. Su estructura es tan sencilla como efectiva. Tras contarnos quiénes son y cuáles eran sus orígenes, en la segunda parte expone qué hicieron y cómo se movieron en los ambiguos escenarios de los servicios de espionaje y contraespionaje, ejerciendo como policías, como agentes dobles o como quintacolumnistas al servicio de los golpistas. No llevaron una vida fácil, pero la mayoría logró sobrevivir. Cómo y en qué condiciones lo lograron es lo que cuenta en la parte final.

La quest es un género un tanto dúctil. Puede ser una investigación sobre una sola persona o puede ser coral; el grado de implicación del autor puede ser mayor o menor, en función del esfuerzo que haya hecho para recopilar fuentes o recabar datos en archivos, bibliotecas o mediante entrevistas; la pasión en la indagación y en el contar, más fría o más exaltada. Pero, si hay algo que resulta imprescindible y esencial en todas y cada una de ellas, es su compromiso con la verdad.

En verano del año pasado, en uno de los «Encuentros de Soria» organizados por el Centro Internacional Antonio Machado, la profesora Soledad Fox Maura disertó sobre su biografía de Jorge Semprún. Comentó en su conferencia el disgusto que le producían las irrupciones ficticias en algunas biografías, con el fin de aliviar el supuestamente estricto corsé de la escritura factual, y puso un ejemplo, simple en apariencia, pero muy habitual: al biografiado, en algún momento del libro, una brisa surgida de no se sabe bien dónde, le alborota el flequillo mientras mira en lontananza. Evidentemente, el biógrafo no estuvo allí en ese momento, ni nadie se lo contó. Ocurre tan solo que jamás ocurrió tal hecho en el momento que se cuenta. Se trata de una licencia ?esto es, de una mentira? incomprensible, innecesaria y ridícula. Hay otro ejemplo que el escritor Arcadi Espada descubrió en la biografía que Pilar Urbano escribió sobre el juez Baltasar Garzón: «Sentado en el borde de la cama, un pie descalzo y el otro aún con el calcetín, Baltasar mira a Yayo [su mujer]. Nota que ella recela». Tan ridículo es el calcetín como la brisa que bate un flequillo. El biógrafo, y también el escritor de una quest, no puede nunca ser omnisciente, porque, como dijo el propio Espada, «la omnisciencia es una técnica (y una moral) ficcional». Hacer uso de ella es romper el compromiso del escritor con la verdad. Una vez destruido, ¿qué confianza nos merece el autor? ¿Cómo podemos fiarnos de lo que nos cuenta en su libro?

Fernando Castillo cae también en el uso de esta triquiñuela vulgar en varios momentos de La extraña retaguardia, aunque la disfrace con un «quizá» o un «probablemente», para ofrecer una divagación con la que transmitir cierta atmósfera en el libro: «Quizá, mientras Fernando Valentí encendía un cigarrillo y hablaba con los otros policías, López de Letona vio por la ventanilla cómo las encinas y los pintos […]» O: «Probablemente, Alfonso López de Letona dormitaba cuando el coche se detuvo […]» En otro momento del libro, inicia un párrafo con un «Hay que imaginar la entrevista en una de las dependencias de la cárcel», para inventarse que el personaje que describe va con mono y alpargatas, sus reflexiones acerca de si está más protegido dentro o fuera de la prisión, y cómo se dio cuenta de que no sonreía desde hacía meses. Casi al final del libro, nuevamente, encontramos a un personaje «con la mirada perdida, encogido y con el cuello del abrigo subido» y el pelotón de fusilamiento «fumando y hablando en voz baja».

Si se cae en esta omnisciencia, es difícil creer nada de lo que se cuenta ya desde las primeras líneas: que en el automóvil donde viaja uno de los personajes, el político Antonio Goicoechea hojea un número de El Debate y que, a su lado, sobre el asiento, hay un ejemplar de Acción Española abierto precisamente por el artículo de Ramiro de Maeztu. El escritor de quests debe valerse de su imaginación para alejarse de la escritura tediosa y mecánica esclava de los datos y conseguir una narración ágil, una prosa musculosa y utilizar los recursos propios de la ficción sin caer en ella. Resulta extremadamente vulgar usar la imaginación para crear manidas escenas de folletín con el fin de aligerar la narración de una historia.

Si el lector, ya desde el principio, muestra suspicacia por lo que está leyendo, no tardará en aumentarla y en convertirla en absoluta desconfianza cuando se encuentre con algunos datos no contrastados. Son pequeñas referencias, quizás imperceptibles para algunos, pero que demuestran la falta de atención del autor sobre algunos temas. Por ejemplo, no se sabe de dónde saca Fernando Castillo que Enrique Castro Delgado fuera el fundador de las MAOC, las Milicias Obreras y Campesinas creadas por el Partido Comunista. Hasta donde yo sé, no hay documento alguno que lo demuestre y el mismo Castro no habla de ello en sus memorias. En otro momento del libro, cuando se refiere a la composición de las comisiones dependientes del Consejo de Orden Público en otoño de 1936, y responsables de la represión de aquellos días en Madrid, dice que una de ellas estaba bajo el mando de Santiago Álvarez Gómez. En realidad, quien estaba al mando era Santiago Álvarez Santiago, uno de los criminales más sanguinarios del Partido Comunista de España, jefe de la guardia del secretario general del Partido y amigo íntimo de Dolores Ibárruri. Santiago Álvarez Gómez formaba parte de las milicias gallegas y estuvo relacionado con tareas propias del comisariado. Con el tiempo, publicó sus memorias en varios volúmenes. Una lectura interesante a ratos y siempre plúmbea, por cierto. Otro de los errores es hablar del año de publicación del libro de Regina García, Yo he sido marxista. Dice Castillo que se publicó en 1952, cuando esa es la fecha de la segunda edición. La primera es de 1946. El dato sería irrelevante de no ser porque el año le sirve para sacar algunas conclusiones sobre qué podía contarse por entonces y qué no en la España franquista. Por otro lado, la fecha de publicación convierte este libro en el primero escrito en España tras la guerra por un renegado del marxismo, lo que tiene algún valor. En 1952, cuando apareció la segunda edición, ya habían visto la luz en España más testimonios de renegados, como los de Enrique Castro Delgado, Rafael Pelayo o Ettore Vanni.

Finalmente, quizá sea el error más importante el de relacionar al anarquista Amor Nuño con Paracuellos. Lo hace en la página 167, en un párrafo que se inicia de una manera un tanto confusa (la cursiva es mía): «También es seguro que el anarquista Amor Nuño, que respaldó la decisión de ejecutar a los presos, probablemente consultó con Eduardo Val […]» O es seguro, o es probable, pero ambas cosas a la vez son imposibles. Da igual. Lo que se revela aquí es un manejo de una bibliografía insuficiente. Ya hablé en Revista de Libros de Amor Nuño y del libro que le dedicó Jesús F. Salgado y en el que demuestra las falacias que sobre el anarquista vertió Jorge Martínez Reverte en un artículo en El País. El libro no consta en la bibliografía de La extraña retaguardia. Es una bibliografía nutrida, pero incompleta, porque Amor Nuño y la CNT crónicas de vida y muerte es una lectura fundamental e imprescindible que aniquila numerosas falacias vertidas durante años sobre la represión en la retaguardia madrileña. Recuerdo ahora que Ignacio Carrión cuenta en sus diarios que recibió una carta de Ian Gibson anunciándole que iba a publicar su libro Paracuellos: cómo fue, y el entusiasmo que mostraba Gibson al contarle cómo había demostrado que no fueron los anarquistas los responsables principales de las masacres, como se creía hasta entonces. Ahora, años después, parece que volvemos al punto de partida, lo que resulta muy descorazonador.

Castillo reconoce que se ha basado en la lectura de tres autores para explicar el contexto en que se mueven los personajes que investiga. Habla de Paul Preston, de Julius Ruiz y de Jorge Martínez Reverte. Resulta todo un tanto contradictorio. Martínez Reverte tiene libros divulgativos sobre la guerra, pero ya sabemos lo que ha hecho con Amor Nuño. Por su parte, las tesis de Preston y Ruiz son esencialmente contradictorias. Lo que hacen es rebatirse uno al otro sobre lo ya comentado: el papel de los anarquistas en la represión. También hablé de ello en su día en Revista de libros.

Respecto a la bibliografía, no hay que menospreciar lo que se ofrece en Internet. Una página de una buena revista digital o de un blog documentado vale tanto como un libro. Solamente cuenta la calidad de la información que se ofrece. Los personajes de que trata Castillo en La extraña retaguardia son viejos conocidos de aquellas personas interesadas en el Madrid de la guerra que han seguido algunos blogs dedicados al tema. Un vistazo mínimo a alguno de ellos le habría servido a Castillo para terminar el perfil de alguno de sus personajes. Como el de Antonio Verardini, un truhán, dicen que ingeniero, muy cercano a Cipriano Mera. De haberle seguido la pista en ciertas páginas, Castillo habría dado con una referencia fundamental, la del Instituto de Historia Social de Ámsterdam. Entre sus fondos se encuentra el archivo de Fernando Gómez Peláez, y en él un escrito extraño y alucinante de Verardini titulado «Los testigos falsos» y escrito en 1945.

Una quest es un ejercicio de complicados equilibrios, que se multiplican cuando, además, se pone la lupa sobre varios personajes. Fernando Castillo ha hecho un ejercicio interesante de estilo, al intentar sortear ciertos escollos propios de una historia plagada de personajes en un escenario convulso. Se ha de delimitar muy bien el espacio que ocupa cada uno, y sobre todo el espacio que ocupa el autor. La principal dificultad del escritor que esparce muchos personajes en las páginas de su libro es impedir que el lector se confunda con tantos nombres y con las relaciones entre ellos. Fernando Castillo es consciente de este hecho, y para impedir el desbarajuste en la mente del lector ha optado por la solución de recordar de tanto en tanto las características esenciales de cada persona, cuando esta vuelve a aparecer durante la lectura. En apariencia es una solución correcta, pero se da el caso de que hay repeticiones cada poco tiempo, a veces incluso en el mismo párrafo, como ocurre en la página 284, cuando habla de Regina García y de su papel como directora de La Voz del Combatiente. En cualquier caso, dependerá del lector la valoración de este intento. Habrá quien piense que es innecesario y repetitivo, y habrá quien agradezca que se le señalen los hilos que unen a unos personajes con otros y que se recuerde quién es quién en este puzle.

Por otro lado, una de las maneras de lograr una escritura atractiva consiste en crear una atmósfera propicia para el lector y que consiga situarlo en un lugar concreto en un momento exacto y hacerlo así partícipe de lo que se narra. Castillo lo intenta con evocaciones que remiten a un mundo muy conocido por él, el del París de la ocupación que ha contado Patrick Modiano en sus novelas, el París de Louis-Ferdinand Céline y Robert Brasillach, el de los marchantes de arte y el de los hombres de la Gestapo, el de Henri Lafont y su banda de la rue Lariston. De ahí que en el libro abunden estas referencias y el uso de la nominación denominativa: lo que no es galdosiano, dickensiano o barojiano, será modianesco. Y no habrá edificio madrileño situado en alguna calle burguesa o aristocrática que no resulte haussmanniano. De nuevo, habrá lectores a quienes se les atragante esta abundancia y repetición, pero también habrá quien encuentre acertada esta manera de crear un ambiente.

Fuera del uso acertado o desacertado de estas técnicas, de las deficiencias bibliográficas o de los errores, resulta indiscutible que Fernando Castillo ha sabido elegir bien el método que ha de emplearse para tratar ciertos personajes y situaciones acaecidas durante la Guerra Civil. En el discurso de Michel Houellebecq con motivo de la recepción del premio Spengler, el escritor insiste en algo que ya es lugar común: «[…] aprendemos más sobre la Francia de 1830 leyendo las novelas de Balzac que leyendo a una docena de historiadores, por muy serios, competentes y bien documentados que sean». Creo que tiene razón, aunque el hecho en sí sea injusto. Porque es injusto que aprendamos más de un capítulo de la Historia a través de las ficciones ?es decir, las mentiras? que de los relatos factuales. También creo que en algún momento esto debería subvertirse y conseguir que se aprenda más de la verdad que de la mentira, de ahí que me parezca importante que los escritores que quieran hablar de hechos abunden en las quests. Mantener la tradición del reportaje biográfico permitiría encontrar soluciones técnicas ?gramaticales y narrativas? a las dificultades de la escritura factual, y hacerla definitivamente atractiva y entretenida a todos aquellos que piensan que la literatura es solamente ficción.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013). Recientemente ha editado Mi fe se perdió en Moscú, de Enrique Castro Delgado (Sevilla, Renacimiento, 2018).

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