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Ausencias muy presentes

EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA

Patrick Modiano

Anagrama, Madrid

Trad. de María Teresa Gallego Urrutia

132 pp.

14,50 €

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Patrick Modiano (1945) se ha dispuesto siempre ante la máquina de escribir muy ligero de equipaje, apenas con un puñado de recuerdos manipulables merced al artificio de la invención de la memoria, una poética del sujeto confrontado a la Historia en el caleidoscópico proceso de búsqueda obsesiva de la identidad –«Una vida nueva. […] Según vas contando esa vida imaginaria, fuertes ráfagas de aire fresco cruzan por un lugar en el que llevabas mucho tiempo asfixiándote», escribe uno de los narradores de En el café de la juventud perdida (2007)–; algunos motivos recurrentes, como el desarraigo o la orfandad emocional, cierta atmósfera onírica en el relato, la perdurable «ausencia presente» o la fragmentación de un discurso que descansa en la evocación; y una sintaxis liviana de fraseo simple que no sabe de épicas ni de grands récits porque donde se mueve a gusto es en la anotación cuidadosa de sucesos en apariencia triviales. Observador meticuloso, el narrador intimista y nostálgico de Modiano se diría un probo artesano tejiendo un tapiz verbal que sigue el dibujo de su propia vida y que, una vez concluido y visto de lejos, se revela compuesto por un verdadero artista.

Después de encandilar al lector con Un pedigree (2004), Modiano abunda con En el café de la juventud perdida en la sordidez de su universo introspectivo, nuevamente de la mano de ese estilo suyo moroso e insípido que parece navegar sin rumbo por el mar de la indolencia de la vida –«esa vida que, a veces, nos parece como un gran solar sin postes indicadores, en medio de todas las líneas de fuga y de los horizontes perdidos, nos gustaría hacer algo así como un catastro para no tener ya esa impresión de navegar a la aventura» pp. (43-44)–, pero bajo el que en realidad laten las tragedias cotidianas. Abandona por esta vez el escenario favorito de la Francia ocupada y la desoladora posguerra y nos enseña el París bohemio y palpitante de los primeros sesenta, continuación del clima social e intelectual retratado por Herbert Lottman en La Rive gauche (Barcelona, Tusquets, 1994), encarnado en los estudiantes e intelectuales que acuden a diario al café Le Condé, en el barrio de Odéon, y que comparten cierta nostalgia por el futuro, cierto spleen y una modernidad indefinida que irá tomando forma en sus afanes de libertad de acción, en sus ejercicios vanguardistas de «letrismo, escritura automática, las metagrafías y todos los experimentos que realizaban los parroquianos» (p. 23), o en la consumición de drogas y la conciencia del advenimiento de una época de tolerancia y agitación social. La presencia de los tertulianos de Le Condé, figuras espigadas del «anonimato de la gran ciudad» (p. 18), sirve a la causa de saber explicar el porqué de la ausencia definitiva de uno de ellos, la enigmática joven Jacqueline Delanque, autodenominada Louki en su deseo de resarcirse de su pasado («había roto con toda una parte de su vida y quería hacer eso que llaman en las novelas PARTIR DE CERO», p. 21), que decide arrojarse por la ventana después de unos años de vagabundeo físico y metafísico, un matrimonio inconsecuente, que parece concebido por un autor de teatro del absurdo, y varias tentativas de alcanzar no se sabe muy bien qué, y que a la postre no son sino muestras de una vida anodina convertida en huida hacia delante: «No era de verdad yo misma más que mientras escapaba. No tengo más recuerdos buenos que los de huida o de evasión» (p. 84). Así, en un puzzle impecable que, desde el principio, como sucede en no pocas obras del autor de Dora Bruder (1997), reviste el aspecto de una pesquisa policial, Modiano descompone la identidad de Louki en cuatro fragmentos que corresponden a otros tantos monólogos sucesivos, y que a su vez hacen las veces de testimonios de esta vista no oral sino escrita que recompone la personalidad de la protagonista, a saber, el de un estudiante de minas que refiere las apariciones y desapariciones de la protagonista en el café, el del detective Pierre Caisley, que la busca a requerimiento del marido Jean-Pierre Choureau, tras dos meses sin saber nada de ella, el de la propia Louki, cargado de desidia nihilista a la vez que de una extraña ingenuidad que la lleva a los territorios esotéricos con los que la tienta Guy de Vere, y el de Roland, el último amor de Louki, el aprendiz de escritor que trata de construir un mundo paralelo, constituido por lo que denomina «zonas neutras», en una novela que parece incapaz de sobrepasar esas cuatro primeras páginas escritas, tal vez porque, como sabe el propio Modiano, el escritor se debe a la tarea de hacer literatura desde la realidad, y no tanto de sustituir la segunda por la primera. No en vano su minucioso estilo, trufado de anotaciones precisas de hora y lugar, de datos de itinerarios e inventarios de objetos, de señas de identidad que balizan el deambular de sus personajes desorientados, se acerca a la precisión policial con la que se llevan a cabo las averiguaciones de un caso real.

El monólogo de Louki, y sus reflexiones acerca de las fugas del piso materno como prematura contraseña de la llegada de la adolescencia, fragua de la identidad, recuerdan páginas de Las desconocidas (1999) y, a vueltas una vez más con la identidad y la memoria, esta última y espléndida novela parece querer seguir demostrando que su autor no consigue «liberarse de una memoria envenenada», como apuntaba en Libro de familia (1977), que corresponde a la de su infancia en ese mismo París de los sesenta –la Francia ocupada, el fantasma del nazismo acosando a su padre judío, la desintegración familiar– que ampara tipos como Roland, el estudiante de minas, Adamov –¿el dramaturgo Arthur Adamov, autor de piezas de teatro del absurdo?– o el sombrío novelista Maurice Raphaël.
 

En el café de la juventud perdida, novela envolvente y centáurica, con rostro de thriller y cuerpo de crónica social revestido de biografía de ficción, avanza en espiral desde un arranque en el que parece anidar la banalidad hacia un final en el que si algo se yergue de la página es la trascendencia. Hablamos de esa excitante metamorfosis entre la sencillez de lo baladí, un café, unas revistas sobre la mesa, largas tardes de lluvia en Neuilly, y las huellas de lo divino y lo humano, del drama humano de la soledad y el desaliento que el lector de Modiano encuentra en un sofá desaliñado, en la frase afable que el librero le suelta a Louki, «¿Qué? ¿Encuentra algo que la haga feliz?» (p. 83) o en cualquier prosaico recodo de texto, y que le hacen pensar que sí, que sin grandes temas ni mucha acción puede hacerse gran literatura.

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Ficha técnica

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