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Juan José Campanella: El secreto de sus ojos

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Esta película está basada en una novela, La pregunta de sus ojos, que lamento no haber podido leer a la hora de entregar este comentario. Estoy seguro de que el contraste entre una y otra hubiera resultado de interés. Eduardo Sacheri, que firma también, con el director Juan José Campanella, el guión de la película, es su autor. Nacido en Buenos Aires en 1961, ha conseguido cierto renombre con relatos de ambiente futbolístico. La pregunta de sus ojos es su primera novela, publicada por la editorial argentina Galerna en el año 2005 y reeditada por Alfaguara en 2009.

En la sinopsis que me entregaron en la sala de proyección se dice: «Benjamín Espósito acaba de jubilarse de su trabajo en un juzgado penal. Va a escribir una novela sobre un trágico caso del que fue testigo. En 1974 una mujer fue violada y asesinada. Espósito trata de ayudar al novio de la muchacha, Morales, a encontrar al asesino. Espósito cuenta con Sandoval, compañero de trabajo y un hombre brillante aficionado a la bebida; y también cuenta con Irene, la jefa de Espósito, una bella mujer de la que se enamora. Argentina en 1974 está al borde de un golpe de Estado y eso beneficia al asesino. Espósito lo recuerda todo veinticinco años después y muy dispuesto a ajustar cuentas».

Hay que reconocer que este texto no resulta muy atractivo. Tampoco las primeras imágenes parecen muy prometedoras, con Ricardo Darín esforzándose por dar comienzo a su novela, en una especie de exorcismo contra un pasado que de alguna manera lo atormenta, tanto por lo que fue como por lo que pudo haber sido. O dicho con palabras de nuestro poeta, por ese pasado que pasó y no ha sido. Pues Darín, es decir, Benjamín Espósito, funcionario cumplidor, sensible, inteligente, y también tímido, se enamora calladamente de su superiora, la atractiva y resuelta Irene Menéndez Hastings (o, como dice ella: «se pronuncia Heistings, pues es apellido escocés»), sin que se atreva en ningún momento a dar ese paso que elimine la distancia entre ellos –a pesar de la buena disposición que ella le muestra–, una distancia no sólo de mujer y hombre sino también de jerarquía profesional y social.

Lo que Espósito está escribiendo en un cuaderno lo ve el espectador en forma de imágenes en la pantalla. Hay una chica bellísima y muy joven que sonríe desde una fotografía y hay una chica, enseguida sabremos que no es la misma, que dice adiós desde una estación de ferrocarril a un hombre que se va en un tren. Son estampas románticas, y también tópicas, la primera con un fuerte matiz de ensoñación, aunque casi de súbito se funde con la imagen tremenda de la misma chica desnuda y ensangrentada; la segunda parece inspirada en una postal kitsch para enamorados. Naturalmente, nada es casual. La primera chica ha sido víctima de un asesinato precedido de violación y, a tenor de las heridas del cuerpo, algún ensañamiento; la segunda es Irene Ménendez Hastings, la que fue inmediata superiora de Espósito, hasta que tuvo que abandonar la ciudad para evitar que lo asesinaran.

Darín, con la pluma sobre el cuaderno, descubre que el pasado no es inocuo, ni está congelado, ni podemos apagarlo accionando un interruptor, sino que se apodera de nuestra mente como de un territorio que le es natural. Para dominarlo, o al menos para llegar a un pacto de convivencia con él, Darín-Espósito se ve obligado a enfrentarlo con el presente. De modo que, acuciado por esas páginas de la novela que está escribiendo, visita su viejo juzgado. Allí está todavía Irene Hastings o Heistings, tan atractiva como siempre. Hay que anotar que el paso del tiempo en El secreto de sus ojos es excesivamente benevolente con el físico de sus protagonistas. Han pasado veinticinco años desde la escena del tren; ella se ha casado y ha tenido dos hijos; él, que ha vivido lejos de Buenos Aires prácticamente escondido, se ha casado también, pero se ha divorciado. De nuevo se miran y en sus miradas reconocen el viejo impulso, la misma atracción de aquellos días y todo vuelve a ser como entonces. Y, como entonces, él tampoco parece atreverse a dar el paso.

Sí se atreve, en cambio, a continuar sus pesquisas para encontrar, una vez más, al asesino, aquel asesino que la justicia rehusó condenar, una justicia mediatizada por la política, con Isabelita Perón y López Rega en el poder. Para ello la narración vuelve al pasado de la mano de la novela que Darín está escribiendo. La mayoría de esas secuencias de hace veinticinco años ocurren dentro del Palacio de Justicia, un monumental edificio neoclásico que emula la magnificencia de los palacios de justicia norteamericanos con sus altísimos techos y sus grandes columnas.

Una de esas secuencias contiene tal carga simbólica que sirve para representar toda una época de terror y opresión. Me refiero a la coincidencia en el estrecho ámbito de un ascensor de Espósito y Hastings, sus captores de ayer, con el asesino Gómez, convertido en matón del régimen, y que ha sido liberado por decisión de la autoridad judicial competente. Saca el asesino su pistola y la amartilla sin mirarles. No hay más, pero es bastante.
 

El secreto de sus ojos posee los ingredientes del buen cine. A pesar de las más de dos horas de duración, mantiene en el espectador un deseo muy vivo de encontrar la solución a los enigmas planteados, de conocer la deriva última de sus personajes, en un formato que podría ser de comedia de situación, de las que proliferan en las producciones de televisión, con apenas media docena de personajes copando la pantalla, pero en la que se cuelan como sin querer asuntos de enorme enjundia, no sólo propios de la Argentina en la que ocurre la acción, sino que interesan a cualquier ser humano, sea de donde sea y viva donde viva. En El secreto de sus ojos aparecen los grandes temas que, presentándose casi de manera subrepticia, terminan poniendo un nudo en la garganta. Ahí está no sólo la Argentina de 1974, sino la de 1999, con su torturado pasado reciente a las espaldas, para hacernos reflexionar sobre temas trascendentales de nuestra vida, esos que suelen escribirse con mayúsculas: Venganza, Justicia, Pena, Amor.

Bajo una apariencia de cotidianidad, la película proporciona una mirada compleja con insólitas perspectivas sobre asuntos que habíamos dejado a un lado como ya resueltos y archivados, obligándonos a repensarlos. En ese sentido, es hoy un raro espécimen. Hay en ella mucho más que mero entretenimiento, pues el espectador sale del cine con la necesidad de meditar sobre el significado de lo visto: la peripecia, ni siquiera íntima, más bien profesional, de unos personajes del común con los que se ha identificado fácilmente, quizá porque son gentes nada extraordinarias que van a su trabajo, toman copas después de la jornada, discuten, se ríen, se enamoran o simplemente se entristecen en soledad. Y algo más también, porque un día esas buenas gentes se ven atrapadas por un entorno de violencia que es como un creciente runrún que hubiera ido brotando de modo casi inadvertido del propio suelo que pisamos y que acaba siendo ensordecedor. La película tiene una notable intensidad que, lejos de oscurecer el intelecto, lo despierta. Es de suponer que habrá tenido un especial impacto entre el público argentino.

Algunos dirán que es un thriller, por más que también tiene aires de comedia, y en ocasiones incluso un marcado goticismo, con imágenes ciertamente duras del asesinato en torno al cual se desenvuelve el argumento y las vidas de los personajes. Es posible, sin embargo, que sea considerada mayoritariamente un thriller, y no voy a discutirlo. Al fin y al cabo, thriller literalmente significaría emocionador, esto es, capaz de emocionar, y en El secreto de sus ojos hay muchas emociones, quizá las dos más intensas que somos capaces de experimentar: el miedo y el amor, o el amor y el miedo. Y de ellas surge precisamente esa necesidad de debate que se suscita en el interior en cada uno de nosotros y que cuestiona principios que creíamos inamovibles. ¿Es legítimo tomarte la justicia por tu mano cuando la justicia institucional no funciona o, dicho de otra manera, cuando se ha pasado al enemigo? ¿Hasta qué punto puede considerarse la prisión perpetua como más humanitaria que la pena de muerte?

Todo en la película es muy argentino: el asunto, el ambiente, la dirección y los actores, con la sola excepción que yo sepa de Javier Godino, un joven actor español que hace un trabajo magnífico en el papel del asesino Gómez. Se da la circunstancia de que Godino, madrileño, sobre cuyo supuesto acto criminal gira toda la película, fue contratado para sustituir a otro actor en un casting de urgencia tres días antes de empezar el rodaje. Sorprende lo bien que incorpora el acento rioplatense.

El director, Juan José Campanella, es ya un viejo conocido del público español, con una trayectoria profesional muy interesante. Nacido en Buenos Aires en 1959, ha vivido veinte años en Estados Unidos. Eso le ha permitido trabajar con asiduidad en la industria cinematográfica de Hollywood, hasta el punto de que, vuelto a su país natal, regresa de vez en cuando para filmar algún episodio de las series televisivas de más éxito, como es el caso de la del Dr. House. Ignoro si esta película que ahora comentamos se exhibirá en Norteamérica, dada la resistencia que existe entre los espectadores de aquel país para identificarse con personajes que no sean compatriotas suyos. Sería muy deseable que se viera allí, el único país occidental donde la pena de muerte se práctica con pasmosa naturalidad.

Pero no quiero dar lugar a equívocos, no vaya a creerse que la película es un debate sobre la pena de muerte o algo parecido. Los grandes temas que suscita tienen una presentación más bien oblicua, bajo la capa de una fuerte cotidianidad, sin héroes capaces de grandes hazañas, y ni siquiera de grandes discursos. Acaso con una sola excepción: la del personaje Sandoval, que encarna magistralmente el actor Guillermo Francella, muy querido y admirado en Argentina. Su personaje, auxiliar del juzgado de lo penal y colega de Darín-Espósito, tiene una carga de humor casi costumbrista que no le impide llegar a un desenlace heroico para salvar a su amigo. Y es a él a quien debemos también un discurso genial, el único discurso, en realidad, de la película, ese que trata de la pasión, pero no de una pasión cualquiera. «No hemos sabido encontrarle –le dice Francella a Darín–, hemos buscado a ciegas, tenemos que perseguir su pasión», aludiendo al asesino huido de la acción de la justicia.

Es un discurso de bar, un habla de borrachos, que resulta tan convincente como conmovedor. «La pasión, la pasión –subraya Francella, que al fin revela su hallazgo–. Nuestro hombre es un fanático del Racing de Avellaneda, allí hay que buscarle, en el estadio de fútbol siguiendo a su equipo». Y la escena que sigue es deslumbrante. Un fuerte resplandor esmeralda crece en medio de la noche de la gran metrópoli: se trata de un estadio de fútbol con su césped brillante, en el que entramos desde lo más alto mientras los jugadores del Racing se pasan el balón en una vertiginosa acción de ataque hasta que uno de ellos lo lanza con potencia hacia la portería del rival estrellándolo contra el larguero entre el griterío de los espectadores.

Secuencia espléndida toda ella que hace verosímil aquello que no resultaría fácilmente creíble en una novela: la localización a las primeras de cambio de un sujeto al que se conoce solamente por una fotografía en medio de la multitud que llena el estadio. Y ahora sí que lamento de verdad no haber podido leer el texto de Sacheri. A mi juicio, lo que permite el cine no lo tolera la novela. En el cine, el tiempo, como material esencial de la narración, está necesariamente más comprimido. Por eso la intensidad de cada secuencia se construye necesariamente sobre una gran elipsis. Y el espectador se ha acostumbrado ya a ese lenguaje.

La formación norteamericana de Campanella deja su sello en la pantalla, y no me refiero a la digitalización o al uso del ordenador, del que sin duda se ha servido para la secuencia del estadio, sino al ritmo narrativo, a la dosificación de la intriga, a esa pugna de voluntades o de intereses a que el cine estadounidense nos tienen acostumbrados en cada secuencia. Hay además una plástica del plano corto que recuerda al llamado star system, aquella obligación que tenían los directores de filmar en primerísimos planos a las estrellas de Hollyvood. El rostro de Darín o el de su contraparte femenina, Soledad Villamil, tienen en El secreto de sus ojos un tratamiento similar al que pudieron tener en su día Cary Grant y Grace Kelly. Algo que simplemente anoto como una forma más del lenguaje cinematográfico y que aquí funciona bien. Tanto Darín como Villamil son actores magníficos, muy capaces de hablar con la mirada.

En la parte final, en lo que es el desenlace, Darín-Espósito, mientras regresa al volante de su automóvil de la casa del marido de la mujer asesinada, se ve asaltado por una serie obsesiva de imágenes del pasado: unas las ha visto, pero la mayoría las ha recreado él mismo. Son flash-backs muy rápidos, como una tormenta de luces y de impactos. A Darín parecen iluminarle; no así al espectador, que queda sumido en una zona de ambigüedad de la que ni siquiera logra sacarle lo que parece la resolución definitiva del caso. La ambigüedad no suele dañar a la narración pero, ¿qué significa esa fugaz imagen del marido abrazando con violencia a su mujer en la escena del crimen?

Y termino. Lástima que cada vez haya menos espectadores en los cines. Un lamento que me brota de manera espontánea ante películas como ésta, capaz de seguir aquella estela del gran cine, el que se hacía en esa edad de oro que duró veinte o treinta años en el pasado siglo. Hablo de esas películas que lograban introducir al espectador en un ambiente tan denso y poderoso como creíble, con ambición de contar cosas trascendentes que van más allá de lo que dura su metraje porque quedan en la conciencia por encima de cualquier efímera emoción como una seductora y original convocatoria a la reflexión.

 

El secreto de sus ojos está distribuida por Distribution Company

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Ficha técnica

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