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Contra la escritura automática

Estilo rico, estilo pobre

Luis Magrinyà

Barcelona, Debate, 2015

272 pp.

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Los escritores no suelen hablar de su herramienta de trabajo en las entrevistas, que tienden a tratar sobre moral y política, la paz mundial y otros asuntos donde sus respuestas compiten en desventaja con las de las concursantes de belleza. Pero hay numerosos ejemplos de autores que han reflexionado con brillantez sobre cuestiones de lenguaje y estilo. Uno de ellos es Luis Magrinyà y así lo hace en Estilo rico, estilo pobre, que recoge artículos publicados en Eldiario.es y la edición digital de El País, y que el autor define como «un libro de experiencias».

Magrinyà, que trabajó durante nueve años en la Real Academia Española, es escritor, traductor y editor. Esos oficios le han permitido observar desde distintos ángulos el lenguaje. No realiza un análisis de la lengua que muestra la ideología y los supuestos implícitos del discurso, como George Orwell en «La política y el idioma inglés», Rafael Sánchez Ferlosio en sus pecios o Arcadi Espada en sus diarios y su blog. Le interesa, sobre todo, la forma. Habla de lo que mejor conoce –la prosa de ficción– y analiza especialmente dos fenómenos: por una parte, la tentación o ansiedad por elevar el lenguaje y crear un «estilo rico», empleando palabras prestigiosas y huyendo de la repetición, anteponiendo «la profusión a la exactitud». Por otra, el «estilo pobre», plano, impreciso y falto de recursos. Como explica en el prólogo el académico José Antonio Pascual, «A menudo lo que suele tomarse como un lenguaje rico es solo fanfarria, mero floripondio. […] Evitar la repetición de verbos tan frecuentes y de sentido tan general como hacer, tener, dar o decir, sustituyéndolos por sinónimos suyos, no solo sirve para hacer la prosa más expresiva, sino que la convierte, por el contrario, en más imprecisa e incoherente». Hay muchos peligros, pero, señala Magrinyà, «Lo importante, en todo caso, siempre es que uno no acabe diciendo, de una forma u otra, algo distinto –o directamente lo contrario– de lo que quería decir». Al buscar un estilo más noble (y fracasar en el intento), puedes acabar escribiendo una tontería, una ultracorrección, una cursilada o una barbaridad (poseer miedo, realizar los deberes o realizar cosquillas son algunos de los ejemplos que cita el libro): «la buena voluntad de acceder a un registro elevado nos empuja paradójicamente al nivel vulgar, al nivel de la metedura de pata, que no está para nada reñido con el de la afectación». Puede haber choques y confusiones, como la que produce «sacudir la cabeza»: «La coexistencia de una convención con significados más literales es un peligro que un buen estilista habría de considerar […]. Las convenciones, por lo general, insistimos, es mejor que estén muertas y enterradas; en cuanto algo les da un poco de vida, aunque sea por asociación, su funcionamiento como convención queda en entredicho».

En cambio, «el estilo pobre» tiene que ver muchas veces con la prisa o una cierta indolencia: es un descuido, una falta de atención o de reflexión. Errores comunes son emplear palabras comodín (usar, provocar) o calcar construcciones de otras lenguas. Magrinyà recomienda «explorar la variedad sin perder la naturalidad». En todo el libro, pero especialmente en esa parte, las traducciones son importantes, porque aparecen muchas expresiones vertidas al castellano de manera perezosa. «Los fenómenos de la lengua afloran con particular claridad cuando hay dos idiomas en juego, porque, ante las soluciones propuestas para la inevitable dificultad de escribir en un idioma lo que está escrito en otro, se hace muy visible la diferencia fundamental que existe entre lo lingüístico y lo estilístico, es decir, entre lo que es propio de una lengua y sus mecanismos convencionales y lo que es propio de un estilo literario (que también puede ser convencional) o un autor en concreto», escribe Magrinyà. Si la fricción entre dos idiomas nos enseña mucho sobre las peculiaridades de cada uno de ellos, detectar la diferencia entre lo convencional y lo particular es básico para traducir. Además, las malas traducciones son una fuente de contaminación: «La cantidad de palabras “de diccionario” (bilingüe o monolingüe) que adornan la prosa de las novelas nos hace sospechar y no sería la primera vez que una traducción automática (cogiendo la primera equivalencia “en español” que uno encuentra en un diccionario bilingüe) triunfa más allá de las traducciones». Con frecuencia, una traducción discutible se instala en el castellano: un ejemplo sería «respirar pesadamente». Magrinyà dedica capítulos a la manera de traducir algunas expresiones habituales en inglés y evalúa soluciones de distintos traductores. En algunas partes, cuando Magrinyà rechaza los usos impuestos por las traducciones apresuradas y la potencia del inglés, a uno le entra cierta melancolía: quizás algunos cambios sean irreversibles, como otros que llegaron antes, y no muy graves. En otras, parece acercarse al relativismo lingüístico: «da la impresión de que no estamos adaptando palabras, expresiones, formas de decir, sino formas de pensar». Hay un elemento de subjetividad; las soluciones que ofrece no siempre resultan convincentes o mejores que las que critica.

El autor incluye muchos ejemplos –en su mayoría literarios, pero también de periódicos y foros de Internet– que selecciona con cierta arbitrariedad y presenta con un disfrutable sentido del humor. Entre los escritores que aparecen más a menudo está Carlos Ruiz Zafón: su prosa es una mina. Magrinyà también censura algunas de sus propias construcciones (y una del autor de esta reseña). Explica que el diálogo es un recurso problemático y uno de los mejores capítulos es el que dedica a los verbos dicendi («parlanchines»), lleno de hallazgos y sentido común. Señala algunos verbos que sólo aparecen en las novelas, como «espetar» o «mascullar», y que con frecuencia no tienen el significado que les atribuye el escritor. «Muchas veces los tropiezos con la lengua son solo producto de presuposiciones de cierta mentalidad narrativa», apunta. También es divertido y fascinante el rastreo de algunas palabras que empleamos y que –muestra– nadie sabe ya qué significan exactamente: tamborilear, perlar, tintinear. A diferencia de lo que hace Steven Pinker en otro libro reciente, The Sense of Style, donde el autor de El instinto del lenguaje se centra sobre todo en la escritura ensayística, Magrinyà no muestra muchos ejemplos que le gusten, pero da una definición: «El estilo consiste precisamente en la identificación de lo prescindible». «Los automatismos no son bienvenidos», dice Magrinyà: es una de las lecciones más importantes del libro. Inteligente y travieso, lleno de observaciones perspicaces y de soluciones para problemas comunes (cómo escribir del sexo y la violencia, cómo traducir sintagmas muy frecuentes en otras lenguas), Estilo rico, estilo pobre es valioso para escritores, periodistas, traductores, editores y también para cualquiera que se preocupe por la precisión, la claridad y la elegancia del lenguaje.

Daniel Gascón, editor de la revista Letras Libres en España, es autor de Entresuelo (Barcelona, Literatura Random House, 2013).

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Ficha técnica

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