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El corazón del río

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-Ana me tiene muy preocupada.
-¿Por qué?

-Dice cosas raras. Te mira fijamente. Miente. Ahora ha inventado un amigo invisible. Dice que se encuentra con él en el río. Asegura que es un hombre sin amigos ni familia. Dice que necesita afecto, que nadie puede vivir sin ser importante al menos para otra persona. Dice que es un hombre desgraciado y con mucha tristeza en los ojos.  Solo tiene diez años, pero habla como si tuviera dieciséis.

-Síguela. Miras lo que hace y cuando te mienta, le cuentas lo que has visto. Quedará claro que lo del hombre ese es un embuste.
-Se inventará otra cosa.
-Quizás se invente algo menos raro. Además, ¿qué hace una niña de esa edad con un hombre mayor? Espero que no sea verdad. No me gustaría pensar que hay un loco por ahí, acercándose a los niños.

Ana no mentía. No mentía porque ella no diferenciaba entre verdad e imaginación. Todo lo que imaginaba le parecía verdadero y todo lo verdadero le parecía incompleto hasta que su imaginación no se ocupaba de adornarlo, añadiendo lo necesario. Ana era una de las pocas niñas del pueblo. Todos los días se subía a un autobús para acudir a la escuela, situada a treinta kilómetros. En su pueblo, no había escuela, farmacia, policía ni ayuntamiento. Solo se podía comprar en la tienda de Martín, una barra con unos expositores llenos de moscas y con una pequeña nave habilitada como supermercado. Eso sí, en el pueblo había una iglesia. Un joven párroco celebraba misa a diario. Apenas asistían unas veinte personas, todas mujeres. El único hombre que aparecía por allí era Julián, un tipógrafo jubilado y con fama de anarquista que había perdido a su mujer y que todos los días encendía una vela en su memoria.

– ¿Qué hace un anarquista entre estos muros? –le preguntaba el párroco.
-Ya sabe a qué vengo. Ahórrese el sermón.
-Pero don Julián, ¿le he soltado algún sermón hasta ahora?
-No, es cierto. A pesar del alzacuello, es buena gente.

Meses atrás, Julián había conocido a una joven rumana y, aunque las apariencias no insinuaban nada extraño, corrió el rumor de que se entendían. Raquel –en rumano, Rahela- era una joven muy atractiva que limpiaba casas fuera del pueblo. Desapareció un día y no se había vuelto a saber nada de ella. Algunos afirmaban que ahora trabajaba en un burdel de carretera, pero el párroco decía que era mentira, que no se trata de esa clase de chicas, que seguramente se había marchado a Madrid, buscando algo mejor, pues tenía estudios y sabía idiomas.

-Yo creo que ahora trabaja como azafata –decía el cura-. O quizás de comercial. O puede que de dependienta en una tienda de ropa. Es muy educada y agradable. Y muy guapa. Con esas cualidades, seguro que ha logrado un buen empleo.

Los hombres sonreían con sorna y las mujeres murmuraban, cuestionando las especulaciones del sacerdote. Todos opinaban que era un ingenuo y algunos sostenían que era un impostor, que no tenía fe, que no creía en nada. El cura, que se llamaba Juan, no se parecía al sacerdote anterior, don Antonio, un hombre chapado a la antigua que utilizaba el púlpito para lanzar anatemas contra el mundo moderno. Ana, con solo diez años, le escuchaba con una mezcla de miedo y estupor. Mientras oía su voz airada, sus enormes e inquietantes ojos negros se llenaban de imágenes terroríficas: legiones de almas bajando a los infiernos, pies desnudos y ensangrentados, calderos de agua hirviendo, alaridos de dolor y crujir de dientes, lamentos desgarradores y gestos de implacable desesperación. Sentada en primera fila, Ana seguía las homilías de don Antonio, pensando que el mundo era un lugar extraño situado a medio camino entre el cielo y el infierno. ¿Procedía el hombre que había conocido del cielo o del infierno? ¿Era un ángel o un demonio? Se topó con él a la orilla del río, mientras ella arrojaba al agua pétalos de las flores de almendro. Le gustaba ver cómo flotaban y cómo desaparecían transportados por la corriente. Suponía que acababan en el mar y se preguntaba si viajaban hasta tierras lejanas, sobreviviendo a tormentas y tempestades. Le hacía ilusión pensar que uno de los pétalos que depositaba con tanto cuidado en la superficie ondulante del arroyo atravesaría el Atlántico, cruzándose con gaviotas, veleros, delfines y ballenas, hasta alcanzar América y descansar en la arena de la playa. Aunque era el mismo pétalo, había cambiado durante el largo viaje. Ahora es un pétalo más sabio y menos impaciente que esperaba a que las manos de otra niña lo recogieran con ternura, quizás para lanzarlo a una nueva aventura.

Mientras fantaseaba con el viaje de los pétalos por el océano, una sombra gigantesca se dibujó en el agua. Ana se asustó y volvió la cabeza, pero una sonrisa bondadosa ahuyentó su miedo. Le sorprendió que un hombre con un aspecto horrible tuviera una sonrisa tan hermosa y sincera. Su apariencia era verdaderamente temible: altura descomunal, frente de grandes dimensiones, ojos hundidos, cejas espesas, ojeras profundas como surcos, cicatrices en las mejillas, manos enormes y dos extrañas heridas a los dos lados del cuello. Completamente vestido de negro, llevaba una camiseta del mismo color y unos zapatos viejos y llenos de arañazos.

-¿Cómo te has hecho esas heridas? –preguntó Ana, señalando el cuello.

El hombre sonrió, eludiendo contestar.

-¿Cómo te llamas?
-No tengo nombre.
-Eso no puede ser. Todo el mundo tiene nombre.
-A mí no me lo pusieron.
-¿Por qué?

El hombre alzó las manos con gesto de perplejidad.

-¿Eres malo?
-No peor que los hombres.
-¿Por qué dices eso? ¿Tú no eres un hombre?
-Algunos opinan que soy un monstruo y lo cierto es que me han expulsado de todos los pueblos donde he buscado cobijo.
-¿No tienes familia?
-Algo parecido a un padre, pero nunca nos entendimos.
-Yo me llevo regular con mi madre. Se enfada por todo.
-Tener una madre debe ser bonito.
-¡Todo el mundo tiene una madre! ¿No me dirás que tú no?

El hombre bajó la mirada y descubrió los pétalos de la flor de almendro.

-¿Te gustan las flores? –preguntó Ana.
-Imagino que sí. Nunca lo he pensado.
-¿Por qué no me ayudas? Dejo los pétalos en el agua para que lleguen al mar y viajen hasta otro continente. Seguro que allí las recoge alguien. Quizás otra niña.

-Lo haces muy bien sola. ¿Crees que me necesitas?
-Siempre es bonito que alguien te ayude. Yo tenía una amiga llamada Raquel. Era mayor que yo. Me ayudaba con los pétalos, pero un día desapareció. Creo que algún día volverá. Cuando me acerco aquí, siempre pienso que me voy a encontrarme con ella.
-Amistad –dijo el hombre-. ¡Qué cosa más hermosa! Yo aún no la he conocido. A veces creí que sí, que al fin la había encontrado, pero solo fue un espejismo. Para los demás, solo soy un engendro.
-¡Qué palabra más fea! ¿Qué significa?
-Una criatura deforme.
-¿Una persona muy fea?
-Algo peor.
-Pues yo no te veo feo y si me ayudas, me convertiré en tu amiga.

Durante un buen rato, el hombre y la niña recogieron pétalos de flor de almendro, y los depositaron en el agua, que corría con suavidad, impregnando de frescor la orilla. Salvo en algunas zonas, el agua solo llegaba hasta la rodilla y el fondo, lleno de piedras, se distinguía con nitidez. Los árboles proyectaban su sombra sobre la superficie, creando la ilusión de una celosía infinita que se ondulaba ligeramente. El ruido de los pájaros se mezclaba con el rumor del agua, invitando a celebrar la vida. De repente, se escuchó un chasquido y el hombre, asustado, huyó sin despedirse. Ana vio cómo desaparecía entre los arbustos y experimentó cierta tristeza, preguntándose si volvería a verlo.

Su madre se alarmó cuando le contó lo sucedido, pero como conocía a Ana y sabía que era muy fantasiosa, no tardó en concluir que todo era una fábula, una de sus historias nacidas de la ardiente imaginación de su hija.

-Es muy feo contar mentiras –dijo, frunciendo el ceño-. ¿Por qué lo haces?
-No es mentira.
-Claro que es mentira. Tal como describes su apariencia, parece un monstruo. Y los monstruos no existen.
-No es un monstruo. Es mi amigo. Y me ayuda con los pétalos.
-Tonterías. No dices más que tonterías.

Consuelo, la madre de Ana, había nacido y crecido en el pueblo. Durante la Guerra Civil, su abuelo estuvo a punto de ser fusilado. Próspero agricultor y muy religioso, un grupo de anarquistas había planeado matarlo, pero alguien lo avisó y pudo huir. Se escondió en el campo, sintiendo lo que tal vez experimenta un conejo cuando lo acosan los cazadores con sus perros. Los anarquistas, que vinieron de fuera, se consolaron martirizando al cura. Lo desnudaron y lo arrastraron por las calles del pueblo, atándole a una camioneta. Cuando estaba medio muerto, lo castraron con una de esas navajas que se emplean para capar a los cerdos. Después, lo fusilaron malamente, disparando a las piernas y los brazos para prolongar su sufrimiento. Una miliciana le dio el tiro de gracia. Consuelo había crecido escuchando esa historia. Su madre solo tenía un año cuando sucedió, pero el recuerdo de la Guerra Civil siempre se había mantenido muy vivo en su familia. Consuelo siempre votaba a la derecha y le indignaba que España se estuviera llenando de moros, sudacas y rumanos. Últimamente, también llegaban negros. Dentro de poco, el que se paseara por cualquier pueblo o ciudad, no sabría en qué país se encontraba. Muy católica, Consuelo iba a misa todos los días y compartía con el cura sus preocupaciones. No le gustaba demasiado el nuevo párroco. Demasiado joven y con una melenita absurda. Al menos llevaba alzacuellos.

-Padre…
-Puedes llamarme Juan.
-Prefiero padre. ¿Acaso no es usted el párroco de Algar de las Peñas?
-Sí, claro. Y de otros pueblos.
-Ya, pero yo vivo aquí. Bueno, a lo que iba. Ana, mi hija. Estoy muy preocupada.
-¿Por qué? A mí me parece una niña normal.
-Normal, no. Más bien rarita.
-¿No exagera un poco?
-No, no exagero. Ahora se ha inventado un amigo imaginario.
-Hay muchos niños que lo hacen.
-Sí, pero el de mi hija es muy raro. Tal como lo describe parece un monstruo, pero ella dice que es bueno y necesita ayuda. Se dedica a llevarle comida.
-¿Ha intentado seguirla y ver lo que hace?
-Sí, pero se da cuenta y me despista. Es muy astuta y rápida como una ardilla. Hace unos días la seguí. Salió del pueblo y cogió el camino que lleva al río, pero de repente desapareció. Debió esconderse detrás de un arbusto o quizás en la arboleda. Miré y miré. Caminé un buen trecho y cuando me desesperé, la llamé a gritos, pero nada. Yo creo que me observaba sin decir nada, como un aguilucho que otea el campo, buscando una presa. Casi me estremezco. Ya le he dicho que no es una niña como las demás.
-Hable con ella. El diálogo lo arregla todo.
-Un tortazo. Eso sería lo mejor. Un buen sopapo, pero ahora ya no se puede pegar a los niños. Menudo disparate. A mí me han calentado el culo con la zapatilla y no me ha pasado nada. Al revés, probablemente me quitó muchos pájaros de la cabeza.

El párroco soltó unas cuantas frases llenas de lugares comunes que solo irritaron más a Consuelo. Mientras le escuchaba, la mujer pensó que era medio idiota. Don Antonio no se andaba con circunloquios y pamplinas. No se le ocurría hablar del amor, la comprensión, la ternura y todas esas bobadas. Los hijos, decía con firmeza, tienen que obedecer a los padres y punto. Igual que los curas obedecen al obispo y al Papa. Consuelo pensaba que si no metía en cintura a la niña, acabaría pidiéndole permiso para hacerse tatuajes y ponerse piercings. Jamás se lo consentiría, pero cuando se hiciera mayor de edad ya no podría hacer nada. Eso sí, le enseñaría la puerta de la calle. Bajo su techo, no consentiría cosas así. Sabía que algunos padres dejaban a sus hijas dormir con sus novios. Allá cada cual, pero a ella no le iban esas porquerías. 

-Y bien, padre. ¿Qué hacemos?

Incapaz de encontrar nada mejor, el párroco repitió las frases que ya había utilizado y sonrió beatíficamente. Consuelo tuvo que morderse la lengua para no decirle una barbaridad. Lo cierto es que Juan sentía que su misión le desbordaba. Siempre que le pedían consejo, no sabía qué decir. Sabía escuchar, pero no indicar a los otros qué debían hacer. Se había hecho sacerdote, huyendo de una juventud caótica y conflictiva. Sus padres no habían entendido su decisión, pero se consolaron pensando que tal vez había encontrado su camino tras dar muchos tumbos. Buen estudiante, se había juntado con mala gente en el barrio. Uno de sus mejores amigos se mató conduciendo un coche robado. Eso le provocó una crisis. Surgió entonces su afición por el alpinismo. Vio un reportaje en televisión y le apeteció probar, pero durante su primera escalada sufrió una aparatosa caída. Pasó varios meses en un hospital. Allí conoció a un sacerdote que le dejó unos cuantos libros. La lectura dio pie a largas conversaciones sobre la enfermedad, la muerte, el dolor, Dios. Cuando salió del sanatorio, había tomado la determinación de hacerse cura. La escasez de vocaciones facilitó las cosas. Solo tuvo que estudiar teología. No tuvo que asistir a un seminario. No tardó en pensar que se había equivocado. No lograba quitarse las dudas de encima, pero con el tiempo se acostumbró a convivir con ellas. Podía dar marcha atrás, colgar los hábitos, pero ¿qué haría con su vida? ¿Hacia dónde se dirigiría? Prefería las dudas a la sensación de vacío y fracaso.

Ana continuó encontrándose en el río con su misterioso amigo. No había conseguido que le dijera su nombre. No se creía que no le hubieran puesto alguno al nacer, como aseguraba él con insistencia. Acabó llamándole simplemente «hombre», algo que a su amigo le provocaba una sonrisa de gratitud, pues siempre le habían dicho que era un monstruo.

-Hablas como si te hubieran hecho mucho daño.
-Me lo han hecho.
-¿Por qué? No lo entiendo.
-Porque soy diferente.
-¿Qué es lo que te hace diferente?
-Que soy el sueño de alguien.
-¿Cómo?
-Sí, el sueño. O quizás la pesadilla. Nací de un delirio y ahora quieren destruirme.

Consuelo espiaba constantemente a Ana. Todo lo que le decía le alarmaba. Que si el pueblo parecía de lejos una campana ahumada, que si había soñado que lo levantaba por los aires, que si el crepúsculo era una mancha de sangre, que de noche los espectros recorrían las calles y se sentaban en el borde del pilón, sorprendidos porque su sombra no se reflejaba en el agua.

-¿No le parece una locura? –preguntaba al sacerdote, que sonreía sin saber qué decir.
-¿No se le ocurre nada, padre? ¿Qué les enseñan en el seminario?

El párroco contestó con una nueva sonrisa, más estúpida aún que la anterior.

-¡Esto antes no pasaba!
-¿A qué se refiere?
-A que los niños se les daba un buen guantazo y se les quitaban todas las tonterías de la cabeza. Mano dura. Eso es lo que hace falta, como el escarmiento que hicieron en el pueblo después de la guerra.

Consuelo se refería a los fusilamientos del 39, cuando los falangistas tiñeron de sangre las tapias del cementerio, cosiendo a balazos a los sospechosos de simpatizar con la República. Ni siquiera se molestaron en enterrarlos. Sus familias tuvieron que hacerse cargo de los cadáveres, aturdidos por el miedo y el sentimiento de humillación. 

Ana se acercaba al cementerio a menudo. Le gustaba pasear entre las tumbas y tumbarse sobre ellas. Algunas eran muy modestas, pero la de su abuelo era muy bonita. Con una lápida de mármol negro, una fotografía esmaltada y un crucifijo, nunca faltaban flores al pie. En verano, Ana se tumbaba sobre la lápida y disfrutaba del frescor que se extendía por su piel, una caricia helada que se agradecía mucho con el termómetro desbocado, rozando los cuarenta grados. La fotografía del abuelo no le decía nada. Un rostro inexpresivo de otra época, un hombre con una cara antipática y unas cejas muy espesas. No le gustaba. Prefería inventarse otro rostro y otro abuelo. Su imaginación le ponía una frente alta y unas finas cejas blancas. Algo calvo, sus ojos azules desprendían agudeza e inteligencia. No era un agricultor, sino un fabricante de muñecos o, lo que es lo mismo, de sueños. Muñecos que podían hablar y pensar por sí mismos. Muñecos con imaginación y recuerdos, capaces de sentir frustración por no ser personas.

Ana fantaseaba con esa historia desde el verano pasado. Por eso le impresionó tanto pensar que tal vez el «hombre», su amigo, podía ser uno de esos muñecos. Cuando la idea le vino a la cabeza, sintió que una corriente eléctrica corría por su cerebro, bajaba por su espalda y salía por la punta de sus dedos. Ser uno de los muñecos de su abuelo explicaría que no tuviera padres y que se sintiera un monstruo por su extraño origen. Sobrecogida, se tumbó sobre la lápida de su abuelo y habló con el ser imaginario que había creado para sustituirle, ese mago que jugaba a ser Dios, creando seres con una conciencia desdichada. Le preguntó quién era su amigo y el mago le contestó que un muñeco inacabado, una criatura que había huido antes de adquirir su forma definitiva. Nunca haría daño a una niña, pero albergaba mucha furia en su interior. Había buscado afecto y solo había cosechado rechazo. Debía convencerle de que se reuniera con él para poder acabarlo, lo cual le proporcionaría cierta paz, pues ya nadie advertiría que no era un hombre como los demás.

Ana levantó la mirada hacia el cielo y se fijó en una nube que parecía un riñón, pero cuando la observó mejor, llegó a la conclusión de que era un cerebro flotando en el azul, con sus pliegues y hendiduras. Decían que el cerebro era gris, pero a ella le parecía blanco y con algunos hilos amarillos. ¿Cómo sería el cerebro de su amigo? ¿Qué tendría dentro de la cabeza? ¿Cables o algún tipo de sustancia? ¿Quizás bombillas de colores? Tenía que hablar con él y convencerle de que volviera al taller de su abuelo imaginario. Su aspecto mejoraría y se terminarían sus problemas.

-No –contesto su amigo-. No es una buena idea. El recuerdo de todo aquello aún me sobrecoge. Allí había algo diabólico. No me crearon para ser feliz. Solo fui el pasatiempo de alguien.
-Mi abuelo…
-No fue tu abuelo. Ni siquiera sé si se trataba de un hombre. 

Ana habló con don Julián, buscando una solución. Era el único del pueblo al que le gustaban los libros. Su relación con una joven rumana había suscitado muchas habladurías. Ana no entendía las cosas que se decían y, además, cuando advertían su presencia, se formaba un silencio de inmediato. A Consuelo no le gustaba nada que su hija hablara con Julián. Decía que era un radical y un viejo verde. No iba a misa, salvo a encender velas por su mujer, que había fallecido hacía tres años. Nunca se confesaba ni participaba en la eucaristía. Cada vez se atribuía menos valor a esas cosas, pero a ella le seguían pareciendo importantes.

Ana se sentía cómoda en la iglesia. Le gustaba la penumbra, el silencio, el olor a incienso y cera. No le agradaba la imagen del Cristo clavado en un madero. No veía nada hermoso en ese cuerpo martirizado. En cambio, contemplaba con una sonrisa a la Sagrada Familia. A un lado del altar, había una Virgen con el Niño y, al otro, un san José, al que el cura se refería como el «castísimo esposo». La iglesia era muy pequeña. Construida con lajas de pizarra, apenas había espacio para cincuenta personas, pero lo cierto es que ni siquiera los domingos se llenaba. A diario, solo acudían a misa seis o siete personas. Con un pequeño porche techado con madera y una sencilla fachada rematada por un hastial con una campana, parecía un edificio de otro tiempo, cuando lo cotidiano y lo fantástico, lo pueril y lo extraordinario, convivían estrechamente. A Ana le gustaba el contraste entre el gris azulado de los días lluviosos y la pizarra negra. La presencia de los paraguas que utilizaban los vecinos para protegerse de la lluvia añadía un elemento paradójico, casi sobrenatural, pues insinuaba que el cielo y la tierra mantenían un diálogo permanente, intercambiando polvo y agua, humo y viento. Era como si la tierra gimiera o exhalara un suspiro y el cielo respondiera con lágrimas y desconsuelo. Julián usaba un paraguas rojo, lo cual llamaba mucho la atención, pues parecía impropio de un hombre. A ojos de muchos, una prueba más de su extravagancia.

Durante una tormenta de verano, Ana se topó con Julián en las escaleras de la iglesia.

-¿Puedo hablar contigo? –le preguntó.
-Claro.
-¿Puedes decirme si existen los monstruos?
-Sí, si existen, pero tienen el mismo aspecto que cualquier persona.
-Mi madre dice que no existen.

Julián, que no sentía mucha estima por Consuelo, se abstuvo de soltar una maldad.

-¿Conoces a algún monstruo? –preguntó a la niña, mientras la protegía de la lluvia con su paraguas rojo.
-Tengo un amigo que dice que es un monstruo, pero yo creo que se equivoca.
-¿Parece un monstruo?
-Tiene un aspecto algo raro, pero es bueno y cariñoso. Sé que tienes muchos libros. ¿En alguno habla de los monstruos?
-Si quieres, ven a casa y echamos un vistazo.

Julián enseñó a Ana su biblioteca. Sabía que podría ocasionarle problemas, pues desde lo de Raquel todo el mundo decía que era un depravado, pero no estaba dispuesto a renunciar a algo tan agradable como mostrar su casa a una niña que siempre le había inspirado mucha simpatía, tal vez porque los dos convivían con el estigma de una supuesta rareza. En los ojos negros de Ana, Julián veía más claridad y limpieza que en todo el pueblo.

-Sí que tienes muchos libros –dijo la niña, señalando una estantería que cubría una larga pared-. ¿Te los has leído todos?
-Todos no y no creo que lo haga nunca.
-¿Entonces para que los tienes?
-Me acompañan desde hace tiempo y me ayudan a sentirme bien.
-¿Eras maestro?

-Ojalá. No pude estudiar. Tuve que ponerme a trabajar muy pronto, pero fui a la escuela. Sacaba buenas notas y eso me permitió con los años dejar el ladrillo y trabajar como tipógrafo. También he sido encuadernador. Siempre he vivido entre libros. Me hubiera gustado terminar el bachillerato, pero no fue posible.

-¿Dónde está ese libro sobre monstruos?
-Lo más parecido es esta novela –dijo Julián, sacando con cuidado un libro con una portada en colores blancos y azules.
-¿Qué es eso? –dijo Ana, señalando la imagen de un hombre de pie sobre una barca, observando unas montañas azules envueltas en nubes.
-El doctor Victor Frankenstein buscando a su criatura.

Julián le explicó el argumento de la novela, adaptándolo a la comprensión de una niña de diez años. Cuando terminó, Ana comentó:

-No me gusta el doctor Frankenstein.
-A mí tampoco, pero debemos compadecerlo. Es cierto que creó a la criatura y la abandonó a su suerte, pero pienso que lo hizo porque se asustó. Estaba aterrorizado por lo que había hecho. La vida es un don, pero también una dolorosa carga.
-Mi otro abuelo…
-¿Cuál?
-Uno que no conoces. No es del pueblo.

Julián parpadeó perplejo, pues sabía que sus abuelos habían nacido y vivido en el pueblo.

-Mi otro abuelo fabrica muñecos que hablan y sueñan. Ahora me pregunto si es un hombre malo.

Ana salió de casa de Julián dispuesta a buscar una solución. No se resignaba a que su amigo fuera desgraciado. Durante uno de sus encuentros en el río, le propuso que se fuera a vivir con ella.

-Mi madre tiene muy mal carácter, pero puedo esconderte. Arriba, hay una cámara que nadie usa. Podrías vivir ahí hasta que lograra convencerla. Yo te llevaría comida.
-Es inútil –contestó el «hombre»-. Estoy condenado a vivir miserablemente solo. Todos me odian apenas contemplan mi aspecto. He vagado por los campos durante mucho tiempo. No conozco otro hogar. Tú has sido buena conmigo. Doy las gracias por ello. Has puesto algo de dulzura en mi vida. Quiero hacerte un regalo. Toma esta piedra azul. No sé cómo llegó a mi bolsillo, pero nunca me he separado de ella. Te dará paz.

Ana observó la piedra con expresión de asombro. Nunca había visto nada semejante. Cuando llegó a su casa, la colocó en la cajita donde guardaba sus tesoros: unas tijeritas doradas, una lupa diminuta, una vieja colección de cromos, unos sellos donde aparecían el Quijote y Sancho montados en Clavileño, el caballo de madera. Ya que no podía convencer a su amigo de que se escondiera en la cámara, intentó que su madre aceptara su presencia, pero solo pudo decir un par de frases. Consuelo la agarró del brazo y la agitó con violencia:

-Niña del demonio. ¡Como sigas calentándome la cabeza te enviaré a un internado! Ya no puedo más. Ya sé lo que voy a hacer. Hablaré con la Guardia Civil para que busque a ese hombre y lo interrogue. Si habla contigo a solas, solo puede ser un pervertido.
-También habla conmigo Julián.
-Otro que tal baila. ¿Te ha dicho que estuvo en la cárcel? Y lo de esa rumana… ¡Qué vergüenza! Ahora no puedes entenderlo, pero cuando seas mayor, admitirás que yo tenía razón.

Consuelo llevó a rastras a Ana hasta su cuarto y la encerró con llave.

-Te vendrá bien pasar ahí la tarde. Me vas a volver loca. ¿Qué puedo hacer contigo?

Ana se tumbó en el suelo, buscando el frescor de las baldosas. Dejó correr el tiempo, cambiando de posición cuando los huesos comenzaron a dolerle. Sentía que había desembocado en un callejón sin salida. La voz de su madre hablando por teléfono la sobresaltó. Tuvo la impresión de que mantenía una conversación con la Guardia Civil. Tal vez les pedía que mataran a su amigo, asegurándoles que era peligroso. Tenía que avisarle. No podía dejar que le hicieran daño. Desesperada, abrió la ventana de su cuarto, dispuesta a saltar. Solo era un primer piso y no muy alto. Pesaba poco. Apenas treinta kilos. Las rodillas y los tobillos aguantarían el impacto, pero decidió tomar precauciones. En vez de saltar, dejó su cuerpo colgando, agarrándose al alfeizar. Así la distancia al suelo sería menor y el impacto, menos fuerte. Se mordió el labio inferior para infundirse valor y se dejó caer. Aunque rebotó y cayó hacia atrás, no se hizo demasiado daño y no se rompió nada. Dio una voltereta y se quedó plantada en el suelo de rodillas. Resopló, se echó el pelo hacia atrás y echó a correr con todas sus fuerzas. Solo tardó unos minutos en llegar al río. Mientras se acercaba, vio unas sombras entre los arbustos.

-¡No! –chilló-. No le hagan daño.

Un uniforme verde surgió de los arbustos y se dirigió a ella. Era una chica joven, con un mechón de pelo rubio asomando debajo de una gorra con visera.

-Tranquila, Ana. Aquí no hay nadie.

La niña se sorprendió de que la llamaran por su nombre, pero comprendió enseguida que su madre les había contado todo, incluido cómo se llamaba. Apareció otro agente, un hombre joven, y sonrió para tranquilizarla.

-No te preocupes. Estamos aquí para protegerte –dijo, agarrándose el cinturón con las dos manos.

Durante el camino de vuelta, le preguntaron por el «hombre», intentando averiguar cosas sobre él. Ana dijo que no existía, que solo era un invento de su imaginación, que su madre no la comprendía, que a veces se sentía sola y creaba personajes para que jugaran con ella.

-Mi otro abuelo fabricaba muñecos que caminaban y hablaban –aseguró, acompañando su afirmación con un enérgico movimiento de barbilla.
-Tonterías, tonterías –dijo su madre a los agentes-. Mi padre era agricultor.
-Tenga paciencia –aconsejó la joven del mechón rubio-. Solo tiene diez años. Y esté tranquila. No vimos a ese hombre. Hemos interrogado a varias personas y nadie se ha tropezado con él.
-Cosas de críos –comentó el otro agente.

Ana tardó mucho en volver al río. Cuando lo hizo, llevaba la piedra azul que le había regalado el «hombre». Le había contado que su nacimiento fue terrible, que apenas recordaba sus primeros instantes, que todo era confuso y extraño, que una luz opresiva le quemaba los ojos, que la angustia le hacía sentir punzadas en todo el cuerpo, como si hormigas feroces mordisquearan su carne. Ella se encargaría de que volviera a nacer sin experimentar esas sensaciones. Enterró la piedra azul en la orilla del río y pensó que la humedad, la lluvia, la arcilla y el sol trabajarían conjuntamente para que un día fructificara como una semilla. El «hombre» volvería a nacer, completamente renovado y esta vez sería feliz.

-¿Se le fue de la cabeza aquella historia?
-Sí –dijo Consuelo-, pero sigue pasando las horas muertas en el río. Dice que hay un corazón enterrado en la orilla y que lo oye latir. Dice que es el corazón del río y que sus latidos viajan hasta el mar.
-¡Qué cosas se le ocurren!
-¡Desde luego no se parece a mí!

Consuelo vio a su hija regresar mientras caía la tarde. Su silueta se recortaba contra un cielo con rojos, naranjas y azules violentos. Era alta para su edad y sus ojos negros ardían, como si el contacto con el mundo le provocara una conmoción interior. Se preguntó si alguna vez se había parecido a ella y lo había olvidado.

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