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Muestrario de buhonerías

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En este volumen se recogen, con pequeñas modificaciones, los dos libros de relatos publicados por Felipe Benítez Reyes, Un mundo peligroso (1994) y Maneras de perder (1997), a los que se suma ahora una colección inédita, Fragilidades y desórdenes, con la que se viene a cerrar una edición provisional de sus cuentos completos. Esa naturaleza de corpus cerrado se refuerza con la incorporación, en forma de apéndice, de unos textos explicativos donde se esbozan algunos apuntes teóricos sobre el quehacer del cuentista.

Resulta curioso, aunque iluminador, que esas observaciones teóricas tengan una naturaleza negativa, es decir, que su empeño obedezca más a un impulso de refutación que al planteamiento de una propuesta literaria propia. Una de esas observaciones proclama, precisamente, el rechazo a una poética del relato corto con vocación de totalidad, algo que, en opinión del autor, parece haberse convertido en una onerosa obligación para el escritor de cuentos. En la misma línea habría que situar su desacuerdo con «quienes exigen, ellos sabrán por qué, que los libros de relatos mantengan una unidad» (p. 351). Para el escritor gaditano esa coherencia no añade méritos a un libro de cuentos. Por el contrario, se muestra firme partidario de la variedad, fuente de «sorpresas únicas», para terminar proponiendo con cierto misterio: «Demos un poco de confianza, en fin, a los caleidoscopios».

Si me he detenido en estas consideraciones teóricas no es por su importancia intrínseca (el exiguo espacio que se les dedica y la negligencia con que se despachan desaconsejan, por cierto, concedérsela). Podría, además, compartir con el autor su reprobación de cualquier apriorismo impuesto como dogma sobre la actividad creadora, como es el caso de «esa dictadura de la coherencia» (temática o argumental), bajo la que se oculta muchas veces una acomplejada imitación de estrategias novelescas.

Pero sucede que estas vagas ideas teóricas han de confrontarse con los relatos que propician su formulación, y en ese contraste es donde surge la duda. ¿Responden sus cuentos a esos principios esbozados al final de su libro o, por el contrario, son éstos un intento de justificación a posteriori? ¿Son verdaderos principios o bien una forma de prevención? La disyuntiva carecería de importancia si la narrativa breve de Benítez Reyes gozara de la inmunidad que garantiza la excelencia. Pero es el caso que sus valores literarios son, cuando menos, objetables, y que, curiosamente, los principales reparos que pueden oponérsele se beneficiarían de indulgencia plenaria al acogerse a la personal poética ex contrario del autor.

¿Cuáles son esos reparos? Pues precisamente su constante deambular por toda suerte de peripecias, tonos, personajes y ambiciones, la convivencia de los más diversos moldes y referencias. El relato más o menos realista cohabita con el fantástico, los homenajes borgeanos («El maleficio») con las fantasías futuristas («El ordenador»), las fábulas de alcance moral o metafísico con el sainete grotesco («Círculo restringido»). También tienen cabida el breve apunte lírico, los inevitables microrrelatos, la explotación del chascarrillo verbal («La cosa»), la exploración de la memoria generacional, la evocación nostálgica de la niñez, el relato onírico e incluso el guiño a los bestiarios («El hadillo»). De esta forma, la variedad es la única pauta que se acata a lo largo de este libro, conforme a los gustos del autor ya mencionados.

Pero ¿y el lector? ¿Disfruta en la misma medida que el creador de esa pasión por la diversidad? ¿No puede arrastrar al hartazgo este imperio de lo dispar? Cuando leemos a los grandes autores de relatos siempre encontramos esa especie de continuidad que, sin anular la necesaria autonomía y excepcionalidad de cada cuento, le otorga un valor añadido al de la suma aritmética de todos ellos. Para eso no es necesario que el escritor conciba expresamente cada cuento como parte de una colección, sino que sea leal al mundo y al estilo desde el que surgen todas sus historias: pocos libros ofrecen un aspecto más coherente que los cuentos completos de Poe. La unidad sí es una virtud, un valor deseable, pero no es algo que se busca artificiosamente (como parece insinuar nuestro autor), sino una coordenada desde la que el escritor crea sus fabulaciones.

A pesar de todo, sí puede aislarse un elemento común en la mayor parte de estos cuentos. Se trata de su articulación compositiva característica, en la que se constata reiteradamente una fractura insalvable entre el motivo anecdótico que supone el arranque del relato y su desarrollo posterior. Es decir, que las expectativas que despierta una idea inicial más o menos atractiva se desinflan a lo largo del relato, y acaban convirtiendo el chispazo inicial en una simple ocurrencia. En ese trayecto descendente influyen, sin duda, diversas circunstancias, pero la que me parece más evidente es la tendencia inmoderada a lastrar a los personajes y los conflictos que encarnan con toda suerte de pesos muertos.

No acudiré al tópico tendencioso, por no decir corporativista, de airear la condición del poeta metido a narrador. El problema del que estamos hablando está también presente en las novelas de nuestro autor, y creo que tiene que ver más con ellas que con su producción lírica. Porque no se trata exactamente de que la trama, el ritmo o los protagonistas se ahoguen en el ensimismamiento lingüístico (cosa que, con todo, pasa con relativa frecuencia), sino que se diluyan en una profusión de bifurcaciones de distinta índole. En «Nunca entre en Rodie’s», por ejemplo, una serie de prolegómenos y excursos intrascendentes impiden que la verdadera trama no arranque hasta mediada su extensión. En «Lecciones de música» (ejemplo claro de cuento malogrado), el narrador dedica todo un párrafo a explicar la hora en que llegó a su destino, sin que exista otro motivo que la exhibición de guasa. Otras veces son los excesos de un cierto pintoresquismo imaginativo los que determinan que el relato se ramifique y se disperse, sin llegar a profundizar en lo que de verdad importa. Es lo que sucede en Un mundo peligroso, cuyos cuentos parecen el abarrotado barracón donde se expone esa quincalla de la fantasía compuesta por magos y prodigios, latitudes exóticas, variedades circenses y espejismos del deseo. En todos estos casos, un final de fanfarria –que lo mismo puede ser «sorprendente» (¡era un sueño!) o «misterioso»– cierra en falso lo que no puede resolver la necesidad interna de la ficción.

Benítez Reyes ha demostrado en su narrativa su lealtad a una forma torrencial de la fabulación y al chisporroteo verbal, además de un desapego un tanto displicente hacia sus personajes. La novela puede admitir a trámite esta forma de marear la perdiz, aunque luego la rechace. El cuento la repudia desde el primer momento, pues en su pequeño recinto todo lo que no sirve para apuntalar se convierte en instrumento de demolición.

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Ficha técnica

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