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La cinta blanca

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Hitler nunca ocultó la profunda estima que sentía hacia Albert Speer, el joven arquitecto que diseñó la tribuna dórica del estadio de Núremberg, donde se escenificaron las grandes concentraciones del partido nazi. En cambio, Speer siempre lo trató con cierto desdén. En su Diario de Spandau justifica su actitud: «Aunque expusiera con expresión seria, casi solemne, sus grandiosos planes, nunca tuve la impresión de estar escuchando a una persona adulta». Conocer la verdadera faz del hombre que lo encumbró no le impidió aceptar el puesto de ministro de Armamento y Producción Bélica.

El nazismo no es una ideología política, sino una patología colectiva, que hunde sus raíces en una educación intolerante y represiva. Michael Haneke (1942) ya había mostrado en La pianista (2001) que la estricta moralidad siempre esconde un ramillete de perversiones. La cinta blanca (2009) repite la misma tesis. Después de escarbar en las raíces sociológicas del nazismo, Haneke descubre que la intransigencia de una burguesía formada en los principios más severos de la Reforma luterana sólo necesitaba unas circunstancias propicias para manifestar toda su carga de maldad.

El padre de Hitler, un arrogante funcionario de aduanas, educó a sus hijos a golpes de fusta. Los niños no podían mirarle a los ojos y debían acudir al instante cuando los llamaba con un silbido. Su joven esposa jamás objetó nada, pues en el hogar el papel de la mujer se limitaba a respaldar la autoridad paterna. Los deportados a los campos de trabajo y exterminio del régimen nazi recibieron un trato parecido, pero con unos niveles más altos de encarnizamiento. Hay una estremecedora continuidad entre la educación prusiana, basada en la obediencia, el trabajo y la disciplina, y las normas que regulaban la vida y la muerte en Auschwitz y Treblinka. El novelista y ensayista húngaro Imre Kertész, premio Nobel de Literatura en 2002 y superviviente del Holocausto, expresa un punto de vista parecido: «Auschwitz me pareció una exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia».

Los niños de La cinta blanca son los grandes protagonistas de la película, que se subtitula Eine deutsche Kindergeschichte (Un cuento para niños alemán). Se trata realmente de un cuento infantil, pero conviene recordar que los cuentos infantiles suelen ser terroríficos. Haneke ha escogido el blanco y negro para acentuar el contraste entre la inocencia y el mal. La película comienza con un plano negro. La oscuridad se deshace poco a poco, mostrando un pequeño pueblo donde convive una incipiente burguesía con una población campesina. El negro precede al blanco, porque la blancura es irreal. Detrás de esa aparente claridad, hay un pozo oscuro, donde chapotean la violencia y la crueldad. Haneke explota el recurso de transformar el fotograma en un cuadro para advertir que la historia se mueve en un terreno simbólico y metafórico. Es el terreno de las narraciones infantiles, donde la verosimilitud pasa a un segundo plano. Deformar la realidad es necesario cuando se intenta comprender lo irracional. La Shoah fue irracional, innecesaria, costosa. Sólo un cuento infantil puede desentrañar lo absurdo y terrible.

Haneke nos relata la historia de una comunidad que aún no se ha liberado de las servidumbres del Antiguo Régimen. El cacique local es un barón que explota sus propiedades con cierto paternalismo, pero sin cuestionar sus privilegios, que considera otorgados por la voluntad divina. Desde fuera, todo parece inmaculado, perfecto, estático: una estampa que se ha descolgado de la historia, libre de cualquier mancha o infamia. Esta imagen –falsa, fraudulenta, moralmente obscena– se desintegra cuando el médico local sufre un accidente y, más tarde, una campesina pierde la vida en un accidente de trabajo. Son las primeras calamidades que revelarán el malestar de los niños y los campesinos, sometidos a un régimen inhumano que, sin embargo, no se cansa de hablar de pureza y rectitud. La cinta blanca que el pastor de la comunidad impone a sus hijos simboliza la virtud, pero la virtud no puede florecer en medio de la podredumbre moral.

Haneke recurre a la voz del maestro del pueblo para narrar los hechos. Es una voz que reconstruye los acontecimientos de forma retrospectiva, desde una vejez que no se ubica en el tiempo. No sabemos si el maestro nos habla desde la crisis de 1929, la efímera dictadura de Hitler o la posguerra. Sólo apreciamos que ha cambiado su inflexión. El barón y su refinada esposa son «el mundo de ayer», la aristocracia culta y liberal que ha tolerado ciertos cambios para no perder su posición social. El maestro no pretende reformar la escuela. Su discrepancia sólo se insinuará con un anodino cambio de profesión. Su decencia elemental nunca le empuja a la desobediencia o la protesta. Por el contrario, el médico es un malvado sin atenuantes. Mantiene las apariencias, pero abusa de su hija adolescente y mantiene un sórdido idilio con su comadrona y ama de llaves. El pastor es un padre inhumano y un catequista intolerante, que azota brutalmente a sus hijos, alegando que lo hace por su propio bien. Es la pedagogía negra de la que nos habló Alice Miller, donde el castigo físico y la humillación verbal se conciertan para matar el espíritu de los niños, transformándolos en autómatas sin un criterio propio.

Haneke ha iluminado sus escenas con una blancura irreal que se esfuma en las escenas dramáticas. El incendio del granero se desata de noche, el suicidio de un campesino acontece en la penumbra de una miserable letrina, el hallazgo del niño discapacitado con graves indicios de tortura se produce en mitad de un bosque de una negrura que recuerda la atmósfera tenebrosa de las fábulas de los hermanos Grimm. En La cinta blanca se aprecia la sintaxis de Bergman, que abordó reiteradas veces el tema de la muerte. La muerte es un conflicto teológico que está presente en el cine de Dreyer y Bergman, ambos fascinados por Søren Kierkegaard, el Caballero de la Fe. Dreyer acentuó el conflicto entre fe y razón en Ordet (1955), identificándose con el espíritu de la reforma luterana, donde la salvación no depende de las obras, sino de la fe. Su forma de rodar los interiores ha influido innegablemente en Haneke. La escena en que el pequeño hijo del médico habla con su hermana de la muerte recoge las lecciones de Dreyer, donde la luz se llena de sombras y se explotan los primeros planos para reflejar la angustia de unos seres que se resisten a aceptar su finitud. Cuando el niño pregunta a su hermana si no es posible hacer algo para evitar la muerte, resulta imposible no pensar en el existencialismo de Ingmar Bergman, hijo de un pastor luterano.

El parentesco temático y estilístico de Haneke con Dreyer y Bergman no es una mera simplificación académica, sino una forma de enunciar los principios de una poética que rescata los dilemas filosóficos Kierkegaard y Unamuno, donde aún se debaten las viejas tensiones entre el anhelo de fe y el escepticismo racional. Lejos de las innovaciones tecnológicas, Haneke invoca el espíritu de los antiguos maestros, que trabajaron esencialmente con el tiempo, los encuadres, la luz, los diálogos, la interpretación y unos personajes sostenidos por la excelencia del guión. Al igual que Andréi Tarkovski, Haneke pretende «esculpir el tiempo», ignorando esos montajes que discurren a una velocidad vertiginosa, donde se reduce al mínimo la exposición de cada plano. Haneke no explota la técnica del plano y contraplano, pero tampoco incurre en filigranas barrocas, donde se acentúa el dramatismo por medio de picados y contrapicados. Tampoco alardea del plano-secuencia ni del zoom. En cierto sentido, recuerda la sencillez narrativa de John Ford, tan reacio a manierismos y artificios, pero de un asombroso lirismo en su concepción de la luz, el tiempo y el espacio.

Haneke recurre al fuera de campo para algunas secuencias esenciales. Una puerta abierta nos permite observar cómo lavan el cadáver de la campesina muerta en el aserradero, pero sólo aparecen las piernas desnudas. El dolor del marido, que entra en la habitación y se sitúa en el cabecero de la cama, también queda fuera de campo. El brutal castigo aplicado por el pastor luterano a dos de sus hijos tampoco genera un plano. Sólo se ve al chico acudir al despacho de su padre para buscar la fusta. Después de recorrer el pasillo, el chico cierra la puerta y se escuchan los gritos. La crueldad produce crueldad. El pájaro ensartado por unas tijeras sobre la mesa del pastor es la previsible reacción de una niña maltratada.

Tal vez, Haneke ha escogido el templo luterano como escenario final porque entiende que el nazismo no fue simple política: «Yo no hago política –afirmaba Hitler–. Yo desprecio la política». La imperfección de la negociación política no puede compararse con el Absoluto de las ideologías. El último plano de La cinta blanca invierte el inicio. La blancura irreal se disuelve en una oscuridad impenetrable. Ha terminado la obra y ahora comienza una tragedia inaudita. Después de Auschwitz, ya no puede hablarse de inocencia. La cinta blanca ya no simboliza la pureza, sino el fanatismo. La esperanza no renacerá hasta que el hombre se muestre más indulgente con sus flaquezas y se acostumbre a soportar su finitud.

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Ficha técnica

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