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Ningún escritor, por excelso que sea, está obligado a pergeñar, permanentemente, obras que aspiren a la eternidad. Escribir lo que a uno le apetece es virtud de quien no ve la necesidad de entonar la palinodia.Todo autor tiene derecho a publicar una obra que la crítica calificará de «menor». Juan Marsé se puede permitir ese lujo. Es el caso de su última entrega, Canciones de amor en Lolita's Club. Como explicó el escritor a la prensa, la génesis de esta historia se encuentra en el testimonio de una mujer que trabajó en un bar de alterne con la que Marsé conversó, al tiempo que reunía información sobre los expedientes policiales y los burdeles de carretera, legales e ilegales, esos «no lugares» donde mujeres sudamericanas, marroquíes y de los países del antiguo telón de acero pagan con sudores de coito y whiskies de garrafón un largo viaje que acaba, casi siempre, en la cuneta de la vida. Pues bien, con Canciones Marsé ha dado a la imprenta una novela sencillita, sin pretensiones, mientras navega sin prisas por otros mares literarios que suponemos más procelosos.

Adviértase, para empezar, que la historia que nos cuenta Marsé es deudora de sus orígenes: una narración que se interrumpió cuando el escritor se metió de lleno en su magistral Rabos de lagartija y ha acabado finalmente en una novela, crecida a partir de un guión cinematográfico. De lo primero damos fe, ya que la trama de Canciones se desarrolla de una manera que denota su primera vocación de novela corta. En cuanto al guión cinematográfico, son conocidas las decepciones del escritor barcelonés cuando ha visto trasladados a la pantalla títulos fundamentales como Últimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima Montse o Si te dicen que caí. Es decir, que de los trabajos de Aranda, mejor no hablar. Su última experiencia con Fernando Trueba tampoco fue para tirar cohetes. Este cronista recuerda un simposio en la Universidad de Barcelona en el que Marsé encadenaba objeciones a la versión cinematográfica que Trueba hizo de El embrujo de Shanghai. Era el enésimo desencuentro de uno de los escritores más cinéfilos de la literatura española; se debía a un obstáculo que sólo son capaces de superar directores de la talla del John Ford de Centauros del desierto: conseguir reflejar en fotogramas algo tan intangible como el paso del tiempo.
En Canciones de amor en Lolita'sClub subyace la obsesión por el paso del tiempo que arrebata a Marsé, pero no con la trascendencia de otras novelas. Si el tiempo pasa es para que un policía evolucione de la condición de «animal de bellota» a cierto sentido de la humanidad: enfrentarse de forma catártica a su pasado hasta ser capaz de asumir sus problemas personales. Canciones podría ser una perfecta novela negra, de consumo, y no habría ningún tono peyorativo en tal adscripción.Tiene nervio, frase concisa, corruptos, perdedores, sexo, droga, coches a toda pastilla, mala leche, ambientes turbulentos, sangre y una frase lapidaria para abrir boca: «El comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible».

Repasemos la trama: Raúl es un policía chulesco rebotado del País Vasco a Vigo, donde debe investigar un caso de narcotráfico y acaba expedientado por mala conducta hasta verse obligado a volver a su casa familiar de Castelldefels. Allí reencuentra a Valentín, su hermano gemelo, un disminuido psíquico que cocina y sirve copas en el Lolita's Club, bar de alterne regentado por doña Lola, una «gorda madura y risueña de rasgos hombrunos y mirada incisiva». Entre «música bailable, humo congelado, luces turbias, sexo que se presiente», chicas de diversas nacionalidades ponen a cien a los camioneros. Entre ellas destaca la colombiana Milena. Puta triste, con una extraña cicatriz en el muslo «como un garabato sedoso en forma de estrella», mantiene una relación especial con Valentín que Raúl intentará desbaratar con sus métodos de matón. Aunque el policía sólo quiere ver una artera prostituta que pretende aprovecharse de un inocente encoñado, en el fondo envidia a Valentín, un alter ego cuyas limitaciones mentales le han evitado transitar por las sentinas y los lodazales del mundo. Un corazón simple que le saca de quicio.

Novela dialogada por necesidades del guión, Canciones denota, no obstante, la sapiencia descriptiva de Marsé, capaz de trascender de la topografía a la etopeya, sin caer en reflexiones campanudas, ni marejadas de conciencia. Se trata de escribir para ver. Cada capítulo se abre con un «cuadro» de visualidad impecable, listo para rodar. La descripción de una chica de alterne bailando ensimismada en el puticlub encierra toda una pedagogía del desarraigo: «Hay en sus movimientos algo de ceremonia íntima, una terca disposición mental cuya finalidad tal vez no es otra que la de afrontar sonámbula las horas de tediosa espera y los venales requerimientos de cháchara y manoseos que conlleva diariamente su trabajo». El personaje de Milena concentra también esa preocupación sobre el paso del tiempo que sobrevuela la literatura de Marsé. En este caso, del tiempo amarillento de una niñez miserable de chabolas colombianas al presente macilento de una «muñeca rota», un alma en pena que mitiga su hastío con pastillas y las atenciones de un débil mental.

Hemos dicho que Marsé no cae en la tentación de la reflexión, pero sí que aprovecha la ocasión para dar alguna patada en la espinilla de una sociedad que no le gusta nada. En la trama de Canciones se entrevera, por ejemplo, la visión ácida de la telebasura en un mundo que desprecia la dignidad creativa. En uno de los capítulos, Marsé recrea esa podredumbre catódica que nos llevaría a preguntarnos dónde se encuentra la verdadera prostitución: si en los bares de carretera o en los personajillos y sus replicantes que venden intimidades al mejor postor para alcanzar las mejores audiencias en prime time. «El televisor del cercano chiringuito emite con el volumen alto una tertulia con periodistas del corazón y famosillas faldicortas y tetudas, muy pintarrajeadas y con cara de perro». Un hombre protesta e intenta apagar el aparato y la gente se le tira encima. Marsé denuncia el ruido y la furia que entontece a la población, «la violencia verbal programada y sus oleadas no menos violentas fuera de programación…». Hay también, haciendo honor al título, una banda musical, la canción Luna de miel que cantaba Gloria Lasso y que Valentín tararea en voz baja hasta sacar de las casillas a su violento hermano: «¿Qué mierda de emoción despierta esta mierda de melodía en un pobre bobo?», se pregunta Raúl.
 

Canciones de amor en Lolita's Club quedará en un segundo plano en la bibliografía de Marsé pero, precisamente por su desarrollo dialogado y su falta de complejidad literaria, puede llegar a ser una excelente película. El guión está servido, en manos del productor Andrés Vicente Gómez y la directora Gracia Querejeta. On verra.

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