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El Principio Antrópico

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El desarrollo de la Cosmología a lo largo del siglo pasado nos ha permitido ir descubriendo la génesis del universo que observamos como resultado de un proceso evolutivo cuyo origen se remonta al Big Bang originario. Las leyes de la física nos permiten construir un relato temporal en el que vamos pasando de la Gran Explosión a la formación de estructuras estelares. Las estrellas como grandes hornos construyen en su interior los elementos de que estamos formados y la química nos permite entender cómo a partir de éstos puede generarse, al final del proceso, lo que entendemos por vida. Esta visión cosmológica de la génesis del universo está plagada de aparentes coincidencias, de las cuales parece depender la aparición de una química del carbono capaz de generar vida. Entre estas coincidencias, quizá la más sorprendente, como señaló Weinberg hace ya algunos años, sea el pequeño valor, casi nulo, de la constante cosmológica. Si este valor hubiera sido mayor del que es, la expansión del universo habría sido mucho mas rápida, sin dar tiempo a la formación de estructuras estelares capaces de producir los elementos pesados necesarios para la génesis de la vida.

El Principio Antrópico, término inventado en los años sesenta por Brandon Carter y popularizado posteriormente por John Barrow y Franck Tippler, pretende promocionar este tipo de coincidencia a postulado científico. En su formulación fuerte el Principio Antrópico nos dice que el universo debe tener aquellas propiedades que son necesarias para la aparición de observadores. En su formulación débil se exige tan solo que el universo tenga las propiedades necesarias para la aparición de química del carbono. En cualquiera de ambos casos existe una posible lectura del Principio Antrópico como un intento de reinterpretar, lo que desde nuestro conocimiento actual nos parecen puras coincidencias, como la manifestación de un diseño cuyo objetivo sea la aparición de vida o, en la versión fuerte del Principio, de conciencia.

Son muchos los que ven en este Principio bien la simple materialización de una tautología –«el universo es como es porque de no serlo no estaríamos aquí para preguntarnos cómo es»–, bien como la expresión de la tesis metafísica de que la evolución del universo tiene como finalidad la aparición de la vida. En ambos casos el Principio Antrópico suena como una tesis reaccionaria y anticopernicana que intenta, sobre la base de un conocimiento incompleto de las leyes de la física, devolver a la vida o a la conciencia un papel central en la historia del cosmos.

Como veremos, no es esta la única lectura del Principio Antrópico. Existe otra infinitamente más modesta, aquella que afirma que nada hay de especial en nuestro universo, de entre los muchos posibles: tan solo ser el nuestro. Esta postura sólo tiene sentido si se dan dos condiciones, cuyo interés conceptual es, desde mi punto de vista, mucho más importante que las propias coincidencias cósmicas que tanto nos subyugan. Las dos condiciones a que me refiero son, en primer lugar, la de dar un sentido preciso al universo posible y, en segundo lugar, contar con una teoría suficientemente desarrollada donde dichos universos posibles pasen de ser puras posibilidades epistémicas a convertirse en integrantes de un multiuniverso. Todo esto puede sonar a ciencia ficción, y puede que lo sea, pero señala al corazón del problema que pretende resolver el Principio Antrópico, al menos en la versión en que está siendo sujeto de debate en los últimos años. Me refiero al problema de la extensión de la mecánica cuántica, con sus correspondientes dificultades de interpretación, al universo como un todo.

Antes de proseguir recomendaría al lector contrario al Principio Antrópico que se hiciera una idea clara del tipo de respuesta que le satisfaría. Quiero alertarle de un racionalismo ilustrado, en mi opinión bastante trasnochado, donde la respuesta deseada fuera que las leyes de Naturaleza, en sí mismas objetivas, nos llevan, como al demostrar un teorema, a un universo único y que éste fuera el nuestro: no puedo concebir forma más superlativa de antropocentrismo.

Como señalábamos más arriba, el motivo fundamental del Principio Antrópico deriva de la constatación experimental de una serie de coincidencias cuyo único objetivo aparente, al menos desde dentro de ciertas teorías científicas, es la de producir como ouput una química capaz de actuar como germen de lo que entendemos como vida. Vamos a explicar esto de manera un poco más precisa. Pensemos primero en la estructura de un cierto tipo de teorías científicas que denominaremos las teorías científicas tradicionales. Estas teorías contienen una serie de leyes de la naturaleza como, por ejemplo, las leyes de la electrodinámica, las leyes de la mecánica cuántica, etc. La manera en que funcionan estas teorías es sobre la base de introducir un input experimental. Dentro de este input experimental vamos a concentrarnos en lo que llamaremos constantes de la naturaleza. Por ejemplo, podemos construir una electrodinámica con ciertas leyes básicas, pero para aplicarla al comportamiento de los electrones necesitamos tomar como dato la masa del electrón. El valor de la masa del electrón no es algo que podamos predecir desde nuestra teoría: es algo que medimos e introducimos como información adicional. Este valor podría, en principio, haber sido cualquiera, pero observamos que sólo si es el que es pueden darse las condiciones de estabilidad atómica que son necesarias para que se dé la química y, como consecuencia, la biología. Cuando se constata este hecho que, como observará el lector, deriva del propio marco teórico en que estamos trabajando, se plantea el siguiente problema, al que el Principio Antrópico pretende dar una respuesta: ¿por qué la masa del electrón es la que es y no otra distinta? Como hemos señalado, esta es una pregunta que la propia teoría en la que estamos trabajando no puede responder, dado que para esta teoría la masa del electrón es un input y no algo que la teoría pueda predecir. Así, la pregunta que nos hacemos sólo puede responderse de dos maneras. Una de ellas, la que ciertamente abrazaría un espíritu racional, es la de decir: busquemos una teoría más completa en que la masa del electrón deje de ser un input experimental para pasar a ser una cantidad predecible, y esperemos a saber una razón más profunda del porqué de su valor. La otra es aceptar que la teoría con que se cuenta es la teoría final y buscar una razón más allá de la misma, una razón filosófica, para justificar el valor de la masa del electrón. Esta segunda postura es la que puede instrumentalizarse dentro del Principio Antrópico. El electrón tiene esta masa porque si no la tuviera no estaríamos aquí construyendo teorías ni preguntándonos el porqué de su valor concreto.

Este es el Principio Antrópico, que muchos detractores consideran, y con razón, como una manifestación bien de un antropocentrismo metafísico ya superado hace siglos, bien simplemente como la expresión de una suprema perogrullada de la que nada sustancial puede derivarse. Pero, ciertamente, no es este el Principio Antrópico que interesa hoy a los científicos. La razón por la que el Principio Antrópico está en la palestra de la discusión científica deriva de un cambio de paradigma, como dirían los pedantes, en lo que se refiere a la estructura misma de cierta teoría científica. Me refiero –naturalmente– a la Teoría de Supercuerdas.

¿En qué radica el cambio de paradigma? En los párrafos previos hemos presentado el Principio Antrópico asociado a la siguiente pregunta: ¿por qué la masa del electrón es la que es? Pero lo hemos hecho desde dentro de un tipo de teorías en las que la masa del electrón tenía que introducirse como un input, es decir, desde teorías incapaces de predecir dinámicamente el valor de la masa del electrón. Supongamos ahora que contamos con una teoría mucho más potente donde, por ejemplo, la masa del electrón no fuera un input sino un ouput, es decir, algo calculable utilizando las leyes de la teoría en cuestión. Esta teoría en principio existe y es la Teoría de Supercuerdas. Intentaré ofrecer brevemente una imagen de cómo se llevan a cabo este tipo de predicciones de las constantes de la naturaleza. Pero antes permítanme presentarles el problema en toda su crudeza.

Supongan que cuentan con una teoría capaz de predecir la masa del electrón. En estas condiciones existen tres posibilidades. Que la teoría predice un único valor de la masa del electrón y que este valor es el correcto experimentalmente. En este caso simplemente nos queda decir: «¡Eureka!». Hemos encontrado leyes dinámicas que tienen como ouput un mundo con química, posiblemente biología y, eventualmente, vida. Consideremos una segunda posibilidad: que la teoría predice un valor único, pero que no coincide con el que medimos. Esto supondría simplemente una falsación de la teoría. Lo que deberíamos hacer es tirarla a la basura. Pero nos queda la posibilidad más intrigante, y es que la teoría no prediga un único valor, sino muchos distintos, entre los cuales se encuentra el valor que medimos experimentalmente. ¿Qué podemos hacer en estas condiciones? Observe el lector que la pregunta «¿Por qué la masa del electrón es la que es?» adquiere en este contexto un sesgo muy distinto al que tenía cuando nos hacíamos la misma pregunta desde el referencial de una teoría para la que la masa del electrón fuera un input que debíamos introducir desde fuera de la teoría. Ahora tenemos una teoría que predice la masa del electrón, pero que nos ofrece múltiples valores. ¿Por qué de entre esos valores se da el que se da y no otro de los que la teoría predice? Es esta la pregunta que ahora vamos a responder de manera antrópica, afirmando simplemente que este es el valor que se da porque, de entre los posibles mundos que la teoría predice, es éste en el que nosotros estamos. La respuesta puede gustar más o menos, pero ahora carece de las connotaciones filosóficas que tenía anteriormente. No se trata de tirar la toalla, sino de asimilar un hecho: que la teoría capaz de predecir las constantes de la naturaleza no predice un único valor, sino una multiplicidad de ellos. La invocación del Principio Antrópico deriva no de una supuesta falta de conocimiento que compensamos con una hipótesis metafísica, como hacíamos antes, sino de la multiplicidad de mundos posibles que la teoría supuestamente final predice. En estas circunstancias, la postura no antrópica, si aceptamos que la teoría con la que estamos trabajando es la final, es la que resulta sospechosa de mala metafísica. Esta postura diría: «Algo que no conocemos debe eliminar todos aquellos mundos posibles que no son el nuestro».

Lo anterior no pretende sino definir el marco conceptual en que desarrollar la discusión sobre el Principio Antrópico. Quedan naturalmente muchas preguntas. La más simple es preguntarnos: ¿qué razones tenemos para pensar que estamos ante una teoría final? Pero quizá, como ya se apuntó al principio, la observación más importante que se deriva de todo lo anterior es que debemos entender simplemente el Principio Antrópico como una consecuencia de que existan, de hecho, múltiples universos posibles. Para terminar deberemos, pues, intentar entender qué queremos decir exactamente al referirnos a la existencia de múltiples universos posibles. Utilizando, de nuevo, un poco de jerga científica, dentro de la Teoría de Supercuerdas, las constantes fundamentales, como pueda ser la masa del electrón que hemos utilizado como ejemplo, aparecen como valores esperados de vacío. Un vacío, o un universo posible, no es sino una solución, digamos que de mínima energía, de las ecuaciones dinámicas. Múltiples universos, o múltiples vacíos, y en consecuencia múltiples valores para la masa del electrón, no significan sino que las ecuaciones que definen el vacío tienen múltiples soluciones. Si aceptamos ahora que la teoría es la correcta e inyectamos en el juego la mecánica cuántica, estas múltiples soluciones dejan de ser una riqueza arbitraria, más o menos barroca, de la teoría, para convertirse en verdaderas posibilidades con carta de ciudadanía existencial.

Para entenderlo mejor, utilicemos un ejemplo de la vida cotidiana. Ya en el colegio aprendemos que el agua puede estar en tres fases distintas: gas, líquido o sólido. A una temperatura dada estará en una de estas fases, pero hay momentos en que coexisten dos de ellas. Por ejemplo, cuando el agua está hirviendo, vemos burbujas de gas y hay una coexistencia de las fases líquida y gaseosa. Algo similar sucede cuando ponemos agua en el congelador para hacer cubitos y sacamos la cubitera antes de tiempo. Descubrimos que los cubos de hielo esconden en su interior agua sin congelar. Son estos casos en los que cohabitan varias fases los que describiríamos en términos de varios vacíos, donde cada fase representa un vacío o universo. En el ejemplo anterior estaríamos, tanto en el caso del agua a punto de hervir como en el de los cubitos a medio formarse, tratando con dos universos. El universo es mucho más rico en su estructura de fases, y el número de vacíos –ésta es la estimación más reciente– es del orden de 10 a la potencia 120 (es decir, 1 seguido de 120 ceros). Todas las analogías son engañosas, y ésta no constituye una excepción a la regla. El lector se preguntará por qué no pasar de esta millonaria cohabitación de universos a uno dado. Si el problema fuera como en el caso del agua, tan sólo deberíamos variar la temperatura, pero esto sólo puede hacerse desde fuera del sistema y el universo –por definición– lo contiene todo, de ahí que la analogía funcione únicamente a las temperaturas de cohabitación.

En mecánica cuántica, antes de realizar una medida sólo sabemos la probabilidad de que salga un cierto resultado, aunque al medir obtendremos uno bien definido. Algo similar ocurre con nuestro problema cosmológico: sabemos que estamos aquí, pero a priori tan solo podemos saber la probabilidad de que tal sea el caso. El Principio Antrópico es en cierto sentido la tesis, similar a la de la mecánica cuántica, de que este elemento estadístico es irreductible y no el reflejo de falta de conocimiento alguno. Sustituimos el viejo mito del Gran Relojero por el del Jugador, un Jugador al que no le está permitido jugar con las cartas marcadas.

Para terminar, un simple comentario que puede servir como materia de reflexión. Me refiero a la posible conexión entre el problema de la aparición de vida en la historia cósmica y la explicación, dentro de la historia de nuestro planeta, de la aparición de la conciencia dentro del marco de la teoría de la evolución. ¿Podríamos extrapolar las tesis de la teoría de la evolución al problema de la aparición de la vida en el cosmos? Un elemento importante de la teoría de la evolución es que, de entre las posibles especies, sólo sobreviven las exitosas. La extensión de esta idea al cosmos, que ha sido sugerida por Lee Smolin, exige no sólo contar con multiplicidades de universos, como de múltiples especies, sino extender el concepto de éxito a los universos como todos. ¿Por qué el universo más exitoso es el que nos cuenta como inquilinos? Es una pregunta embarazosa que a algunos puede hacerles soñar con la eternidad.

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