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Esperando al 21

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Pasé mi niñez y mi primera juventud en el barrio de Argüelles. Mi dormitorio era amplio y luminoso. Tenía un pequeño balcón desde el que podía contemplarse el Parque del Oeste y la Casa de Campo. Apoyado en una barandilla de hierro, observaba al funicular que sobrevolaba las encinas y las jaras, adentrándose en una campiña de suaves colinas y pequeños cerros. Desde un sexto piso, el Manzanares parecía un río de un azul melancólico, que espejeaba bajo el sol, acompañando a la Almudena durante los crepúsculos granates y los amaneceres fríos, cristalinos. El Palacio Real, con sus simetrías y exactitudes, borraba cualquier ensoñación romántica. La fachada orientada hacia los Jardines de Sabatini insinuaba que la razón es un ardid del ingenio humano para aplacar el desorden de la naturaleza. Lo caótico y desmesurado nos infunde temor. La proporción y la medida nos hacen sentir que el mundo puede someterse al tamaño del hombre, espantando nuestros miedos. Pasaba muchas horas en ese balcón, disfrutando del placer de no hacer nada, salvo mirar, fantasear y olvidarme de mí mismo. El calor de verano me obligaba a buscar la penumbra del interior, privándome de mi mirador hasta que atardecía. Entre el mediodía y la noche, continuaba perdiendo el tiempo, tumbado en el suelo. Con las persianas bajadas, se respiraba algo de frescor y mis ojos claros descansaban, agotados por el resplandor de principios de julio. A pesar de las altas temperaturas, experimentaba una ligera ebriedad, pues en el aire palpitaba un presentimiento de mar. A veces, desafiaba al bochorno, asomándome fugazmente. Los árboles de la Casa de Campo parecían coral verde o azul, inmóvil en un arrecife con un fondo arenoso, lleno de algas y con diminutos peces ondulándose como flechas que buscan inútilmente su blanco. La lejanía es un discreto ilusionista, que transforma las cosas con una magia invisible, casi perfecta.

En otoño, levantaba las persianas y el paisaje cambiaba. Los árboles del Paseo de Rosales se quedaban desnudos, alfombrando las aceras de amarillo y rojo. No eran colores vivos, sino pálidos y deslucidos, que recordaban la caducidad de la vida. Los plátanos parecían más esbeltos y puros, con la espiritualidad del místico familiarizado con la penitencia y el ayuno. En cambio, las encinas de la Casa de Campo permanecían inmutables, pero ya no parecían coral, sino piedra cantora, con ecos de cítara, laúd y timbal. El viento pulsaba sonidos en hojas y ramas, produciendo una música antigua. El presentimiento de mar se había esfumado, pero la sierra de Guadarrama, con sus moles azules y sus cumbres pintadas de blanco, dibujaban un horizonte limpio, diáfano, que hacía soñar con la eternidad. A principios de octubre, el otoño no era una estación, sino un paraíso cercano, con mañanas tibias y transparentes, que propiciaban la contemplación y el ensimismamiento. Cuando regresaba de la universidad, bajaba por el Paseo de Moret, con una indecible paz interior, observando las ramas que se enlazaban sobre mi cabeza. No hacía falta mucha fantasía para convertirlas en los arcos de una bóveda natural e imaginar que recorría un interminable claustro. Mi serenidad conventual se desplomaba cuando llegaba a la altura de Marqués de Urquijo y el tráfico, con su estrépito de bocinas y plebeyos tubos de escape, avivaba la rutina de la ciudad. En las grandes aglomeraciones urbanas, la poesía se guarece en las esquinas, tímida y silenciosa. En aquella ocasión, la poesía era una anciana que esperaba al 21 de la EMT. Al lado de la estatua del pintor Rosales, se levantaba una marquesina. La anciana había superado los ochenta años, pero no había perdido su belleza. Con los ojos azules y el pelo blanco recogido en un moño, su rostro evocaba a las actrices de otra época, que sólo necesitaban mirar a la cámara para crear una atmósfera sensual y mágica, sin realizar ninguna concesión a la vulgaridad. Delgada y alta, su pequeña nariz recordada la perfección de las estatuas clásicas, con sus rasgos armónicos y sin estridencias. En su mirada se advertía una niñez que se resistía a morir.

No respetaba horarios. Su presencia en la marquesina del 21 era imprevisible, pero recurrente. Aunque solía encontrarla hacia las dos de la tarde, también coincidía con ella a las seis y a las nueve, o a primera hora de la mañana, incluso en invierno, cuando el frío estremecía los huesos y madrugar parecía una medida disciplinaria. Muchas veces llevaba un abrigo beige combinado con un fular amarillo, que anidaba al cuello con gracia y delicadeza. Había algo de emperatriz china en su expresión enigmática. Durante las mañanas soleadas, paseaba por el parque con un canario en una jaula. Se sentaba al lado de una fuente, escuchando el sonido del agua, mientras el pájaro cantaba alborozado. Nunca me atreví a dirigirle la palabra, pues con veinte años la vejez parece algo remoto y ajeno, pero muchas veces viajamos juntos. Yo casi siempre iba de pie; ella, invariablemente, se sentaba y nunca dejaba de mirar hacia el exterior, como si quisiera atrapar y atesorar en su memoria cada imagen, cada instante. Yo me bajaba antes que ella, preguntándome cuál sería su destino. Pensaba que tal vez tenía un hijo en un barrio alejado, pero en una ocasión escuché a dos conductores de la EMT comentando que se hacía la ruta completa del 21 varias veces al día. Ambos especulaban que tal vez era una viuda sin hijos, incapaz de soportar la soledad de un hogar vacío. Esa conversación convirtió mi simpatía en ternura. Pensé en decirle algo, pero temí importunarla y me limité a continuar observándola. Me preguntaba si mi vejez se parecería a la suya, pues ya entonces pensaba que no tendría hijos. Vivía en un piso de renta antigua y presumía que algún día me marcharía de Argüelles, dejando atrás infinidad de recuerdos.

Cuando pasaron varios días sin cruzarme con ella, empecé a pensar que había muerto, pero no me atreví a investigar. Preferí no saber nada, imaginar que seguía esperando al 21, pero a otras horas y que de vez en cuando paseaba al canario, feliz de escuchar su canto cerca de la fuente. Hace mucho que me mudé. Vivo en las afueras de Madrid. Sigo disfrutando de un balcón, pero sus vistas son completamente distintas. Ya no veo encinas, sino fresnos, sauces y chopos corriendo por las márgenes de un arroyo que atraviesa una llanura amarilla. Madrid sólo es un perfil a lo lejos, con rascacielos que presentan el aspecto de afiladas y orgullosas proas, surcando unas aguas cenicientas. En mi jardín se escucha el canto de los verderones. Aunque es diferente del canto alegre y luminoso de los canarios, enciende mi nostalgia de esa desconocida que formó parte de mi juventud, susurrándome calladamente que el tiempo se escribe en el agua, que ninguna huella es definitiva, que todo se borra y que tal vez está bien que sea así. Hace mucho que no subo al 21, pero cuando me he acercado a Madrid y lo he visto bajar hacia el Parque del Oeste, he sentido que mi vida viajaba en él, quizá con la de aquella anciana que esperaba a la muerte con los ojos muy abiertos, complaciéndose con las estampas de una ciudad que nunca amé y que ahora añoro, porque en ella está parte de mi existencia. Nos gustaría que lo que amamos viviera para siempre, pero tarde o temprano todo se desvanece. Vivir es despedirse una y otra vez, decir adiós con pena, impotencia y perplejidad. Siempre he deseado creer en Dios, siempre he sentido que me llamaba desde una casa encendida, invitándome a pisar el umbral, pero siempre ha surgido algo que me ha detenido: la muerte prematura de un ser querido, la sonrisa triunfal de la crueldad, las ásperas objeciones de la razón, tan obstinada como precisa. Quizás esa anciana cuyo nombre ignoro esperaba al 21 porque había aprendido que es mejor aplazar cualquier pregunta y limitarse a contemplar el mundo con asombro y gratitud.

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Ficha técnica

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