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Emmanuel Lévinas: «Ser uno para el otro»

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Emmanuel Lévinas nació en Kaunas (Lituania) el 12 de enero de 1906. Fue el mayor de tres hermanos de una familia judía de clase media. En 1920, su padre abre una biblioteca y el joven Emmanuel se familiariza con los clásicos rusos (particularmente, Gógol, Tolstói, Dostoievski, Lérmontov). Al mismo tiempo, empieza a estudiar el Talmud, para lo cual aprende hebreo y arameo. Su formación intelectual incluye desde un principio la convergencia de literatura, filosofía y teología, esbozando esa «dirección hacia el otro» que representará la directriz principal de su pensamiento. Sus estudios universitarios en Estrasburgo, Friburgo y la Sorbona le permiten conocer a Husserl, Heidegger, Cassirer, Blanchot y Léon Brunscchvicg. En 1931, se nacionaliza francés y se convierte en uno de los primeros colaboradores de la revista Esprit, fundada por Emmanuel Mounier. La lectura de Franz Rosenzweig ejerce una influencia determinante en la asimilación de su identidad como pensador judío. Movilizado en 1940, los nazis le hacen prisionero en Rennes y lo internan en un campo de concentración en Hannover. Su condición de soldado francés lo salva del destino del resto de su familia, exterminada en Lituania. Sólo se libra de la muerte su mujer, escondida por unas monjas católicas en un convento de Orleans. En Lituania, el genocidio de los judíos adquirió proporciones terroríficas. Aún recuerdo al oficial de las SS al que graba clandestinamente Claude Lanzmann en Shoah (1985), refiriéndose a los voluntarios letones y lituanos que colaboraban en las tareas de exterminio: «Eran los perros de la guerra», murmura con los ojos endurecidos. No sé si alude conscientemente a la famosa expresión de Shakespeare en el Acto III de Julio César: «Grita ¡Devastación! y suelta a los perros de la guerra», pero lo cierto es que en las repúblicas bálticas la población judía quedó reducida a una presencia testimonial. Se estima que en enero de 1941 había unos doscientos diez mil judíos en Lituania. No hay datos definitivos sobre la magnitud del gigantesco pogromo, pero sólo en Vilma se asesinó a setenta mil judíos. Algunas fuentes hablan de ciento noventa mil víctimas. Se atribuye este furor exterminador al deseo de crear un Estado étnicamente puro, estrictamente católico y sin vestigios de la dominación soviética.

La negación del otro, el exterminio del diferente, siempre es la forma más sencilla de constituir una identidad. Muchas veces se menosprecia el dato biográfico, pero las vivencias no son meras anécdotas, especialmente cuando incluyen experiencias de enorme dramatismo. No considero disparatado afirmar que el dolor esculpe las ideas. De hecho, Lévinas rompió durante su cautiverio con la filosofía de Heidegger, que había calado profundamente en su pensamiento, y estableció que la prioridad de la filosofía no es la ontología, sino la ética: «Los otros me conciernen de golpe» (De otro modo que ser, o más allá de la esencia). El otro es la alteridad que revela mi humanidad y exige mi fraternidad. «El único valor absoluto es la posibilidad humana de otorgar una prioridad al otro por encima de sí-mismo. […] Este es el comienzo de la filosofía, es lo racional, es lo inteligible». El nazismo es la negación del ser para el otro. Su ideal es una comunidad despersonalizada, es decir, sin personas con autonomía para construir su libertad mediante la apertura al otro. En 1934, Lévinas escribe en un artículo premonitorio: «La filosofía de Hitler es primaria. Sin embargo, las potencias primitivas que en ella se consuman hacen estallar toda la fraseología miserable bajo el impulso de una forma elemental. Reavivan la nostalgia secreta del alma alemana. Más que un contagio o una locura, el hitlerismo es un despertar de sentimientos elementales» («Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», Esprit, núm. 26). En ese clarividente artículo, Lévinas descarta el simple rechazo intelectual y moral: «El hitlerismo resulta interesante filosóficamente, pues los sentimientos elementales encierran una filosofía. Expresan la actitud primera de un alma ante el conjunto de lo real y frente a su propio destino. Dichos sentimientos predeterminan o prefiguran el sentido de la aventura que el alma correrá en el mundo». El hitlerismo no puede despacharse como simple racismo, opuesto al espíritu ecuménico del cristianismo o a la tolerancia del liberalismo, que no establece distinciones entre los ciudadanos por su credo político o religioso. El hitlerismo pretende liquidar categorías elementales de la civilización europea y la herencia judeocristiana. Desde una perspectiva meramente histórica, el tiempo constituye un factor irreparable, pues el pasado no puede reescribirse. Lévinas entiende que el judaísmo supera ese conflicto, con la doctrina del perdón reparador. El arrepentimiento no borra el pasado, pero sí modifica su irreversibilidad. El cristianismo corrobora ese prodigio, que no debe atribuirse a una intervención sobrenatural, sino a una revolución moral, capaz de subvertir el sentido del tiempo. Frente a las Moiras, fatales e irrecusables, «la Cruz libera». Para Lévinas, la libertad es «la promesa de recomenzar», rompiendo la cadena que nos retiene en un pasado indeseable. Esa posibilidad es la «libertad infinita frente a toda atadura» y «el origen de la noción cristiana de alma». El examen de conciencia no es un abstracción, sino el fundamento de la dignidad, pues permite al alma «liberarse de lo que ha sido, de todo aquello que la ha ligado, de todo aquello que la ha comprometido –para reencontrar su virginidad primera–».

El liberalismo seculariza este proceso, postulando la libertad soberana de la razón: «En lugar de la liberación mediante la gracia –escribe Lévinas–, tenemos la autonomía y, sin embargo, el leitmotiv judeocristiano de la libertad la penetra». El marxismo refuta esta visión de la libertad humana, con su tesis de que «el ser determina la conciencia», pero al mismo tiempo reconoce que la conciencia revolucionaria representa la superación de la alienación asociada a la explotación capitalista. A su pesar, el marxismo no logra desprenderse de la influencia judeocristiana y liberal. Sólo el nazismo aniquila de forma insalvable la liberad humana, pues establece la prioridad de la materia sobre el espíritu. Escribe Lévinas: «El cuerpo no es sólo un accidente afortunado o desafortunado que nos pone en contacto con el mundo implacable de la materia», sino «una unión cuyo gusto trágico y definitivo nada podrá alterar. […] Lo biológico, con toda la fatalidad que comporta, se convierte en algo más que un objeto de la vida espiritual, se convierte en su corazón. Las misteriosas voces de la sangre, las llamadas de la herencia y del pasado a las que el cuerpo sirve de enigmático vehículo pierden su naturaleza de problemas sometidos a la solución de un Yo soberanamente libre». Ese obsceno biologicismo, que la Alemania nazi identifica con la voluntad de poder de Nietzsche, se universaliza como expansión, avasallamiento, guerra, conquista. Lo que está en juego –advierte Lévinas, pocos días después del nombramiento de Hitler como canciller– no es un ideario político, sino «la propia humanidad». El otro no es materia fungible, sino el rostro desnudo que se expone a mi mirada y establece el precepto ético esencial: «¡No matarás!» La ontología de Heidegger es deleznable, pues el mayor error de la metafísica occidental no es olvido del ser y el olvido de ese olvido, sino el olvido del otro y la negación de su libertad.

En mi opinión, la noción de persona es el punto de partida para restituir la libertad que el hitlerismo pretender destruir, reduciendo lo humano a simple fatalidad biológica. Emmanuel Mounier sostiene que la persona no es el individuo, con su carga de dispersión y narcisismo; ni tampoco la conciencia que tenemos de nosotros mismos, pues esa apreciación sólo refleja fragmentos efímeros y cambiantes de nuestro yo. «La persona –sostiene Mounier– es el volumen total del hombre. […]; es, en cada hombre, una tensión entre sus tres dimensiones espirituales: la que sube desde abajo y se encarna en un cuerpo; la que se dirige hacia lo alto y la eleva hasta un universal; la que se dirige hacia lo ancho y la lleva hacia la comunión. Vocación, encarnación y comunión son las tres dimensiones de la persona. […] Los tres ejercicios esenciales para la formación de la persona son la meditación, en busca de la propia vocación; el compromiso, la adhesión a una obra que es aceptación de mi propia encarnación; la renuncia a uno mismo, que es iniciación a la entrega de sí y a la vida de los demás. Si la persona descuida algunas de estas dimensiones, fracasa». En otro lugar, Mounier afirma: «La experiencia personal originaria es la experiencia del Tú. […] El acto de amor es la certidumbre más firme del hombre, el irrefutable cogito existencial: amo y, por tanto, el ser es y la vida merece ser vivida». Mounier, católico, y Lévinas, judío, desarman las falacias del hitlerismo en las mismas fechas y en las páginas de la misma revista (la citada Esprit), sufriendo en sus propias carnes la represión del Nuevo Orden. Vivimos en una época de agresivo laicismo, que no concede ningún valor a la tradición religiosa, pero el nazismo y el comunismo son religiones concebidas para crear un «hombre nuevo». Sin embargo, la realidad histórica es que deshumanizaron a sus partidarios y a sus víctimas, aboliendo su libertad y su condición de personas. Su concepto de comunidad no surge de la meditación, el compromiso y la solidaridad, sino de la biología o la conciencia de clase. El Yo percibe al Tú como un antagonista que amenaza su existencia y conspira contra su interpretación de la historia. En el nazismo y el comunismo no se aprecia el latido de una comunidad, con sus diferencias y convergencias, sino el griterío de masas que enajenan su libertad, aceptando una lóbrega servidumbre. «Socialismo o muerte», «Un pueblo, un imperio, un líder», «Euskadi o la muerte». Cambian las consignas, pero no su mezcla de odio, estupidez y nihilismo. Judía por nacimiento, agnóstica por educación, cristiana heterodoxa por convicción, Simone Weil murió con treinta y cuatro años. En su última carta, dirigida al sacerdote católico Joseph-Marie Perrin, escribe: «El sentimiento de ser para Cristo como una higuera estéril, me desgarra el corazón». Creo que el temor de Weil es infundado, pues su sentido del compromiso es la encarnación del ser-para-el-otro que Lévinas describió como el umbral de la auténtica humanidad. A pesar de ser la hija de un médico renombrado, renuncia a una brillante carrera académica para trabajar como obrera agrícola y operaria de Renault. Su pacifismo no le impide ser voluntaria de la columna Durruti, si bien no dispara un tiro y se limita a realizar labores de corresponsal. La brutalidad de la guerra deja una profunda huella de espanto en su delicada sensibilidad. Se niega a imitar a su familia, que se ha refugiado en Estados Unidos, huyendo del antisemitismo nazi. Se une a la Francia libre de De Gaulle y, voluntariamente, se impone las mismas restricciones alimenticias que sufren sus compatriotas, enfermando de tuberculosis. Algunos hablan de neurosis y anorexia, insinuando que se dejó morir. Por el contrario, Simone de Beauvoir destaca su heroísmo moral. Ambas se conocían desde la Escuela Normal Superior de París, donde Weil ingresó con la nota más alta. Beauvoir obtuvo la segunda mejor calificación, pero eso no le provocó resentimiento. En realidad, «envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero», escribirá años más tarde, repudiando las interpretaciones psicopatológicas. Weil fue una mujer excepcional, un caso atípico, pero el Talmud considera que el sacrificio de un solo justo es suficiente para redimir a toda la humanidad: «Quien salva una vida, salva al Mundo entero». Para los que sientan aversión por los razonamientos religiosos, podemos decir sencillamente que la fraternidad y el altruismo preservan la dignidad de todos, sellando las heridas producidas por el odio y la intolerancia.

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