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Buena parte del mejor teatro del siglo pasado se escribió o, cuando menos, se montó contra el drama de salón, esa tradición en la que dos o más personajes dirimían diferencias conversando puertas adentro. Abriéndolas literal o figuradamente, Valle-Inclán lanzó a sus personajes a las calles, Beckett concibió localizaciones abstractas, Ionesco y Arrabal fragmentaron el lugar de la representación, y directores como Peter Brook o Jerzy Grotowski hicieron hincapié en el trabajo actoral para señalar la riqueza simbólica de lo que el primero llamó el espacio vacío y el segundo, un teatro pobre. Las repercusiones dramáticas de todo ello han sido enormes, pero no viene mal señalar que, al mismo tiempo que cobraban auge las nuevas dramaturgias, más o menos a partir de los años cincuenta, la televisión empezaba a llevar a los hogares historias que reproducían al dedillo los dramas de salón. Reducida la cuarta pared a la talla de un ventanuco, el gran público seguía tan interesado como en el siglo XIX en ver gente que dirimía sus diferencias conversando puertas adentro.

Si eso revela la propensión al fisgoneo de nuestra especie es una cuestión que, de momento, dejaremos de lado. Limitándonos a la historia de las formas, digamos que se produjo un reajuste importante: los salones de televisión fueron acercándose al espectador mucho más que los del drama tradicional. Y no sólo en un sentido físico, gracias al zoom de las cámaras. Las convenciones del teatro burgués dictaban que los personajes se comportaban en privado con la misma circunspección que en público. Tras una fase inicial de decoro, en la pequeña pantalla empezó a mostrarse al público abiertamente como en privado, con todas las minucias e intimidades que solían quedar fuera (en lo relativo al decoro, compárese, por ejemplo, I Love Lucy con Friends, por no hablar de You’re the Worst). Sería tedioso probarlo con ejemplos y fechas, pero esta realineación de la perspectiva, aliada a la propia evolución dramática, ha ido modificando, sin duda, el lugar de la vida privada que hoy se ve en escena. Ya no nos reconocemos en conversaciones reveladoras de secretos, o en análisis psicológicos que presuponen una mente ordenada, como un mecanismo de relojería. Queremos ver realidades polifacéticas, y una de las maneras que tiene el teatro de mostrarlas es empleando lenguajes derivados de la televisión y el cine, que son instantáneamente reconocibles.

Entreactos, una muy grata obra influida por esos lenguajes, nació en La Casa de la Portera, donde los actores, como ya se ha escrito en esta misma sección, se encuentran muy cerca del público. Aunque no pude ver la obra entonces, me alegró descubrir una inmediatez semejante en el montaje que se ha trasladado a la sala Off del Lara. Aquí el número de espectadores es mayor, y el espacio escénico se sitúa a unos metros de las butacas, pero las interpretaciones cautivan con una naturalidad envolvente, los escasos movimientos de las actrices hacen que nos concentremos en sus gestos, y el calculado realismo de los diálogos despierta un interés que muchas veces frisa en la identificación. Más familiar aún es el ambiente donde transcurre la historia, un salón de la generación Ikea, con apenas un sofá, una lámpara, una mesita de centro y una alfombra de esterilla. Últimamente, por cierto, casi no hay montaje en el que falte algún mueble adquirido por dos duros en la famosa tienda sueca; pero aquí se justifica plenamente, pues es lo que tendrían los personajes.

Los personajes son Julia (Sara Martin) y Elena (Irene Arcos), dos chicas de treinta años que un buen día se conocen en una fiesta, se enamoran, forman una pareja y luego una familia. En ese sentido, el drama carece por completo de suspense y giros argumentales, pero el logrado texto de María Inés González y Miguel Ángel Carcano, estructurado con gran inteligencia, ofrece escenas autónomas que no sólo plantean y resuelven conflictos, sino que van perfilando vidas llenas de pormenores. Y hay mucho para perfilar. La historia de Julia y Elena se extiende a lo largo de diez años, de los que vemos algunos de los momentos más significativos: la primera escena nos muestra el encuentro casual de las chicas; la segunda, el principio del romance; la tercera, el día en que deciden irse a vivir juntas; y así sucesivamente hasta la llegada de un hijo, pasando por las preocupaciones laborales de cada una, las frustraciones comunes, las crisis, la entrada en la madurez y hasta los silencios.

Algo similar hizo hace unos años François Ozon en el largometraje 5 x 2, que cuenta la evolución de un matrimonio en orden cronológico inverso, empezando por el divorcio y terminando por el flechazo. Haciendo la salvedad de que Entreactos elige una cronología tradicional, hay una preocupación comparable por conferir a cada parte el peso del todo, y por auscultar en los actos cotidianos el pulso de los sentimientos. (También es cierto que la pieza es menos agria que la película, además de mucho más divertida). De manera tácita, una de las preguntas que afloran aquí es: ¿en qué consiste una historia de amor? ¿En un subidón emocional seguido de apego y acostumbramiento? ¿En un «proyecto»? ¿En repeticiones? ¿O será cierto que, como dice una de las chicas, «las cositas graciosas se acaban cargando a las parejas»? Por lo pronto, no faltan esas pequeñas gracias o manías que definen indefectiblemente a cada persona.

Las actrices, que se apoyan en una cuidada dirección, dan cuerpo estupendamente al conjunto de idiosincrasias que conforman a cada personaje. En una entrevista con la revista Godot, Irene Arcos ha dicho que el suyo es alguien «de barrio, de calle» y que fue «sacando el barrio que llevo dentro». Habiéndola visto en Paquito, en la que interpreta a una chica humilde que acaba siendo actriz de éxito, sé que puede sacarse o ponerse el barrio a voluntad. Cabe agregarse que aquí la profesión de su personaje es más precaria (e improbable): Elena es maga. Mientras tanto, la Julia de Sara Martín (una actriz igualmente dúctil) ha estudiado Empresariales y trabaja en un departamento de márketing. Hay, pues, cierto desequilibrio de base, o de clase, en la pareja. Pero lo interesante es lo siguiente: la balanza de poder interna responde a una dinámica propia, que supera los códigos sociales. Más aún: a lo largo de los años, el equilibrio cambia sensiblemente. Primero es Julia, la más fogueada, quien parece llevar el timón de la relación, pero años más tarde es Elena quien empieza a poner los puntos sobre las íes y acaba tomando una decisión crucial. ¿No funcionan así las parejas en la vida real? En cualquier caso, tanto Arcos como Martín canalizan acciones llenas de verosimilitud. Miren a esta última, por ejemplo, transformarse de espíritu libre en esposa celosa, y verán las intermitencias del corazón en acto. U observen en ambas el seísmo afectivo que produce la llegada de un hijo.

No es que la obra sea infalible. Hay detalles de la trama que parecen incluidos expresamente por su resonancia simbólica. La profesión de Elena, por ejemplo, se me antoja una excusa medio huera para hablar de cómo, con el tiempo, en el amor se pierde la magia. Y también hay diálogos, en especial cuando se habla de niños, que suenan un poco sentimentales. Pero nada de ello es grave. De manera admirable, las escenas abarcan desde el humor o la seducción a la tristeza, para conformar un fino retrato de las relaciones contemporáneas. Y en eso, de paso, nos retratan un poco a todos.

Tal sería uno de los supuestos mandamientos del teatro de salón: alzar un espejo que, por parafrasear a Hamlet, enseñe las virtudes y los vicios de los espectadores. August Strindberg intuyó que las cosas son más complicadas: las virtudes suelen ocultar los vicios, por no mencionar que los espejos a menudo deforman. En El pelícano, sin ir más lejos, la supuesta abnegación de una madre oculta su monstruoso egoísmo. Bajo el título conjunto y explicativo de Hambre, locura y genio, la obra se estrenó el mes pasado –también en el Off del Lara– en un programa doble con Débito y crédito. Tras disfrutar de Entreactos un jueves, me pareció una buena idea ir a ver el lunes siguiente cómo se las habían arreglado con Strindberg en ese espacio de dimensiones similares al Intima Teater que el autor fundó en Estocolmo para montar sus llamadas piezas «de cámara».

La sala estaba llena, y las localidades se han vendido casi todas hasta finales de enero, pero apostaría a que no muchos espectadores se llevan lo que se dice una grata sorpresa. Con Débito y crédito, Juan Carlos Corazza, el director, ha hecho algo extrañísimo, una mezcla de sainete y vodevil en la que los actores parecen interpretar cada uno un número distinto a medida que van apareciendo los personajes para reclamarle dinero a un flamante funcionario (Rafa Castejón). Una pareja de campesinos se dirían salidos de Bienvenido, Mister Marshall; una prostituta a la que el funcionario solía frecuentar (Manuela Velasco) entra con aires de Lauren Bacall; los demás van y vienen en una atmósfera de confusión y recriminaciones; y en un momento dado, Castejón, por razones verdaderamente recónditas, hace unos movimientos como de kárate. Reducida a treinta cortos minutos, la pieza termina antes de que uno se dé cuenta de por dónde van los tiros, sin enseñar un solo indicio de la complejidad caracterológica que constituye la gran baza de Strindberg. Y en cuanto termina, los actores se cambian y, sumados a otros, empiezan una frenética versión de El pelícano.

En un sentido, creo saber adónde apuntan el director y sus actores. Sin duda persiguen un Strindberg antinaturalista, exagerado, farsesco, acorde con los delirios de sus personajes. Pero, si no se entiende bien por qué se han combinado dos piezas breves –y por qué estas–, cuesta creer que la elegida sea la mejor manera de interpretar hoy en día a Strindberg. Mi referencia, en este punto, es una vez más La Casa de la Portera, donde Luis Luque montó el año pasado una sobrecogedora versión de El pelícano sofrenando justamente los desplantes de tono para mantener los enormes conflictos en el ámbito apenas entrevisto de la interioridad, adonde sin duda pertenecen. Al revés, Corazza los exterioriza, dando, por ejemplo, Ana Gracia, en el papel de la madre, una especie de gruñido que busca hacer juego con su maldad. Privado de subtexto, el montaje acaba ajeno a la emoción. Y una obra que debería revolvernos las tripas acaba prestándose, como en la función que me tocó, a unas muy incómodas risas.
 

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